Víctor Rodríguez Núñez
Despegue
XXVIII Premio Internacional de Poesía
Fundación Loewe
Visor, Madrid, 2016
104 páginas, 12€
Víctor Rodríguez Núñez (La Habana, Cuba, 1955) es un poeta muy conocido en la sociedad literaria en lengua española y en otros ámbitos internacionales. Entre sus libros más recientes se encuentran reversos (2011), deshielos (2013) y desde un granero rojo (2013). Aquí podríamos citar una larga lista de premios y merecimientos, traducciones a otros idiomas, antologías y distinciones que jalonan su ya dilatada trayectoria, puesta al día ahora con despegue, merecedor del XXVIII Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe.
despegue sorprende por su sólida estructura formal, poemario dividido en cinco partes en las que cada parte posee quince poemas, todos ellos «sonetos». Y ponemos sonetos entre comillas para explicar que, si bien se trata de una plantilla de catorce versos divididos a su vez en dos «cuartetos» y dos «tercetos», nos referimos con esta aseveración a un concepto simplemente aproximado, pues su propuesta es única, muy meditada y concienzudamente rupturista con la estética y la métrica tradicionales. Por eso la estructura de estos sonetos es particular, escenificando –y poniendo en práctica– el compromiso vanguardista de romper todas las ataduras formales, y desarrollando una libre escritura en torno a reglas mínimas, o mejor dicho, reglas personales en el sentido particular del escanciamiento métrico y versal. Qué duda cabe que para lograr este punto el poeta necesita un conocimiento de la tradición profundo en el sentido más riguroso, desde Trilce a Altazor, desde el conversacionismo al collage. Qué duda cabe de que nos encontramos ante un maestro. Este asunto exterior, claramente externo del poema, no es casual ni secundario, como veremos, y está muy en relación con el contenido y el fondo de este despegue, libro que literalmente nos relata un viaje en avión, comenzando por el despegue y terminando con el aterrizaje, realizando una particular escala. Así, las cinco partes que lo integran son muy explicativas y significativas: «I salida», «II vuelo», «III escala», «IV puerto» y «V entrada». Decimos «literalmente» porque la poesía –a partir de su carga polisémica– se encarga de amplificar esa palabra para convertirla en algo más de lo que dice, transformando un viaje específico (de un lugar a otro) en un viaje vital (existencial). Y un viaje, también, de la propia palabra, en su mejor aspecto lúdico, metalingüístico y metapoético: «como el avión inmóvil / en el añil con otra dirección / vadeo las tormentas los tormentos // en el punto de origen y final / pese a la renuncia a la puntuación / juego este solitario consonante» (de «[Port Columbus]», p. 62).
En efecto, estos recursos formales se complementan con la ausencia de puntuación como otra de las piedras angulares del libro. A través de este recurso la lectura se abre a una sutil dicción, a una especialísima manera de leer los sonetos, atendiendo al contenido con exclusiva atención, engarzando en el seno de frases, oraciones o palabras las posibilidades semánticas del conjunto y sus eventuales conexiones. Hay versos y cláusulas que, si estuvieran puntuados, serían leídos de una determinada manera, ya que esos signos nos revelarían cómo leer, pero ante la ausencia de indicaciones el intertexto lector debe intervenir no sólo para llevarnos con el ritmo, sino para llamarnos la atención sobre el contenido, con sus explicaciones subsiguientes. El lector siempre debe poner de su parte. Los ejemplos son muchos y se observan desde el primer verso hasta el último de este libro. De esta manera la apuesta formal no puede ser más arriesgada. Además, este particular escanciamiento versal connota una serie de cuestiones que van mucho más allá del ritmo o la música interna. Desde luego que cualquier propuesta formal conlleva una suerte de escapada o fuga hacia la libertad apolínea, hacia la liberación de un sujeto oprimido en una circunstancia que, en este caso, aborda la problemática del exilio, destierro o, en cualquier caso, el desarraigo con el lugar de origen, el vínculo de pertenencia. El poeta lo expresa: «como rayo de albur / adentrarse en el día / en el destierro también amanece» (p. 31).
La identidad del desterrado, del exiliado, se presenta como herida romántica y, más aún, de todos los tiempos, pues se extiende retrospectivamente desde Ovidio a Brodsky, señalada aquí por la ruptura rítmica y versal que denotan los poemas. La contradicción de no pertenecer a ningún sitio, de no adaptarse a ninguna propuesta formal «lógica», pero tener que plegarse a cualquier deriva individual, es una constante vital y poética. Por eso el itinerario descrito en este vuelo parte de Cuba, lugar de nacimiento, continúa con el propio vuelo, que alegóricamente se propone como una «estancia» reflexiva, y se establece justo en el centro, en Estados Unidos, regresando luego al trópico, al Caribe y a Cuba, para marcar ese retorno –viaje de ida y vuelta al estilo modernista de Rubén Darío– pero también rimbaudiano (es decir moderno, contemporáneo) de aquel que regresa a sus orígenes, «orígenes» en el más amplio sentido cubano. Raíz, pero también rizoma. La búsqueda de la identidad se encuentra en el vórtice de todas las preocupaciones, como cuando el sujeto poético, en «[27 Mallard Pointe]», se halla en su primer verso «de súbito en tu casa / que ya no reconoces» para afirmar en el último terceto: «no te quites esa sombra arrugada / ni la mirada zurda / aquí también eres un extranjero» (p. 58). Se es un extranjero en todos los lugares: la experiencia del exilio nos arroja a la no pertenencia a ningún lugar, si bien existe a la vez una identificación con un sentimiento contradictorio: no se es de ningún sitio pero a la vez se siente que se es de –al menos– dos lugares, cubano y norteamericano, de La Habana y de Ohio: «un corazón discorde / no crees en el sistema donde tienes hogar / nunca te dio un hogar el sistema en que crees» (p. 67). No hay hogar, o el hogar como una consolación ante alguien «renuente a echar raíces como tú» (p. 71). Difícil y complejo aceptar esta contradicción, pero la realidad moderna –y su continuación posmoderna– es que, como se dice en «[Rancho Boyeros]» (sobrenombre del Aeropuerto Internacional José Martí de La Habana): «uno no viene de ninguna parte / uno no se va nunca» (p. 27), exhortándonos con ese imperativo que merodea por la razón vital de cada uno, independientemente de las creencias o afinidades. También la pertenencia se erige como una construcción cultural, y podríamos asegurarlo desde un punto de vista antropológico, pero también semiótico, a partir de una serie de signos que nos van conformando. El poeta, cuando se mira en el espejo, se da cuenta de esa «severa ley del trópico la mirada oblicua […] las tormentas salen de los espejos» (p. 73).
Identidad puesta en interrogación que planea sobre la existencia misma, igual que esas dos visitas a –o descripciones de– cementerios que jalonan el libro, como una espada de Damocles tanática, en: «[Cementerio de Espada]» (p. 26) y en «[Calle Desengaño]» (p. 97), dotando al poemario de un sentido circular que hace que la «salida» y la «entrada» sean lo mismo y viceversa, ya que se planteaban, recordemos, inversamente («este viaje en redondo», p. 42). La existencia es «un vuelo sin destino sin origen / como bala de plata» (p. 31), porque vivir se configura con sus propias claves más allá de cualquier contingencia personal: «entre las nubes nadie es extranjero / latitud de la lengua» (p. 32), reafirmando una comprensión poética del mundo, una resolución para ser feliz, ya que «eres el compatriota de las nubes» (ibíd.), disolviendo cualquier problemática nacionalista absurda, identificaciones falaces, vínculos esencialistas, y haciendo bueno el dicho ciceroniano ubi bene ibi patria: donde se está bien, allí es la patria. «aunque el después se ausente como el antes / eres raíz con miedo» (p. 40): no dejemos de señalar también los últimos tres versos del libro: «ni la muerte se apura llega tarde / por un sitio decente / a sacudir el ser con un trapito» (de «[Casa Zenaida]», p. 99).
La complejidad, por tanto, de este despegue, se plantea como la base de la herida romántica del exiliado, y el poemario se extiende en la lectura –más bien tendríamos que decir lección– como una cartografía sentimental y personal de ese exilio a través de recuerdos y vivencias, de momentos únicos como flashes superpuestos: «dios es impresionista» (p. 38), haciendo suya la poética de Huidobro. Este mapa, en el mejor estilo de Walter Mignolo, concibe una historia local (La Habana y en general Cuba a través de sus pueblos, calles y lugares) en un diseño global (la vida, la condición de exiliado del sujeto contemporáneo, apátrida), concebido desde el aquí y el ahora, desde aquel que hace «escala» vital justo en el centro del libro, incidiendo de nuevo en ese aspecto formal que tanto nos llama la atención, también como construcción cultural y semiótica que define al sujeto poético de este despegue. Qué duda cabe que el protagonista ha vivido grandes momentos en Cuba y en Estados Unidos, que se echa de menos una cosa y otra cuando no tiene una u otra, o ninguna, y que no puede tener las dos al mismo tiempo. Vivir en el aire, o podríamos decir también vivir al día, sin lastres (pasado) ni hipotecas (futuro), es ese imperativo, si bien a veces «las nubes son una forma de melancolía» (p. 45). Qué duda cabe. En ese recorrido no podría faltar una íntima referencia entre irónica –la ironía que marca la distancia, como los procedimientos formales que hemos comentado– y cariñosa, como la de «[El Rincón]», santuario de san Lázaro, sincretización de Babalú Ayé en Cuba: «llegué donde quería más o menos / sólo que no quería / ir a ninguna parte». En conclusión, ir hacia ninguna parte después de tanto viaje, recorrer los lugares sin haber tenido intención alguna de haber ido a ningún sitio. Y es que no nos referimos sólo a la inercia del desplazarse, sino sobre todo a un mapa racional que, no olvidemos, nunca puede resumir los sentimientos, inasibles.