Juan Antonio González Iglesias
Jardín Gulbenkian
XXIX Premio Jaime Gil de Biedma
Visor, Madrid, 2019
74 páginas, 12.00 €
POR GUILLERMO CARNERO

 

El título del último libro de Juan Antonio González Iglesias se refiere al jardín que rodea, en Lisboa, el edificio de la Fundación Gulbenkian, institución que lleva el nombre de uno de los personajes más singulares de nuestro penúltimo pasado. Calouste Gulbenkian fue un empresario y coleccionista armenio, nacido en Turquía a mediados del siglo xix, que tuvo entre otras muchas la habilidad de escapar al genocidio de que su pueblo fue víctima, por obra del gobierno turco, en el contexto de la Primera Guerra Mundial, y de sobrevivir a la ocupación alemana de París y al ajuste de cuentas de la posguerra. Su fortuna procedía, entre otras actividades y empresas, de la explotación de los yacimientos petrolíferos de Oriente Medio, cuando, a comienzos del siglo xx, adquirieron la máxima importancia al generalizarse el motor de explosión. Educado en Gran Bretaña y ciudadano británico, la que formó es una de las primeras colecciones privadas del mundo, y el principal tesoro artístico de Lisboa. Esa colección y su emplazamiento son el referente de buena parte de los poemas del libro. No de todos, ya que la analogía ha llevado en ocasiones al autor a otros jardines, a otros lugares, a obras de arte que no están en la colección lisboeta.

Yo he visitado varias veces la Fundación Gulbenkian y el jardín que la rodea, perfectamente integrado en la estética funcionalista del edificio. Siempre he preferido dedicar mi atención y mi tiempo al interior. Gulbenkian gustaba por igual de la pintura, la escultura, la orfebrería y la jardinería. Al paisajista Aquiles Duchêne, heredero de los pintores de jardines y de los constructores de jardines «paisajistas» o pictóricos del siglo xviii, encomendó otra gran empresa, el jardín que construyó en Francia, cerca de Deauville; lo evoca el libro en «Nova sint omnia». Quizá la naturaleza y la vegetación, el agua, las flores y los colores de las hojas según las estaciones sean el colmo del goce para quien está rodeado de obras maestras de Rubens, Rembrandt, Hubert Robert, de las más exquisitas piezas de mobiliario y servicio de mesa de oro, plata y vermeil del siglo xviii, de la joyería y la cristalería de René Lalique. Quizás haya una belleza más sutil y esencial en la libélula que se posa en una rama que en la de Lalique que lució Sarah Bernhardt, libélula a su vez cuando la pintaba Alphonse Mucha.

Juan Antonio González Iglesias, como el mecenas armenio, percibe con intensidad los encantos y los atractivos del jardín, y no puedo menos que darle la razón. Yo mismo escribí no hace mucho, en Una máscara veneciana, que prefiero, entre los espacios cerrados, el jardín; y en Cuatro noches romanas, que la naturaleza alcanza su apoteosis cuando el jardín la transfigura en obra de arte y la salva de su propia degradación y de la incuria y el vandalismo humano. El jardín es liturgia, esperanza, juego artificioso, retrato de la espiritualidad de su diseñador y su paseante, recuerdo del vergel que llamamos paraíso, sagrario del agua que concede la vida, escenario de la visión a la vez mágica y hedonista de la vegetación y de la condición humana. El jardín puede reconstruir la naturaleza según una retórica de razón y simetría, o bajo una apariencia de libertad de sutil geometría, y de concesión al desorden de las emociones. El jardín, dice el poema «Primera noche de verano», es espacio natural del ensimismamiento, don de la proximidad de quien al alejarse de lo anécdotico, lo menor y lo concreto, se aproxima a su percepción trascendente. Un jardín bello es el mejor cobijo de la belleza del arte, afirma «Estable tesoro»; el esquematismo arquitectónico ampara las volutas del rococó («El año en que nacimos»).

Preferir el exterior al interior, el lago y la hierba a los candelabros Luis XV, confiere al estar en el mundo de Juan Antonio una complacencia que lo distingue hasta el punto de ser una de sus marcas de fábrica y su denominación de origen. No se siente a digusto en «esta época sin cítaras», no desaprueba la convivencia del libro electrónico con el de papel. «Se hicieron los caminos para el libre albedrío», afirma al concluir el primer poema de esta colección. Así al paseante reconciliado con el presente no le incomodan los jóvenes bullangueros que retozan entre esos caminos; como la herencia viva de los que admira pintados en una urna griega los ve el poema «Corren sobre la arena», y nos deja deliberadamente en la duda de cuál será esa arena, si la del jardín lisboeta o la de los estadios de Olimpia y de Atenas.

Uno de los poemas del libro, «Lo sencillo», parece pretender que la llamada sencillez es el estado natural de cuanto existe, que aquello a lo que damos este nombre se autojustifica inequivocamente, señorea a cuanto no lo es y, sobre todo, se revela en «el encuentro con otro ser humano». «Lo complicado no prevalecerá», leemos en el mismo poema, que hemos de leer por el haz y el envés. Como declaración de poética es una apología del estilo familiar que el autor practica con gran habilidad como terreno de encuentro con sus lectores, a los que desea y sin duda consigue aproximarse. Como declaración moral es un ejemplo del wishful thinking propio de la persona bondadosa y generosa que es; pueda su trayectoria vital ir arrojando el balance de optimismo que muchos no atribuirían a buena parte de las relaciones humanas. Como definición de la tradición cultural en la que se encuentra, teniendo en cuenta su condición de catedrático de Filología Latina y su probada sabiduría en otros ámbitos del saber, es una voluntaria manifestación de parcialidad, que cercena buena parte de esa tradición, y no la peor, que él prolonga y completa, como es su placer y su destino citar a Lucrecio en latín.

Cuando tropiezo con una apología de la sencillez me pongo, no lo puedo evitar, en guardia, y la considero inmediatamente como un ámbito de contradicciones, o al menos de matices y sutilezas. En literatura culta podría ser un intento de camuflaje de cuanto no está llamado a sobrevivir en un mundo regido por la mediocridad de la educación, el analfabetismo de los medios de comunicación y el creciente auge de la subcultura de masas, un mundo, diciéndolo en términos que Juan Antonio entenderá en el presente y en el pasado, donde triunfa el anfiteatro sobre el teatro. Un canto a la sencillez parece deducirse de «Primera noche del verano»: un vaso de agua fría bebido en un vaso tosco. ¿Puede haber algo más sencillo, más contemporáneo? Pero hay una sencillez erudita, y ese vaso podría ser un skyphos de arcilla o de vidrio para quien no ignora que los difuntos se arrodillan, para beber el agua fría del otro mundo, en los libros egipcios de los muertos. ¿De qué vaso y de qué agua estamos hablando? ¿Nos lleva el museo a discernir en la contemporaneidad los signos de lo eterno, o bien ocurre a la inversa? Como dijo Cernuda, el mérito sería el mismo en ambos casos.

El vaso, nos dice su poema, podría estar en «el museo», no en «un museo». El artículo determinado parece apuntar a un museo genérico, tanto más aceptable cuanto tenga mayor equivalente en el mundo cotidiano de hoy. ¿Qué destino espera a lo que no tiene ese equivalente? ¿Dónde está, entre los grafitis y los muchachos que juguetean en su jardín, el de los Rembrandts, los Rubens y la argentería de que se rodeaba Calouste Gulbenkian? ¿Por qué este visitante de su Fundación se queda en el jardín y ante el edificio de cemento armado? El lenguaje del libro podría ser tomado por una apología de los primores de lo vulgar, pero sería un suicidio que el autor no cometerá, teniendo en cuenta el contenido actual de la vulgaridad. ¿Quiere ser el apostolado que atraiga a los infieles aun a costa de la integridad de su evangelio? Quizá sólo pueda extenderse aquella iglesia que simplifique su credo para que esos infieles no la consideren una sociedad mistérica. Pero en tal caso estará condenada a celebrar su auténtica liturgia en las catacumbas. Probablemente se refiere a eso «Estable tesoro», dedicado, si no lo he entendido mal, a evocar la amistad y la relación epistolar entre Gulbenkian y el poeta Saint-John Perse. «También en lo sublime está lo más sencillo de la vida», dice el poema, en el que se equipara al coleccionista de obras de arte con el «fulgor nuevo» que brota de la elección y la selección sabia de las palabras. Coleccionista y poeta han ingresado, pues, en la misma categoría, la de perseguidores de lo exquisito, y «por eso lo difunden». Lo exquisito y lo sencillo coinciden, pues, en un mismo sacerdocio; el arte se custodia y se preserva gracias a la sencillez del edificio y del jardín. El jardín que más sencillo parece, el japonés, tiene en su cimiento una sutil y elaborada filosofía, nada sencilla, como el joven que bebe un vaso de agua está repitiendo el anhelo de inmortalidad de un egipcio muerto hace miles de años.

Uno de los poemas de este libro está dedicado a Tomás Moro, según el retrato de Hans Holbein el Joven que conserva en Nueva York la Frick Collection. «Me hubiera gustado ser como él», comienza el poema, para en seguida enumerar las actividades admirables de Moro: cultivar la filosofía y la poesía, leer a Virgilio, concebir un mundo ideal de felicidad, «tomar las decisiones / de gobierno a la vez con la prudencia / del que aspira a ser sabio y con la audacia / del poeta», ser alguien que «eligió morir igual que Sócrates y Cristo». Te equivocas, Juan Antonio, porque eres un optimista irredento, incurable. Tomás Moro te hubiera ejecutado. En esa imagen almibarada que nos presentas faltan los cadáveres que dejó, entre otros legados, el artífice de una supuesta felicidad en la que la muerte resolvía, gracias al poder tiránico, las diferencias entre dos formas igualmente estúpidas de la gran estupidez llamada ortodoxia. Olvidas que Sócrates y Cristo no ejecutaron a nadie.