Albertina Carri
Lo que aprendí de las bestias
Banda propia
208 páginas
POR DIEGO ZÚÑIGA

No debiera sorprender a nadie —particularmente menos a quienes han visto sus películas— que una cineasta como Albertina Carri (1973) escribiera una novela tan desbordada y compleja como es Lo que aprendí de las bestias —publicada originalmente en Argentina en 2021 y reeditada en Chile por Banda propia en 2023—, y sin embargo ocurre, la sorpresa, el desconcierto, la fascinación ante un libro que se mueve, que retumba, que está vivo. Sí, de la misma forma que en sus documentales y ficciones —imprescindibles para el cine argentino de las últimas décadas—, ahora esos procedimientos insolentes, aventurados, esa búsqueda incansable por darle una nueva forma a lo político, se despliegan en una narración que deambula entre el deseo, la rabia y lo animal. Y en un primer plano, cómo no, el lenguaje, la disputa por encontrar las palabras exactas que le permiten avanzar y retroceder, zigzagueantes, impredecibles, por esta historia. Una historia en la que Carri vuelve a trabajar con algunos de los materiales autobiográficos que le permitieron hacer ese documental extraordinario que es Los rubios (2003) —y que sigue siendo tan urgente como impresionante, ahora, en medio de tantos discursos reaccionarios en Argentina y Chile y en muchos otros lugares—, materiales en que se cruzan su infancia con la desaparición de sus padres en dictadura.

¿Pero quiénes son las bestias a las que hace referencia el título de esta primera novela? Quizá podríamos, los lectores, quedarnos un rato aquí, en esas bestias, en lo que dispara en nuestra imaginación esa palabra: bestias. Al poco andar, a las pocas páginas, vamos a descubrir que esta historia está llena de animales. Hay ratas, caballos, vacas, perros, muchos perros, un pájaro que no tiene alas, una nutria que es atacada por una jauría, un gato que muere ahogado en una bolsa. Todos estos animales y todas las imágenes que evocan esos animales, atraviesan esta novela protagonizada por una cineasta que un día recibe un mail de su hermana mayor, desde París, a quien no ve hace muchos años y quien le cuenta que va a regresar a vivir a Buenos Aires junto a sus tres hijas. Es ese regreso el que va a disparar los recuerdos de la narradora sobre la infancia que nunca terminaron por compartir juntas pero que sí está marcada por la muerte de sus padres en dictadura. La narradora lo dice así: «Siempre fuimos empujadas a ser mayores, la primera patada del primer tipo que entró a nuestra casa de Castelar rompió la puerta y también rompió la posibilidad de ser niñas».

Porque en esta novela, Carri interviene ese recuerdo de infancia y decide narrar la muerte —ya no desaparición, como en la vida real— de esos padres: «Después vimos los cuerpos saltando por el impacto de las balas. Después o antes, no lo sé. La cronología ya había sido destruida. Treinta tipos con uniformes de distintas fuerzas armadas empuñando armas dentro de una casa perturban cualquier temporalidad. Mi hermana tenía once años y yo cuatro. Esa fue la última vez que Lucía y yo nos dimos la mano. Mamá y papá se habían convertido en cadáveres».

Lo que rompió también esa patada fue la palabra «familia». La rompió y dejaron los pedazos ahí, tirados, que cada cual hiciera lo que pudiera con ellos, con esos pedazos con esos restos. La narradora, entonces, con esos restos, haría películas y escribiría un libro, este libro, esta historia.

Pero propongo volver al título, volver a los animales y a esas bestias que uno, pensaría, hacen alusión a esos animales, aunque en realidad, ya después de avanzar en esta historia, uno empieza a dudar si esas bestias no son, en realidad, las personas que se cruzan en la vida de la narradora, que se llama Albertina y que podríamos elucubrar que no es la misma Albertina que firma el libro, es otra Albertina, una Albertina hecha de palabras que piensa, constantemente, en las palabras y en cómo hacer algo con esos pedazos que quedaron tirados en esa casa donde alguna vez formaron la palabra «familia».

Ahora, en el presente de la narradora, hay una familia ahí, acechándola: su hermana mayor y sus tres sobrinas, pero también su perro Tres y una serie de amigas, amantes y amores fugaces que recorren estas páginas, marcadas por un vaivén que le permite, a la narradora, ir contando una buena parte de su vida a través de estos afectos luminosos, que algunas veces se pierden y que en otros casos insisten. Afectos, deseos, rupturas y mucho sexo.

«La linealidad nunca fue mi fuerte, las cosas siempre llegaron desordenadas», anota la narradora como si estuviera consciente de la forma que le va dando a esta historia, y que nunca se regocija en narrar la tragedia que pudo haber marcado su vida, sino más bien decide empujar la narración y permitirnos vivir con ella una serie de experiencias que van desde aprender a andar a caballo como detenerse en una película hermosa y desconocida de Kitano, o la ternura de comprarle en un restaurant, a su perro, un bife con hueso simplemente porque el amor tiene esas salidas que no requieren mayores explicaciones.

Hay una dimensión política en toda esta enumeración. No sólo en esa infancia rota sino en todo lo que vino para la protagonista, lo que implica buscar un lugar en el mundo y saber, más o menos, qué hacer cuando se llega ahí. Y cómo contar eso. Porque ahí la narradora se está jugando muchas cosas. Hay una búsqueda incesante con respecto al lenguaje, a experimentar qué pueden hacer las palabras –y lo que implica narrar con esas palabras— una suma importante de experiencias que sólo y sólo a través de ese lenguaje logran interpelar al lector.

Albertina Carri ha escrito una novela hermosa y desafiante, y profundamente poco cinematográfica… ¿Han escuchado, eso, cierto? ¿Ese supuesto elogio que se le hace a ciertos escritores cuando les dicen: me encantó tu novela, es profundamente cinematográfica? ¿Pero qué significa realmente ese elogio? ¿Se referirá a esos libros que logran convertirse rápidamente en imágenes reconocibles o que saben narrar acciones o que invitan al lector a imaginarse esa historia como una película? Quién sabe. Más bien habría que sospechar de ese elogio, pues las novelas más deslumbrantes que hemos leídos son, muchas de ellas, imposibles de filmar.

Pero lo que habría que decir, una y otra vez, es que Lo que aprendí de las bestias indaga de una manera valiente y muy lúcida en eso que podríamos llamar «lo literario» y que aquello siempre está más cerca de la poesía que de alguna otra expresión artística.

Este libro está lleno de imágenes memorables, sí, pero también de frases que te obligan a subrayarlo y a detener, en ese momento, la lectura, para masticar las palabras y pensar de qué está hecho el lenguaje.

No es azaroso, entonces, que esta novela —que indaga de manera desafiante en la memoria, la violencia y en el deseo— vuelva a circular justo cuando resulta más necesario que nunca enfrentar una serie de relatos que nuevamente están en disputa y darles vida —una nueva vida— a las palabras memoria, violencia y deseo. Volver a pensar esas palabras —como nos invita esta novela— es un acto político urgente, imprescindible.

No quisiera arruinarles la lectura adelantando el final, pero creo que en las últimas páginas de este libro hay algunas señales de ruta por donde podríamos avanzar hacia un lugar que nos permita no sólo comprender nuestro presente político, sino también vislumbrar un camino posible hacia el futuro.