Elena Poniatowska
El amante polaco
Seix Barral
900 páginas
POR ANTONIO RIVERO TARAVILLO

Un género que ha cultivado con brillantez Elena Poniatowska (México, 1932) es el de la reconstrucción de vidas. Son varios los libros suyos en este ámbito, quizá propiciados porque la autora ha sido periodista. También, debido, acaso, a haber conocido personalmente a muchos de sus protagonistas, ha escrito obras de este tipo acerca de Diego Rivera y su primera esposa, Angelina Beloff, Quiela. O sobre Tina Modotti. O Leonora Carrington. O Lupe Marín.

Su propia vida es la de una mujer que, aunque procedente de la aristocracia y muy bien relacionada con la élite mexicana (parientes suyos fueron la poderosa y rica familia Iturbe y Guadalupe Amor), ha tenido que luchar para hallar su hueco en un mundo lleno de prejuicios y doblemente machista, donde hacer alarde de virilidad es casi obligación entre los hombres, o lo ha sido en el pasado, a pesar del alto número de homosexuales entre artistas y literatos que ha tenido el país, desde el grupo Contemporáneos hasta acá.

Pero además de vidas singulares, la mexicana ha recreado hechos históricos como los que sacudieron su país en 1968, que ella contó con tan buen pulso narrativo en La noche de Tlatelolco (1971). El libro ha quedado como el fresco (o mural, ya que hablamos de México), recogido sobre todo a partir de testimonios orales, de aquella matanza desatada contra los estudiantes que fue el motivo de que Octavio Paz, en protesta, dejara su puesto de embajador en la India.

Uniendo ambas orillas (en pares contrastivos de tiempos, continentes, personas), en El amante polaco la autora ha contado parte de la historia de su familia, centrada en la del rey Stanislaw Poniatowski. Se trata de un libro de género híbrido entre la crónica, la historia y las memorias, donde va entreverando en ese Gotha de monarquías europeas del siglo XVIII su personal peripecia desde la llegada a México siendo niña, en una inteligente estructura en paralelo. Si a veces fatiga tanta corte, tanta hagiografía laica del antepasado polonés, idealizado e ideal como un nocturno de Chopin, las partes autobiográficas se agradecen por la sinceridad, la sencillez alejada de la pompa palaciega y los datos y retratos a vuelapluma de Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco o Paz, entre otros (de Fuentes se narran momentos de cuando escribía La región más transparente, la gran novela sobre la Ciudad de México, uno de los escenarios, junto con Varsovia y Moscú, de la trama). Además, la autora revela sin dar nombres cómo fue madre soltera en una relación que acabó en violación por parte de aquel al que vela con el apodo escueto de El Maestro. Luego, en declaraciones a la prensa, quedó claro que este era Juan José Arreola, veinte años mayor que ella y a la sazón hombre casado y con hijos (también ha salido a la luz que el de Zapotlán tuvo un comportamiento parecido con Tita Valencia, autora de Minotauromaquia).

Ya había contado Poniatowska la historia de su vida, de manera oblicua, en la novela La flor de lis, donde los hechos narrados se corresponden más o menos con los de su biografía, la cual además de interesar por sí misma es atractiva por las muchas otras con las que se ha cruzado. Eso no impide la humildad ni los rasgos de humor, como cuando en el prólogo de este El amante polaco agradece a Rubén Henríquez que leyera capítulos del mecanoscrito: «Rubén se desveló varios fines de semana para repartir puntos, comas, comillas y signos de exclamación que acostumbro echar con un salero con la esperanza de que caigan en su lugar».

La Premio Cervantes de 2013 ha manejado una bibliografía vastísima de la que da cuenta, no para apabullar pero sí para reconocer sus deudas, y así el prólogo tiene algo de quête. Entre esos libros destacan las propias memorias del Rey, ilustrado en tiempos turbulentos y pobre de pedir, casi, en la impotencia de ser monarca de un reino menguante muy mal consolidado y con numerosos enemigos, cada cual a su botín o concertados: Prusia, Rusia y Austria. El epíteto de «amante polaco», en fin, muestra muy aceradamente el destino de tantas relaciones amorosas (en este caso, con la Emperatriz rusa Catalina la Grande): primero el fuego y luego la ceniza.