Valeria Correa Fiz
Hubo un jardín
Páginas de espuma, Madrid, 2022
147 páginas
POR MARÍA CABRERA

Ambas prácticas, escritura y jardinería, responden a un intento de poner orden en el caos. El jardín, el huerto, los parques, los bosques, el paseo, el paseante son materia literaria per se. La analogía entre la naturaleza que nos rodea, el mundo, y la propia del ser humano es uno de los grandes temas (junto al tiempo, el amor, la muerte). Con el título Hubo un jardín, la autora rosarina Valeria Correa Fiz nos presenta siete relatos que giran en torno a un jardín muy argentino (más abajo paso a explicar por qué). Este se complementa, a modo de cierre, con aquel con el que se iniciaba en la prosa: La condición animal, su primer libro de cuentos también publicado en la editorial Páginas de Espuma en 2016. En otros dos poemarios de la autora argentina, radicada en Madrid desde hace años, el jardín (evocador, significativo) es asimismo motivo recurrente, por lo que podemos afirmar que se trata de uno de los elementos principales de su imaginario creador, que en esta nueva obra se erige desde el título mismo.

De todos los libros con los que este podría dialogar, escogería dos: Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón y El elogio de la sombra, de Tanizaki. Con ambos comparte un interés o condicionante estético muy marcado con respecto a su obra. En un plano más esencial, en el ensayo El elogio de la sombra el autor japonés afirma que la belleza es un juego de claroscuros. La sofisticación del pensamiento que busca entender el color de las lacas, de la tinta o de los trajes de teatro japonés tradicional tendría su equivalente en los palacios de sombras, museos, estatuas, flores y criaturas de los relatos de Correa Fiz. Si bien dispuestos con empeño, ternura y dedicación (como ha de cuidarse un jardín propio), no dejan de estar a la intemperie, atravesados por lo imprevisto, a veces lo terrorífico, cuanto menos lo inquietante. Un jardín bonito necesita que llueva. El peligro, como la belleza, no se puede controlar porque no se entiende. La sombra, apuntó Tanizaki, también puede arrojar luz. En esa disyuntiva radica la búsqueda formal de la autora.

Por su parte, la influencia de Velocidad de los jardines, uno de los libros de cuentos más reconocidos de los últimos cincuenta años en nuestra lengua, en este Hubo un jardín, es cristalina. Eloy Tizón, maestro de escritores como la propia Valeria Correa Fiz, profesora a su vez de talleres de escritura, probablemente haya dejado su impronta en esa otra faceta que también forma parte de los textos. Los relatos de este libro se definen en su contraportada como magistrales. Se aprecia un salto cualitativo con respecto a su primer libro de relatos. Se deja notar la construcción minuciosa de cada uno, llevada a cabo con herramientas precisas, de taller de orfebre, afiladas, cortantes. Se adivina un trabajo de aplicada y perseverante corrección a fin de lograr, en primer lugar, la atmósfera de negrura deseada de la que poder extraer, a continuación, un hallazgo, un secreto, un brillo, una intensidad concreta. 

El conjunto de relatos funciona como obra fragmentada. En todos ellos se mantiene la tensión narrativa, unos escenarios y circunstancias ordinarios, si bien nunca lo llegan a ser del todo (los culos como foco de la acción, un encierro en una cámara frigorífica, una adolescente embarazada…) en los que pasa algo inusual, una lectura ágil con toques de humor que dejan poso. Pero el tono, la intención expansiva de hacer memoria, de construcción de personajes, el planteamiento de apertura en unas historias que conducen o remiten a otras, una estructura repetida en los primeros cuentos, las direcciones a las que apunta desde ese verbo en pasado que implica lo perdido, lo que hubo y ya no, ese espacio metafórico, amplio y lleno de acepciones que es el jardín en el que cada cual siembra sus historias (y mira, inevitablemente, hacia el futuro), todo ello podría sugerir una despedida del cuento. Ese lugar ya transitado. Y lo hace a través de su ficción más personal. 

El libro traza un arco desde el relato Así en tu cuerpo como en el mío, el más breve del conjunto, que logra su justa medida y ejecución; una píldora condensada de intimidad, angustia y golpe de efecto en la que la luz y la oscuridad, lo comprendo ahora, pueden habitar un mismo pliegue, hasta el más extenso, El invernadero de Eiffel, el relato troncal. No es casual. El invernadero es esa construcción humana dentro de un jardín, refugio frente a la inclemencia exterior, desencadenante de lo que va a pasar, lugar desde el que domar lo salvaje. También útero en el que crecerán pequeños brotes. En la mayoría de los cuentos, la narradora-testigo remite al momento de su pasado en el que sucedió algo que le hizo perder la inocencia, justo antes de que todo cambie para siempre. El invernadero de Eiffel tiene un mayor desarrollo de los personajes, femeninos, y sus relaciones afectivas. Descubrimos las preocupaciones de la autora. La resistencia íntima revelada. Lo más físico, el lenguaje del cuerpo. La narración se desplaza como esas hendiduras en la carne hacia una misma. ¿Quién no desea acaso lo que ha desaparecido? Más allá de contextos y experiencia de vida, acaba hablando desde un lugar de género consciente, palpable. Quizás una próxima novela. 

Volviendo a los relatos, lo destacable no es lo que se cuenta sino el camino que recorren. Los giros y recovecos, la mirada puesta en otra cosa. El orden de lo invisible. Sitúa en un mismo nivel lo extraordinario y lo cotidiano. Una propuesta de tintes líricos y frases disparadoras de emoción para enseguida anclar lo sublime a la realidad. Una marca de estilo que, en algunos momentos, le hace perder fuelle. En Las comisiones, por ejemplo, el relato abre de una forma poderosa: «La noche me dura demasiado. No quiero cerrar los ojos; tengo miedo de soñar», pero enseguida toda fantasía se diluye al situarnos en una consulta médica, al amparo de las preguntas del psicoanalista. Personalmente me gustaría volar un poco más antes de bajar a tierra. 

Hubo un jardín está escrito en un momento de madurez vital. El lugar de origen (del que una es y se marcha) tiene una presencia totalizadora. En su caso, se pierde no solo por el paso del tiempo sino por el cambio de país. Las alusiones a la provincia de Córdoba, Rosario, Buenos Aires omnipresente, el río Paraná que representa el pasado donde fue feliz. Escribo de lo devastado, dice. La necesidad de poder explicar esa nostalgia, entender, nombrar lo que debe ser salvado. Se regresa también con el lenguaje: coloquial, de allá, más acentuado, de naturaleza más extrema. El territorio la entronca con unas tradiciones, temas y realidades y la conecta con otras escritoras y corrientes (el gótico latinoamericano, por ejemplo), cuyos libros convergen en acontecimientos, herencias, influencias, circunstancias sociopolíticas, formas de organización, etc., que comparten algo cultural y estructural de base, en un intento por desentrañar su complejidad. 

En Hotel Edén, la autora se pregunta: ¿Es un jardín cuando las estatuas están rotas? El carácter vivo implica el desgaste, la erosión, la ruptura, la destrucción. En la piel, las cicatrices. Dicotomía jardín-cuerpo. Y cae la noche, se oyen lamentos animales. Sale de la casa, atraviesa el espacio vedado donde se da una extraña convivencia, breve e intensa, despojada, donde hay una posibilidad de escapar, de soñar despierta, de dejar que las cosas pasen. ¿Cuál es el lugar extranjero? Correa Fiz construye desde España los relatos de ficción de su memoria argentina. Podemos, o no, leerlo desde ahí. ¿Qué extraemos? ¿Cómo ven España los que han llegado hasta acá? Porque el libro también contiene eso. La comparación inevitable. Venir de otro sitio obliga a mirar diferente, armar otros pactos, libera de cargas y disimulos. Un punto de vista del que surgen asociaciones e interpretaciones de la lectura. Y, sin duda, desde el que escribir.