Alaíde Ventura Medina
Entre los rotos
Tránsito, 2021
248 páginas
POR PURIFICACIÓ MASCARELL

La familia, y cómo construye o destruye a los individuos, es uno de los grandes temas de la literatura, o sea, de la historia de la humanidad. Y nunca agota sus variantes y derivas. Ahí está el célebre inicio de Anna Karénina, como una invitación inclemente a que cada lector piense de qué manera «única» su familia no es perfecta, no es una familia feliz. De estas cuestiones se ocupa la autora mexicana Alaíde Ventura Medina en su último libro, Entre los rotos (Tránsito, 2021). Un ejercicio de memoria íntima a partir de los recuerdos familiares, la infancia y la primera juventud de la narradora, con el objetivo de definir las líneas de rotura de un matrimonio y sus dos hijos. ¿La causa de tal cisura? La violencia patriarcal ejercida por un padre egoísta, insensible y dominante.

Aviso para los devotos del doble check en lo que viene denominándose autoficción —que no es otra cosa que ficción, claro. Dice Ventura sobre Entre los rotos en una reciente entrevista: «La protagonista no soy yo del todo. Es un juego de posibilidades. Es un yo hipotético. Lo que tiene mío es mi voz, mi razonamiento y muchas de mis confesiones pero la historia familiar no fue como la mía. Aunque hay una resonancia, tiene un aire a mi vida. Pero es como un mundo paralelo». En este mundo paralelo, y a partir de una bolsa con fotografías conservadas por su hermano Julián, la narradora va perforando las capas del pasado hasta sacar a flote unos pedazos de historia. Estos trozos dispersos y sangrantes requieren de un delicado trabajo de sutura, de un pegado especial, de una cohesión que pronto se revela imposible. Por eso este relato desmembrado solo podía contarse de una forma: fragmentariamente. Y por eso este libro se organiza a base de teselas textuales, de una extensión que varía de las pocas líneas a las dos o tres páginas. 

A través de estos fragmentos, conocemos unas vidas en minúscula deterioradas por la imposibilidad de comunicación y de encuentro con el otro, más dolorosa si cabe entre los miembros de una familia. Lo que no se dice, lo que se esconde, lo que se enrarece. Freud decía que «lo ominoso» es aquello que, debiendo permanecer oculto, acaba por salir a la luz. También decía que «lo siniestro» se configura cuando lo familiar se torna extraño o lo extraño se vuelve familiar. Bien. Pues algo de todo esto está presente en la historia despiezada que nos muestra Ventura, narrada con un lenguaje aséptico, directo, dotado de un halo poético que proviene, precisamente, de esa desnudez y pureza expresivas. El acercamiento a la figura del padre-tótem-aplastante en la literatura contemporánea dispone de un manantial inagotable: la Carta al padre de Franz Kafka —escrita en 1919, pero publicada en 1952. Toneladas de represión, miedo, incomprensión y rabia expresadas de la forma más elegante y pulcra posible. Un desnudo emocional en el que poder identificarnos todos. Sería interesante confrontar el texto del checo con el de la mexicana. 

La espita por la que se cuelan las historias de dominación y violencia doméstica se abre cada vez con menos reparos en el sistema literario, sobre todo gracias a la creciente publicación de textos de autoría femenina. Dentro de este corpus, el olfato crítico no tarda en detectar una pulsión: la necesidad de exponer las cicatrices que imprime una infancia marcada por el horror. Contarla, otorgarle forma literaria, parece el mejor bálsamo para restañar las heridas. Una especie de exorcismo a través de la escritura. Así ocurre en Entre los rotos, pero también en otro libro que acabo de leer con la respiración contenida: Caer es como volar, de la holandesa Manon Uphoff (Gatopardo, 2021), una novela brutal sobre los abusos sexuales de un padre a sus hijas y las hondas huellas que les deja como herencia. Más: en La familia grande (Península, 2021), la jurista Camille Kouchner desvela cómo su hermano gemelo fue víctima desde los trece años de abusos sexuales por parte de su padrastro, un famoso politólogo. Y cómo aquel delito ha condicionado sus existencias adultas.

También Julián, víctima de la mayoría de golpes y vejaciones del padre, queda noqueado de por vida. Levantará una muralla de silencio para aislarse mientras su hermana mayor, la narradora, preferirá atrincherarse tras la palabra. No en vano, su relato está salpicado de definiciones personales sobre palabras clave: «Miedos: el silencio, el ridículo, la soledad, lastimar a un ser querido, la muerte, papá» o «Equipo: familia, tribu, aldea, clan. Equipo es el conjunto de personas en quienes se puede confiar. Mi equipo puedo ser yo misma. En ese caso la batalla es contra todos». También el libro está cuajado de listas, en un intento de ordenar el caos: «Lista de los mejores platillos de la abuela», «Algunas formas en las que papá me hirió», «Motivos por los cuales Memo y yo peleamos», «Mi hermano nunca me dijo que me quería. En cambio, hizo estas cosas»… Vivir es, sobre todo, acumular, cosas buenas y cosas malas. Asimismo, Ventura esculpe frases que devienen máximas: «La primera guerra a veces es la casa. La primera patria perdida, la familia» o «La culpa es una enfermedad de tratamiento complicado». Y, en medio de tantas palabras, el silencio de Julián. La muesca, el efecto, la metáfora. 

El origen mexicano de la autora de Entre los rotos sirve para ubicar esta intrahistoria de violencia y dolor en un contexto social de idéntica violencia e idéntico dolor colectivos. En la misma entrevista antes citada, Ventura afirma: «[Los mexicanos] estamos en una situación de violencia extrema que, por desgracia, hemos normalizado porque ha sido tan constante y tan avasallador que ya ni siquiera la vemos. En México asesinan a diez mujeres al día y muchas de ellas son niñas. Tenemos una tasa altísima de violencia por todos lados: violencias derivadas de la trata, derivadas del narco y también lo que antes se conocían como crímenes pasionales, que ahora están tipificados como feminicidios». Los personajes de su novela están atrapados en un mundo violento, donde las parejas se gritan y golpean con normalidad —también la narradora será violenta con su novio, reproduciendo lo que ha visto en casa desde pequeña— o viajar en metro de buena mañana puede convertirse en una desgracia. El padre con el cinturón presto para azotar al hijo no es más que el reflejo de unas estructuras de poder podridas, machistas y basadas en el terror más salvaje: «Papá me lastimaba sin tocarme. Me tenía amarrada con una correa invisible que podía jalar cada vez que quisiera».

La madre de la narradora, una mujer desvaída y anulada, se dedica a recoger animalitos perdidos de la calle, a cuidarlos y protegerlos con mimo. Esos gatos, perros o pájaros no son más que otro reflejo: el de ella misma y sus hijos a expensas de un gigante que los empequeñece y asfixia poco a poco. Unas vidas destinadas al olvido que, gracias al arte para hilvanar recuerdos, vivencias, frases e instantes, perviven y nos interrogan: ¿hasta qué punto el concepto tradicional de familia es un arma mortal del patriarcado? ¿Cómo podemos aceptar la que nos ha tocado en suerte sin sucumbir? Leer a Alaíde Ventura en su brillante ejercicio de sutura puede darnos algunas respuestas: «Amar es un perpetuo dilema de índole moral y ética. Un ejercicio de reflexión donde no hay respuestas equivocadas. Todos los caminos conducen al sufrimiento». Aunque sean respuestas tremendamente duras.