«Me permitieron asomarme al otro lado del océano y me forzaron a superar mi aerofobia, que en los meses previos al viaje me tuvo en vilo y trajo de cabeza a unas cuantas personas queridas y próximas. Lo que sigue es una transcripción no siempre fiel de algunas notas apresuradas que tomé a lo largo de aquel periplo por Paraguay, Argentina y Uruguay»
POR MIGUEL BARRERO
En septiembre de 2019 visité por primera vez América. Lo hice después de que un comité formado por Luisgé Martín, Laura Revuelta, Ernesto Pérez Zúñiga, Cristina Sánchez Andrade y Javier Serena me incluyese en el programa 10 de 30 de la AECID, orientado a la promoción de la literatura española en el exterior. Con todos ellos tengo contraída una doble deuda: me permitieron asomarme al otro lado del océano y me forzaron a superar mi aerofobia, que en los meses previos al viaje me tuvo en vilo y trajo de cabeza a unas cuantas personas queridas y próximas. Lo que sigue es una transcripción no siempre fiel de algunas notas apresuradas que tomé a lo largo de aquel periplo por Paraguay, Argentina y Uruguay en el que fui de acá para allá dando conferencias e impartiendo talleres de escritura —tengo que agradecer su complicidad y sus desvelos a Fernando Fajardo, Luis María Marina y Ricardo Ramón Jarne— al tiempo que, paso a paso, iba descubriendo un continente.
Asunción. Un río serpentea entre arboledas al otro lado de la ventanilla. El avión se aproxima a tierra, se van disipando las brumas con que han embotado mi conciencia los somníferos. El agua discurre mansa y dubitativa e intento retener cada uno de los meandros que tejen su camino para que el olvido no dilapide mi primera visión de un continente. He despegado a las dos de la mañana de Madrid y son las siete cuando aterrizo en el Silvio Pettirossi. Han transcurrido en el aire cinco horas que son en realidad once, y se sienten los estragos de los meridianos y la aerofobia. Asunción se presenta ante el recién llegado luciendo su disfraz: un rutilante skyline de vocación pluscuamperfecta que se perfila, rimbombante, allá al fondo, contra el cielo, para ocultar bajo su oropel los estigmas de una verdad nada fotogénica, la resignación de un pueblo forzado a hacer de la necesidad virtud para no sucumbir ante los oprobios de la historia. «¿Y qué venís a hacer al Paraguay?», me pregunta alguien que da por hecho que aquí nunca puede venir nadie a hacer nada. Todo parece discurrir en sordina, también la relación que mantienen el pasado y el presente. Frente a mi hotel, un pequeño parque recuerda a las víctimas de la última y longeva dictadura; fueron varios miles, pero solo se ha localizado e identificado a cuatro, y sus nombres penden de unas lápidas en las que nadie repara demasiado, quizá por no resucitar viejos temores, como si fueran el mero recordatorio de una desgracia conocida para la que no cabe ya encontrar remedio. Justo al lado se levanta el Palacio de López, la mansión presidencial, y se encoge el alma al saber que quien la ocupa ahora es uno de los descendientes de quienes gobernaban entonces. El descubrimiento no me impacta tanto como la historia de Chacarita, un poblado chabolista que se extiende a lo ancho de la amplia vega que forma el río Paraguay: en tiempos de inundaciones, las autoridades lo desalojan y, en vez de instalar a sus inquilinos en unas viviendas sociales que no existen porque ningún gobierno las ha querido levantar nunca, les permite levantar en la plaza que separa el edificio legislativo de la catedral un racimo de cabañas endebles y ateridas para que se hacinen en su interior a la espera de que remitan las lluvias. Se imposta así una caridad inexistente para infligir otra humillación a los desposeídos, que palpan su sometimiento a los poderes terrenos y celestiales y recuerdan el yugo que los ata permanentemente a un destino para el que nadie ofrece escapatoria. El espanto brota y se acentúa a lo largo de los días, que se disuelven en una rutina amable y solitaria, pero también sacudida por la irrupción de ese sur del que apartamos la mirada y cuya desnudez se manifiesta a su alrededor con una crudeza que no admite disimulos. La descompensación horaria tiñe con su nebulosa los contornos de una realidad que va arrojando estampas inconexas que solo al engarzarse encuentran algo parecido a un significado. Hay una perrita abandonada que me saluda todas las mañanas, cada vez que paso por la calle Palma; hay niños que van medio desnudos por la calzada, jugándose la vida entre los coches, para vender fruta fresca a los automovilistas; hay un taxi destartalado que me lleva a toda velocidad por calles descascarilladas; hay hombres y mujeres de tez morena que llevan la tristeza colgando de sus ojos; hay una rara determinación colectiva de intentar salir adelante, por más que no parezca haber un mañana hacia el que dirigirse. Hay también unos atardeceres bellísimos e inmediatos que observo desde la ventana de mi cuarto, cuando el sol se precipita tras las montañas que se atisban muy al fondo, al otro lado del río, y una quietud de morgue domina la ciudad exhausta. La luna acude a mecer las esperanzas frustradas y en el cuarto de baño el agua que se va por el desagüe gira al revés.
En un velador de La Biela, Borges y Bioy mantienen una conversación que nadie escucha. A las puertas del restaurante, en cambio, Leo Messi concita la admiración y los parabienes de transeúntes y turistas. No muy lejos, en el cementerio de Recoleta, la sepultura de Evita recibe a cientos de personas mientras un ángel niño dormita acurrucado en un panteón de apellidos intrascendentes
Buenos Aires. En un velador de La Biela, Borges y Bioy mantienen una conversación que nadie escucha. A las puertas del restaurante, en cambio, Leo Messi concita la admiración y los parabienes de transeúntes y turistas. No muy lejos, en el cementerio de Recoleta, la sepultura de Evita recibe a cientos de personas mientras un ángel niño dormita acurrucado en un panteón de apellidos intrascendentes. Me pregunto si no conformará esa rara conjunción de memoriales —dos escritores, un futbolista, una primera dama— una sucesión de versos desnortados que andan en busca de una canción que los hilvane. Todas las ciudades necesitan un relato en el que reconocerse, mucho más si se han construido a trompicones en tierra de nadie, si su identidad resulta de una suma aleatoria de eventualidades azarosas que solo algún designio inescrutable quiso consumar sobre un mismo suelo. Quizá por eso Buenos Aires es tan excesiva en todo, especialmente en sus mitomanías, que al pisarla por primera vez uno se pregunta si hay manera de abordarla sin dejarse arrastrar por los tópicos, si aún cabe la posibilidad de verter sobre ella una mirada propia e imparcial, una interpretación que se aleje de las muchas que se le han hecho y la convierta en algo distinto sin desmerecer la lealtad a unas esencias que probablemente sean el pilar fundamental de su ficción. En el centro de la Nueve de Julio, el célebre obelisco se iza como un mástil de la argentinidad y aconseja abandonar toda esperanza: no hay palabras suficientes para describir el porqué de esta metrópoli que se sueña europea y anhela ser una sucursal del viejo mundo en el último confín de América, por más que ni quiera ni pueda evitar que su vértigo desmienta la engañosa armonía haussmaniana que adorna unas cuadrículas en torno a las que desenvuelve la vida su espiral de ruido y furia. Así pues, no hay más opción que rendirse y dejar que sea la ciudad la que nos envuelva y dicte las normas a las que ha de plegarse el forastero, que se demorará por la bohemia de San Telmo a fotografiar postales que anticipan su nostalgia, y se asomará a los andenes de Retiro para tratar de escudriñar el secreto de sus ojos, y se adentrará en las frondosidades del Parque Lezama por ver si entre sus senderos da con alguien que le instruya en los misterios de los héroes y las tumbas. Es tan inabarcable Buenos Aires que solo se la descubre a jirones —la silueta del Luna Park recortándose decrépita ante los rascacielos de Puerto Madero, los quioscos de flores que pueblan las aceras en pleno génesis primaveral, las librerías abiertas a horas intempestivas con sus estantes cargados de promesas que quedarán incumplidas, los cambistas de moneda que ofrecen precios ventajosos a costa de la delirante devaluación de la moneda nacional, un vestíbulo infernal en la Avenida de Mayo, el Pensador de Rodin dando la espalda al edificio del Congreso en una acabada metáfora política, los manifestantes que aquí y allá se apiñan con un furor que vuelve incomprensibles las consignas que profieren— y no se evade la impresión de que, por mucho que uno la vaya conociendo, siempre quedarán zonas de sombra. Ambiciosa y turbulenta y descreída, tan pronto cumple escrupulosamente los requisitos que se le exigen como sume en el desencanto a quien cree haberle tomado la medida. Lo compruebo en mi visita al barrio de La Boca, al ver cómo una tanguista intenta timarme siguiendo el nada original método de ensalzar mis atractivos, y también cuando salgo en busca del 348 de Corrientes para descubrir que las nieves del tiempo han hecho su trabajo y el edificio de apartamentos clandestinos al que cantó Gardel se ha visto sustituido por un garaje. Nada sorprende demasiado porque todo aquí es provisional y eterno, como el amor y las ensoñaciones, y Buenos Aires es pura incertidumbre elevada a la categoría de símbolo, merced a la osadía desnortada con que va afrontando su paso por la historia. Es esa fuerza la que la mantiene viva y libre, la que imposibilita cualquier intento de marcar el compás que oriente sus latidos. Me lo apunta el taxista que, a las tantas de la madrugada del domingo, me lleva de vuelta al hotel tras una noche trepidante y excesiva: «Vos creés que estás entrando en Buenos Aires, pero es Buenos Aires la que está entrando en vos.»
Montevideo. Hay un hombre pescando en la Rambla. Su caña se apoya en lo que parecen los restos de una antigua fortificación y él enciende un cigarrillo y mira al frente con aire despreocupado, como si careciera de importancia la posibilidad de que algún pez mordiese el anzuelo, como si lo único importante fuera estar ahí porque hay que estar. Lo miro desde el salón del hotel en el que desayuno. Lleva una gruesa cazadora de piel y va tocado con un gorro de lana. El invierno ha venido de visita, un cielo plomizo se ha plantado sobre la ciudad con el amanecer, la niebla ha ido descendiendo poco a poco hasta casi rozar los adoquines y ahora una tempestad irrumpe con estrépito en la tranquilidad de la mañana inane. La silueta del pescador se desvanece poco a poco, difuminada por las lágrimas que empiezan a recorrer el exterior de los ventanales, y llega un momento en el que ya no se ve el paseo, ni el río, ni el pescador. He dormido poco y mal, estoy cansado y tengo el ánimo embotado por la amargura anticipada de la despedida. En la tarde de ayer, mientras caminaba aterido por la Dieciocho de Julio y buscaba un café en el que guarecerme del diluvio que acechaba, me preguntaba si es posible sentir nostalgia por algo que aún no se ha abandonado. «América engancha», me dijo una persona muy querida cuando estaba a punto de emprender el viaje que concluirá mañana, y vuelvo a escuchar su advertencia ahora que me asomo a la ventana de mi cuarto y veo la torre del edificio de Correos elevarse sobre los tejados de la Ciudad Vieja, la misma cuyas penumbras arroparon mi desembarco nocturno en un ferri atestado de pasajeros silenciosos, ésa que recorro cada mañana y cada tarde para atender las escasas obligaciones que me quedan por cumplimentar aquí antes de volver a España.
Encuentro un tenue parecido entre Montevideo y Lisboa: las dos brotan como flores imprevistas en la desembocadura de un río, y ambas carecen de la presuntuosidad que caracteriza a otras urbes de su estilo. No exhiben su plumaje ante el recién llegado ni incurren en falsos alardes con el fin de epatarlo, sino que dejan que sea él quien descubra poco a poco, al recorrerlas, la belleza lánguida que sale al paso en recovecos imposibles, en jardines inesperados, en soportales que resultan ser algo más que un mero alivio para el tránsitos
No he podido recorrer Montevideo todo lo que me hubiese gustado, porque el frío y el viento y la lluvia han tomado la ciudad y cada vez que salgo a la calle con mis ropas veraniegas me siento igual que un polizón atrapado en un naufragio sin opción de escapatoria. He dejado que las horas transcurriesen entre la preparación de las clases que imparto, las charlas ante los alumnos que tienen a bien ocupar sus tardes con mis explicaciones y breves salidas en busca de una farmacia donde adquirir aspirinas o alguna librería en la que fisgar esa clase de libros que, por más que estén escritos en mi idioma, solo se encuentran a diez mil kilómetros de casa. Me he dejado conducir hasta los andenes de la vieja Estación Central, hermosa y abandonada al pie de una encrucijada portuaria, y he entrevisto al filo de la medianoche, desde la ventanilla de un coche, las arboledas del Parque Rodó, el perfil del faro de Punta Carretas, la promesa esotérica del Castillo del Alquimista. Encuentro un tenue parecido entre Montevideo y Lisboa: las dos brotan como flores imprevistas en la desembocadura de un río, y ambas carecen de la presuntuosidad que caracteriza a otras urbes de su estilo. No exhiben su plumaje ante el recién llegado ni incurren en falsos alardes con el fin de epatarlo, sino que dejan que sea él quien descubra poco a poco, al recorrerlas, la belleza lánguida que sale al paso en recovecos imposibles, en jardines inesperados, en soportales que resultan ser algo más que un mero alivio para el tránsito. Montevideo se mece en una luminosidad cenicienta y atlántica, adormece sus quehaceres en el sosiego y preserva un cierto deje provinciano que la hace inusualmente acogedora. Cuando la lluvia remite, los ancianos corren a sentarse en los bancos que hay dispuestos frente a la catedral o en la Plaza del Entrevero, y los escolares salen a pasear por Sarandí o se entregan a juegos diversos por los alrededores de la Puerta de San Juan. En las inminencias del crepúsculo, se llenan los cafés y atiendo al murmullo de las conversaciones cruzadas, y me pregunto qué pasaría si me sentara a una mesa yo también y participara de la tertulia y me hiciera pasar por uno más, como si no estuviera aquí de paso y no me fuera a ir enseguida y tuviese un mañana al que aferrarme, un porvenir bosquejado en este paisaje de fachadas ennegrecidas y amistosas. Cuando cae la última noche, las columnatas del Teatro Solís me abrazan en mi regreso al hotel y me asomo un momento a contemplar la mansedumbre insospechada del río que pronto se hará mar. Llega a mis oídos, desde algún lugar que no consigo precisar, el eco de una melodía tristísima y lejana. Aún tengo que preparar el equipaje, pero ya sé que en mi maleta no habrá espacio suficiente para todo lo que ahora me llevo, que es mucho más de lo que nunca aspiré a tener.