Jonathan Galassi
Musa
Traducción de Jaime Zulaika
Anagrama, Barcelona, 2016
240 páginas, 19.90 € (ebook 13.99 €)
Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida, dice la letra de una conocida canción. El lugar al que regresa Jonathan Galassi (Seatle, 1949) en su novela Musa –su mundo de ayer, añorado e idealizado (a su satírica e irónica manera)– es el mundo editorial neoyorkino tras la Segunda Guerra Mundial y hasta los años ochenta, antes de la revolución digital. En él un joven Paul Dukach, que puede asemejarse a Galassi en sus inicios en la profesión, trabaja como editor jefe en las oficinas algo destartaladas de una de las editoriales más prestigiosas de su tiempo, Purcell & Stern, una editorial independiente con gran olfato para el talento y el éxito, poblada de personajes exuberantes, apasionados, amantes del libro e incluso de la propia industria del libro –competitiva, mitómana, codiciosa– de un modo que probablemente ya no exista. Tiene el sabor de otro tiempo. Al frente de la editorial está Homer Stern, un tipo inteligente, astuto, mujeriego, vulgar e inmensamente chismoso que «en la oficina se parecía bastante a Enrique VIII, o quizá a Iósif Stalin», y cuyo rival es otro de los grandes editores del momento: Sterling Waingwright. Ambos comparten una obsesión: la veneración sin matices por la poeta Ida Perkins, figura mítica de las letras norteamericanas, cuya belleza, vida escandalosa y obra excelente hacen de ella una suerte de musa. Ida es una invención, al contrario de los hombres que revolotean a su alrededor, inspirados en personas reales.
Musa es entretenida, ágil y mordaz. Es una novela fetichista de una época, un viaje a las oficinas, conversaciones, ferias y encuentros entre editores y escritores en el Nueva York de hace unas décadas. Tiene una atmósfera próxima a la que vemos en películas clásicas como, por ejemplo, Primera plana de Billy Wilder, con personajes carismáticos e infames pero desbordantes de vida (¿recuerdan al incorregible Walter Burns, el director del periódico Chicago Examiner encarnado por Walter Matthau?). A un tiempo es una sátira –la descripción de la feria de Frankfurt como un multitudinario estercolero es un capítulo muy logrado– y un homenaje, porque bajo la crítica subyace la fascinación. Galassi ama ese mundo, imperfecto, tramposo, pero a sus ojos deslumbrante. Con nostalgia afirma que el encuentro de Frankfurt ya «no es tan divertido como solía ser, ahora está todo basado en el negocio y no tanto en aquellos grandes personajes que pululaban por allí», aunque no vacila en admitir que «sí, era un poco así, todo lleno de burgueses y ladrones».
La novela comienza así: «Ésta es una historia de amor», y cuando de amor se trata no podemos apelar a objetividad alguna sino acompañar el embeleso del otro desde la curiosidad o incluso desde el desconcierto. Esta pasión está reforzada por el hecho de plasmar un mundo ya inexistente, fagocitado por la eclosión de las grandes corporaciones –el gigante de Amazon– y la revolución digital. «Quizá existen todavía, en la clandestinidad, en algún lugar, adoradores secretos del culto a la palabra impresa». En Musa nos asomamos no tanto a ese culto (me atrevería a contradecir aquí a su autor) como al culto hacia aquellos que orbitan en torno a la industria del libro: poetas, traductores, editores. Un aire de veneración algo pueril recorre la novela, una suerte de idolatría hacia los aspectos más humanos –demasiado humanos– de estos personajes: «Había llegado a comprender que los escritores eran como todo el mundo, salvo cuando aún lo eran más».
Galassi se ha tomado su tiempo antes de decidirse a escribir esta novela y, una vez escrita, la ha dejado reposar hasta estar seguro de ella. No hay una edad determinada para escribir el libro que uno debe escribir. A veces, fruto de un continuado amor por la literatura, surge un prudente novelista que ha sabido no precipitarse hacia publicaciones que pudieran ser meras tentativas y nos ofrece, con más de sesenta años, una buena primera novela. Si bien hasta ahora era conocido fundamentalmente por su labor como editor –aunque también es autor de tres poemarios y traductor al inglés de la poesía de Leopardi y de Eugenio Montale–, ha sorprendido a sus sesenta y seis años con esta chismosa novela en la que si el lector está familiarizado con el mundo editorial neoyorkino o ha leído Hothouse de Boris Kachka –la biografía de la prestigiosa editorial Farrar, Straus & Giroux–, puede reconocer a algunos escritores y editores relevantes bajo nombres ficticios. Y es que Galassi conoce bien los entresijos de esta industria, ya que empezó su carrera editorial en Houghton Mifflin, en Boston; de ahí pasó a Random House, en Nueva York, de donde fue despedido por ser «demasiado comercial», y finalmente, en 1985, fue rescatado por Farrar, Straus & Giroux por el legendario editor Roger W. Strauss (1917-2004), uno de los últimos grandes hombres de la edición, quien fundó la compañía en 1946 y la dirigió durante casi seis décadas hasta 2002, fecha en la que Galassi, su delfín, se convirtió en su sucesor. Ha sido el editor de Jeffrey Eugenides y Jonathan Franzen y afirma que le «hubiera gustado publicar a Elena Ferrante. Y a Svetlana Aleksiévich». Es de esta última experiencia editorial de donde se nutre para esta novela de ficción tan cercana a lo que debieron ser las oficinas de FSG bajo la dirección del mítico Strauss.
Strauss fue muy culto y extraordinariamente carismático. Atrajo a su editorial a los mejores autores del siglo xx cuando todavía eran prácticamente desconocidos. Es abrumador el número de premios Nobel en su catálogo, desde Herman Hesse, quien lo obtuvo en 1946 –año en que se fundó la editorial–, hasta Seamus Heaney, pasando por T. S. Eliot, Isaac Bashevis Singer, Joseph Brodsky, Czesław Miłosz, Salvatore Quasimodo, Alexandr Solzhenitsin, Pablo Neruda, Elías Canetti, Camilo José Cela, Nadine Gordimer, Derek Walcott y muchos más. Además de los premiados con el Pulitzer, el National Award y un sinfín de galardones. Jorge Herralde cuenta de él que era «todo un personaje, larger than life, tan respetado como temible, con una lengua mordaz y un humor sarcástico que desenfundaba con la rapidez del más experto pistolero». Fácilmente reconocible bajo el editor de P&S –una editorial «especializada en premios Nobel»– Homer Stern («Stern era el último de los editores caballeros independientes, vástagos de las fortunas de la Revolución Industrial que habían decidido gastar lo que les quedaba de la herencia en algo que les divirtiera y que quizá también, en general, valiera la pena»). También están presentes en el libro, con nombres ficticios, el editor James Laughlin o escritores como Susan Sontag, con quien se dice que Strauss mantuvo un romance.
El atractivo de esta satírica disección del mundo editorial es que nos acerca a un sugerente pandemónium, tan seductor como abyecto, en el que conviven pasiones de toda índole: mitomanías, traiciones, capitulaciones. Homer y Sterling se mueven en ese mundo como peces en el agua sosteniendo un hábil equilibrio entre la pasión lectora y la destreza financiera, manejando con pericia egos y, sobre todo, divirtiéndose –y divirtiéndonos– con ese circo en el que cada persona –vista un poco como si fuera el actor de una comedia bufa– cumple un rol en este estimulante engranaje de agentes literarios, editores parásitos, autores instalados en la conciencia de su excelencia, comerciales acomodados en la aceptación cínica de «él me miente y yo le miento», un fango a todas luces ruin pero en el que Galassi se regocija con embeleso. No deja de ser el mundo, imperfecto pero atrayente, de los editores como guardianes de la cultura y de los escritores como héroes de los editores, en palabras de Galassi. No pretende mostrar un mundo editorial ejemplarizante ni se le ocurre aspirar siquiera a ello, es una suerte de mitomanía hacia un mundo de fieles lectores, de coleccionistas, una época en la que «los libros eran libros, con las tapas pegadas o incluso cosidas, con cubiertas de papel o de tela, con sobrecubiertas preciosas o no tan preciosas y un maravilloso olor a polvo, a moho». Es una reverencia hacia escritores y veneradores de libros, parroquianos en vías de extinción del culto a la letra impresa, que son para Galassi los «sumos sacerdotes» de la idolatría que se profesa en Musa, «rehuidos y considerados sospechosos por el populacho pero idolatrados por los fieles iniciados».
La lectura de esta novela –algo frívola quizá en su regocijo en el chisme– supone un sabroso bocado a un placer bastante corriente, el de asomarse a los vicios ajenos, a la psicología social de un conjunto de variopintos personajes enredados en el entramado del mundo (editorial). A propósito de este malicioso deleite exclama con desparpajo un personaje de la novela: «¡La comedia humana! Me mantiene joven».