POR JOSÉ BALZA

Talento formidable, en el sentido original de este fatigado adjetivo; capacidad analítica desconcertante, información universal, gusto firme, rápida visión para captar en libros y en autores la cualidad predominante, sutileza en la percepción del detalle y habilidad para colocarse en el punto de vista más propicio para dominar el tamaño de un personaje y abrazar las perspectivas históricas…
 BALDOMERO SANÍN CANO
sobre Sainte-Beuve en Ocaso de la crítica
(1939)
Sutileza maliciosa, crítica intencionada, al fin, todo superior gusto la estima, porque lastima.
BALTASAR GRACIÁN
Agudeza y arte de ingenio (1648)
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Debió de ser hacia 1650 cuando el refinado y exuberante poeta bogotano Hernando Domínguez Camargo (1606-1659), como homenaje a su admirado Paravicino, utiliza en la Invectiva apologética la expresión sobreescribiendo[i]. Podríamos aceptar que, al hacerlo, sólo pretendía el autor cumplir con una forma de imitatio o jugar con el efecto de una escritura sobre otra o identificarse con el modelo volviendo a trazar, en sus versos, los del Paravicino.

Pero la invectiva se nos vuelve, por su método, quizá el modelo de crítica más completo y temprano que conozcamos, por ahora, en esta América. También porque en ella el autor se dirige de manera explícita a su unitario y multiforme cómplice: al lector «sin nombre», al lector amigo, al lector cándido, benigno, halagüeño, al lector con ojos o con manos, al discreto, al cristiano, al lector urbano, al otro con lengua, al lector a secas, al maldito, al ambiguo, al entendido o al lector hermano.

Menos curioso pudiera parecer que aquel, nuestro vigoroso crítico inicial, llevara un nombre de tres palabras como ocurre con Christopher Domínguez Michael y que el primer apellido sea idéntico en ambos. Aunque el de hoy viaje, se enamore, viva la política como un interés inmediato no hay duda de que, al dedicar interminables horas al misterio de la lectura y la meditación, ocupa la figura de un monje. El de hace cuatro siglos, aunque esté obligado al claustro, ocultamente vive el lujo, los placeres, los negocios, la rebeldía, la escritura.

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Domínguez Michael nació en Ciudad de México en 1962. Varias entrevistas, reportajes y algunos párrafos que saltan desde sus densas páginas nos orientan para trazar un breve perfil suyo. Hijo de un médico psiquiatra, se familiarizó con los manicomios mientras esperaba en sus jardines al padre («entre un psiquiatra y un crítico no hay mucha diferencia: ambos hacemos clínica, recetamos y amenazamos, y al final cada loco sigue con su tema»[ii]).

A pesar de que se le considera lector y autor precoz, confiesa que aprendió a leer «un poco tarde, como a los ocho o nueve años». Pero a los veintiuno inicia una tarea que, aunque se haría sucinta con los años, no ha abandonado jamás: la reseña de libros («ya no leo todas las novedades editoriales ni hago una reseña cada semana. Quien lo hace se vuelve idiota por necesidad. Prefiero hacer cada año tres o cuatro notas sobre libros dignos de encomio o de abominación»). Cursó un año de sociología y abandonó el mundo universitario. Ama la ópera, en vivo. Tan intenso contacto con los libros lo condujo, al parecer sin que él lo advirtiera cabalmente, al espacio de la crítica literaria. Y allí, con misterioso placer ha permanecido, aunque desde ella haya girado hacia la «historia de las ideas».

Conocí a Christopher la primera semana de octubre de 1990 en Guanajuato. Asistíamos al Festival Cervantino creado por Eulalio Ferrer y compartimos una mesa sobre el Quijote. Me impresionó la agudeza de aquel joven. El día 11, durante el desayuno, alguien se refirió a su fiereza como crítico, que yo desconocía, y Luz del Amo nos anunció el Nobel para Octavio Paz. En viaje de regreso a Ciudad de México comprobé cómo Christopher anulaba con creces mi capacidad de beber whisky o tequila. Dos años después abandonará este hábito sulfuroso y nunca más volvería al licor. Su abstinencia: una diferencia absoluta con el remoto predecesor de la Invectiva apologética.

Ya en la pubertad anota (aunque no las escriba) imágenes que hacia los dieciocho años se le convierten en la narración de William Pescador; pero sólo en 1997 publicará ésa, su primera y única novela hasta hoy. Su protagonista, un niño de incesante captación inmediata, y su hermano, después de la partida de la madre, son atendidos por una criada de ojos azules, vive en una vieja casa del reino de Omorca y transfigura incesantemente los pequeños hechos en notables aventuras. Sin que lo notemos al comienzo, su conducta es un despliegue de gestos irónicos, que dan insólita frescura –y madurez– a sus ocurrencias. Bien pudiera ser concebida hoy como lectura para jóvenes, pero en verdad se trata de un descenso –¿doloroso?– («[…] la muerte me parecía un juego perverso en que las personas cambiaban de lugar en el tiempo, y la puerta de éste, pensaba, no podía estar fuera del espacio») al filo de lo sardónico («orinarse en la cama es navegar otra vez por los ríos de la placenta, es advertir el calor mientras se duerme y conocer el frío al despertar»).

Aunque Christopher no ha vuelto a interesarse por escribir ficción directamente, toda su obra ensayística es un inquieto escenario. Y nada sorprendería que, después del trabajo proustiano con Fray Servando de Mier, sea arrebatado por los poderes de lo imaginario puro.

(Quizá escrita al mismo tiempo y en Ciudad de México, otra novela breve de temple juvenil posee secretas correspondencias con el pescador de Christopher: Antes, de Carmen Boullosa. Donde se dice: «El universo desverbal era mucho más profuso, tenía muchos más habitantes, situaciones, mucho más mundo…A cada palabra correspondía un mundo sin verbo. Tijeras, por ejemplo, ¿qué son las tijeras? Dos navajas que viven juntas…»).

En 1993, el crítico recoge tres decenas de sus reseñas y ensayos en un primer libro característico: La utopía de la hospitalidad. Esto tendrá continuidad en su singular manera de hacer crítica y es el sólido escalón para un ascenso de su pensamiento.

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Nos dice el Corominas que, derivada del latín super, la palabra sobre ingresa en el castellano hacia el año 1030. La extensión actual de su significado y su uso son muy amplios. Nos conduce de inmediato a un sentido de dominio y superioridad, de estar encima, de intensificación, de acción repentina; pero asimismo indica acercamiento, algo que se otorga en prenda por otra cosa, el «ir hacia», la idea de reiteración o acumulación o de ser «además de».

En palabras compuestas su proliferación es mucha (sobrecoger, sobrellevar, sobreimprimir, sobresalir, etcétera). Y, paradójicamente, cuando Hernando Domínguez Camargo quiso parecer objetivo –o por lo menos modesto– al confesar que su poema no era más que una sobreescritura de otro texto, cumpliéndolo, se contradecía. Y no recordaba que estaba dirigiéndose al lector cándido, pero también al ambiguo, al entendido, al maldito, al lector con lengua.

En este pendular de la expresión cabe con naturalidad el ejercicio de la crítica.

Un lector lee, se distrae al hacerlo y olvida; o recuerda por un tiempo lo leído con gratitud o molestia. La indiferencia no lee. ¿Pero cuál podría ser el primer impulso de un lector analítico, crítico? ¿Apoderarse del texto consumido?, ¿repetirlo dentro de sí mismo?, ¿adaptar su sonoridad o su contenido a sentimientos propios?, ¿saber que lo volverá a recordar? En todos estos casos el impulso conlleva acercamiento, repeticiones. Y el texto original no ha sido cambiado en su dispersión.

El lector natural incorpora las escenas de una novela, las imágenes de un poema o ciertas ideas de un ensayo a su vida, como el pan o el café de todos los días. Ese alimento puede resultar a veces saludable o perturbador: pero el lector lo considera parte de su filosofía. No todo lector es crítico, porque para serlo necesita saberse como tal.

El crítico comienza por ser un lector natural (es más: necesita serlo durante un largo período o intermitentemente a través de su vida). De esa forma la escritura de los otros se vuelve parte de su metabolismo. No hay crítico sin un vasto pasado literario.

Pero una segunda potencia del deseo puede buscar más allá: qué parece decirnos la página y no está escrito, qué trunca su fluidez secreta en algún momento, a quién –que no soy yo, su lector– se parece o imita, qué comparación me obliga a establecer in/conscientemente, cómo pudo surgir desde ese autor, desde ese tiempo y esa geografía. Y entonces el lector ambiguo, entendido, entra en una acción repentina, va hacia, parece colocarse encima del texto: está cambiándolo.

Porque cuando ese hombre comienza a saber que lee (que compara, penetra, elige) y, sobre todo, cuando requiere apoyos intelectuales para explicar ese saber, le ha nacido otra alma: una que se desprende de los alimentos literarios para convertirlos en tentaciones de análisis. En este instante su pasado físico disminuye (al contrario de lo que ocurre en el lector natural) y toda su historia personal se convierte en la historia de lo leído (o comparado, penetrado, elegido).

El crítico lee un texto como si ésa fuese su última acción en el mundo. Se borra el antes y el después. Lo invade el absoluto.

Pero enseguida, su vida (biológica, social, literaria) reduce aquella inmensidad encontrada en el texto a un pequeño punto de la escala privada. Encuentra que la anécdota refleja otra ya conocida, que las imágenes suscitan asociaciones antes anotadas, que los temas…, etcétera.

La obra, de espíritu irreductible, reside ahora en sí misma y en la experiencia del crítico.

Es dentro de éste donde se iniciará la transformación del texto leído. Porque se está realizando su sobreescritura: está siendo tratada desde una percepción superior, colocada encima de ella. Sólo que, tal como escapaba de Domínguez Camargo, el agente que nos transmite esa palabra, tal acción superior, es asimismo una manera de colocarse (reflejar, seguir) por debajo de la obra reseñada.