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Para mí la perfección de un escritor ocurre cuando se convierte en sus libros, sobre todo hoy y en nuestros países, donde la presencia del autor es considerada un valor. Aquello no es fácil: las circunstancias conocidas por todos impiden la difusión de revistas, suplementos y libros. Sólo he leído aquellos de Christopher Domínguez que él y el azar me han permitido recibir.

A los veintisiete años el autor publica una monumental Antología de la narrativa mexicana del siglo xx. El prólogo, la selección, las introducciones y las notas son responsabilidad suya. Audaz, reveladora, se establece sobre dos estratos: el vínculo entre prosa y civilización («el conjunto de pasiones y humores, ciudades habitadas y tierras yermas que componen los territorios de la prosa. Civilización asociada a la barbarie, su progenitora, su doble y su previsible culminación») y la concepción personal de la narrativa: «Lo narrativo es el estilo de nuestra época. La narrativa no parece ser un género sino una zona, conducto por donde pasan y se tensan todos los hilos prosísticos y prosaicos».

En su edición de 1993, La utopía de la hospitalidad consta de cuatro partes: «Reseñas románticas», «El mar blanco y la tierra infértil», «Islas de los bienaventurados» y «La agonía de Europa». Algunos de sus artículos (Victoria Ocampo, Artaud) pasarán a La sabiduría sin promesa (2009). En el índice encontramos ensayos, escritos entre 1984 y 1991, sobre escritores de lengua francesa (Chateaubriand, Stendhal, Maupassant, Nodier, Gautier, Nerval, Jacques Riviére, Rimbaud, Artaud, Drieu La Rochelle, Albert Béguin, Sartre), inglesa (Poe, Melville, Henry Miller, Carver, Richard Ellmann, Durrell), rusa (Chéjov, Vladimir Makanin, Andrei Bitov, Goncharov), alemana (Curtius, Frank Wedekind, Thomas Bernhard, Joseph Roth), castellana (Borges, Neruda, Victoria Ocampo, Pedro Salinas, Luis Cardoza y Aragón, David Huerta, Braulio Arenas, Jordi García Bergua, Vila-Matas), italiana (Mario Praz, Mario Brelich, Guido Morselli, Giorgio Manganelli).

En 1997 aparece Tiros en el concierto («es la historia de una educación intelectual», nos anuncia el autor). Fue escrito durante una década y su título, tomado de una frase de Stendhal en La cartuja de Parma, se convertirá en un basso que surge dentro de diversos momentos y textos del ensayista. Dice Stendhal: «La política en una obra literaria es un pistoletazo en medio de un concierto, una cosa grosera y a la que, sin embargo, no se puede negar cierta atención»). El subtítulo caracteriza la imaginación del crítico: Literatura mexicana del siglo v («pues éste es el quinto siglo de la lengua española en México»). Y su hechura corresponde a una obsesiva «conversación» con los muertos, según las más antiguas tradiciones y que Gracián establece a su manera: el viaje de la vida, para el discreto, se reparte en tres etapas: «La primera empleó en hablar con los muertos. La segunda, con los vivos. La tercera, consigo mismo. […] La tercera jornada de tan bello vivir, la mayor y la mejor, empleó en meditar lo mucho que había leído y lo más que había visto».

En 1998 aparece Servidumbre y grandeza de la vida literaria. Son sesenta ensayos publicados entre 1986 y 1997 con la literatura mexicana del siglo xx como centro.

El breve perfil que aquí estoy trazando no es biográfico ni anecdótico, aunque a veces acuda a tales señales, como haré en seguida. Tampoco, desde luego, voy a describir el objeto crítico atendido por nuestro autor (escritores, tradiciones, encuadres históricos y políticos), aunque también ocasionalmente me refiera a esos tópicos. Me interesa su «apropiación» de la crítica.

La prosa y los conocimientos de Christopher son insustituibles; no me alcanza la vida para recorrer estos últimos. Admiro a algunos grandes poetas, ensayistas y novelistas; amo el riesgo vital que han asumido los críticos desde Platón; releo sus incursiones en cualquier tiempo. Pero jamás tuve la oportunidad de presenciar, reconocer, discutir en mi interior, oponerme a ella o estremecerme con la obra de un crítico absoluto. Este privilegio materializado en mi lengua y en América me ha acompañado durante años. Deriva de los libros de Domínguez Michael, que se convierten en el renacimiento del pensamiento literario. Varios creadores que surgen en otras regiones del continente, aunque no hayan tenido la dedicación obsesiva que él practica ni el reconocimiento que merecen, así lo confirman.

Para remontarme al origen escrito de ese acontecimiento cito o resumo algunos párrafos de Christopher. He aquí el primero.

«Mi padre fue médico de Juan José Arreola. De tarde en tarde jugaban juntos al ajedrez. Llegó la ocasión, inoportuna, de mostrar al Maestro los primeros versos del pequeño Christopher, criatura asaz irritante desde la infancia. Arreola leyó en el acto mis tonterías y nada dijo; transcurre el juego y le pregunta al niño: “¿Quieres saber lo que es la literatura?” y le dictó de memoria el poema de Bécquer sobre las golondrinas. Pidió unas tijeras. “Recorta cada palabra de Bécquer y haz tú, con ellas, un poema distinto”. Los adultos continúan el juego y el niño “hace” su poema. Ansioso, pretendí interrumpir la partida.

–¿Juan José, esto es la literatura?

–No –respondió– La literatura son las tijeras.» (SGVL, p. 107).

La pequeña escena electriza. El padre, el infinito ajedrez, un autor brillante, un niño «asaz irritante» que no sólo ha arriesgado su propia escritura, sino que se ve compelido –desde el habla– (abajo, arriba) a reescribir un texto o a crear otro. La inventiva ajena, la propia y el instrumento que la hace y des/hace. Si la imagen ha perdurado es porque guarda un peso inmenso. Si el autor la ha inventado con hilachas de sus recuerdos es porque parece definir un todo.

Este es el otro: «Cuando niño una mujer joven me leía, antes de dormir, El conde de Montecristo de Dumas. Recuerdo aquellas jornadas con la conciencia de que gracias a ellas aprendí el amor al antiguo principio del relato. Tuve entonces la certeza del mundo de la literatura y la de mi elección como escritor.» (UH, p. 118)

Alguna vez, refiriéndose a un libro de Richard Ellmann, Christopher dirá: «Las infancias son excepcionales sólo para quien las vive». ¿Tendrá razón?

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Como algunos de los grandes críticos norteamericanos y europeos a los cuales descubrirá e interpretará Domínguez Michael en el futuro, su especialización analítica no ocurre dentro del claustro universitario. Lecturas, la prensa, curiosidad e incesante interés por los creadores, su geografía e historia y la poderosa presencia de creadores y amigos escritores imantan su desarrollo intelectual. Los dos libros de ensayos antes mencionados contienen textos escritos entre los veintidós y los treinta y cinco años del autor. El amplio espectro de autores allí comentados, junto a un panorama vibrante de la literatura mexicana que lo rodea, podrían constituir la sustancia que nutre sus años de formación.

La tentación, aquí, es proceder a citarlo (lenguaje conciso, luminoso, percepciones muy personales) para observar ese proceso, pero nos vemos obligados a sintetizar sus párrafos. En Curtius hallará el importante problema de cómo la crítica aborda «la jerarquía de los rasgos y las alteraciones que sufre», lo cual obliga no sólo a atender la emotividad producida por las obras sino también a lo que el tiempo dice acerca de ellas. Y así vislumbra cuanto la literatura despierta dentro de su tiempo correspondiente y lo que trabaja «fuera de la cronología literaria».

Para entonces, el autor puede reflexionar con decisión: «Hay quienes prefieren deliberadamente los placeres del texto crítico a los de la ficción y la poesía. Estos lectores lo son porque viajan entre los libros como ancianos felices recordando o inventando sus raíces. El viajero del ensayo ama las referencias bibliográficas y las rutas históricas, cruza los puentes analógicos y cuando se fatiga duerme a pierna suelta bajo la sombra de una cita a pie de página». De tal manera que su «método personal» queda dibujado. (Es oportuno recordar que, en estas páginas, al comentar un libro de Braulio Arenas, Domínguez Michael se refiere a la pasión de éste, como también lo hizo el italiano Mario Brelich, por reescribir historias de la Biblia).

Volviendo a su método y para complementarlo, en un tributo a Albert Béguin, describe las dos maneras en que un crítico se manifiesta como escritor. La primera se establecería con Longino, acepta que la crítica es una de las bellas artes y activa las normas clásicas de análisis, como también lo demostraría Edmund Wilson. En la otra, que deriva de Aristófanes, los críticos viven «como alimañas gozosas en la selva literaria», lúcidos, audaces, libres. Christopher parece alineado con la segunda, pero su capacidad de relacionar y ordenar lo fragmentario de su propia expresión lo conduce a la primera.

Y para entonces, el autor ya advierte y sigue esos «fenómenos microscópicos» guardados por la relación entre autor y lector, que se agigantan con la intervención del estudioso. Que se moverá entre sus rigores y su ternura.

Creo que en su «Tributo a Pedro Salinas» (al pensarlo, escribirlo o recordarlo) Domínguez Michael tropieza con una de las fuentes más profundas para su libro de 1997, Tiros en el concierto. No tanto porque nuestro autor confirme que «las armas de la crítica» viajan en el equipaje de perspicaces escritores o porque Salinas quiera rescatar al lector de los leedores o defienda al viejo analfabeto ante el orgulloso neo-analfabeto, sino al reconocer en el siglo xx que «en más de un sentido nuestra centuria ha sido la de la crítica para los hispanoparlantes». Y de tal modo, la diversa ejercitación crítica de Rodó, Vasconcelos, Ingenieros, Ortega y Gasset, Reyes, Borges, Victoria Ocampo, Arciniegas, Savater, Tomás Segovia, Paz y Salinas son la prueba de una «ardua búsqueda», dentro de la cual Domínguez Michael se reconocerá a sí mismo como parte de una singular tradición mexicana.

(No dispongo de la secuencia con la cual aparecieron los trabajos del crítico, por lo cual, al intervenir en ellos y extraer sus fragmentos, podría yo forzar la fluidez y la lógica de su espiral interna; pero aun así pienso que para un criterio tan coherente como el suyo –a pesar de ser el efecto de «las alimañas gozosas en la selva literaria»– la distorsión podría ser mínima).