Victor I. Stoichita
El efecto Sherlock Holmes. Variaciones de la mirada de Manet a Hitchcock
Cátedra, Madrid, 2018
228 páginas, 25.00 €
El Centro Pompidou de París presentó en el año 2001 una exposición titulada «Hitchcock y el arte: coincidencias fatales». Era la primera vez que un gran museo examinaba la cultura artística de un director de cine. Fue, en todos los sentidos, un rotundo éxito. Los organizadores pusieron de manifiesto que Hitchcock era más que un simple aficionado al arte. Aunque no se conocieran por completo las fuentes últimas de su inspiración, su conexión con la historia de la pintura resultó incuestionable. Después de aquello difícilmente nadie podía dudar de que la mansión de Psicosis está inspirada en la Montaña del faro de Hopper, o que para algunas de las inquietantes imágenes de Los pájaros se basó en Pájaros negros de Braque, o que el mítico beso de Kim Novak y James Stewart en Vértigo remitía al Duo de Magritte. Si algo quedó totalmente claro tras la memorable exposición fue que los grandes cineastas no se mueven al margen de las corrientes artísticas de su época.
Victor I. Stoichita, catedrático de historia del arte de la universidad suiza de Friburgo, no necesitaba visitar la exposición del Louvre para saberlo. Una de las constantes de su carrera ha sido precisamente trabajar en las fronteras entre géneros y actividades artísticas. Su abundante y aclamada obra es la demostración palpable de que pocos terrenos resultan hoy tan fértiles. Este interés vuelve a ponerse de manifiesto en su último libro: El efecto Sherlock Holmes. Partiendo de la tesis que había defendido en Ver y no ver de que con el impresionismo tuvo lugar el tránsito de la concepción renacentista de la imagen como «ventana abierta» a la concepción moderna de la imagen como «pantalla», Stoichita analiza la tensión que se apodera de la mirada moderna desde que Manet y sus contemporáneos se propusieron introducir en pintura la intriga visual al margen del contenido narrativo de los cuadros, y la manera en que el cine de mediados del siglo xx, inspirándose en el esfuerzo de aquellos artistas, logró pasar de la pura presentación de imágenes a su cuestionamiento.
Para los lectores del historiador rumano, no es ninguna sorpresa que aborde el problema de la mirada. Aparte el libro mencionado, Ver y no ver, otras obras suyas, La invención del cuadro o La imagen del otro, por ejemplo, se habían acercado más o menos expresamente a la cuestión. Él mismo ha descrito en ocasiones su proyecto intelectual como un esfuerzo por abrir la historia del arte a una antropología histórica de la imagen y nuestra relación con ella. El efecto Sherlock Holmes, centrándose en dos temas fundamentales, la dificultad de mirar y las limitaciones de la representación, prosigue en esta línea investigadora. Su punto de partida es el reconocimiento de que el tránsito de la imagen como ventana abierta a la imagen como pantalla generó graves problemas a un arte que durante siglos había trabajado con el propósito de mantener la ilusión de la objetividad. Si la fotografía y el cine satisfacían mejor que la pintura figurativa el viejo deseo de representar la realidad, no quedaba otro remedio que buscar nuevas alternativas para interesar al espectador. En esta encrucijada surge precisamente el problema de la dificultad de mirar, que Stoichita abordará en los tres primeros capítulos del libro. Partiendo del análisis de algunas obras de Manet, Morisot, Caillebotte o Degas, va mostrando de qué forma dicha dificultad, fruto de la deliberada presencia de un obstáculo, o del uso de un filtro (un estor, una ventana empañada, las rejas de un balcón …) o debido a un complejo juego de puntos de vista, sirvió para convertir los cuadros en enigmas visuales puros independientemente de lo narrado en ellos y, de este modo, entablar con el espectador un diálogo distinto, más complejo y exigente que el tradicional.
Aunque la investigación tiene sentido por sí sola, resulta evidente su carácter preparatorio con relación a la segunda parte del libro. A fin de cuentas, se trata de descubrir las conexiones existentes entre las especulaciones estéticas de los pintores y la actividad de los cineastas. Las películas escogidas para ilustrar tales conexiones son La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón de Hitchcock y Blow-up (Deseo de una mañana de verano) de Antonioni. A cada una de ellas se le dedica un capítulo. El primero (cuarto del libro) tiene por objeto La ventana indiscreta, un film de los llamados de culto sobre el que, a pesar de haberse escrito montones de páginas, Stoichita tiene mucho que aportar. Ya hemos comentado que los pintores modernos se vieron obligados a complicar sus cuadros para competir con la fotografía. Algunos llegaron incluso a adoptar ciertas posibilidades aprendidas de ella. Degas, por ejemplo, fue un maestro en la representación de perspectivas insólitas. Del mismo modo que el fotógrafo capta una escena al azar, su pintura se caracteriza frecuentemente por lo extravagante de su punto de vista. Es la posición del voyeur, del observador situado donde no se lo espera, tan importante en La ventana indiscreta y Blow-up. En estas dos películas la acción se desarrolla de forma que la clave está en el magistral equilibrio que consiguen sus directores entre lo que podemos ver y lo que no.
Interesado por comprobar en qué medida pervive en La ventana indiscreta la tradición del espectáculo óptico que el cine heredó de la vieja pintura, Stoichita concentra su atención en tres factores: los dispositivos ópticos utilizados en el film (ventanas, estores, agujeros, teleobjetivos, etcétera) y que él relaciona con las cajas de perspectiva usadas por Durero o las instalaciones estilo Étant donnés de Duchamp; las relaciones existentes entre voyerismo, erotismo y delito, campo en el que Hitchcock fue un verdadero maestro; y finalmente, la irónica utilización que hizo el británico del cartel publicitario formado de palabras e imágenes y de las ediciones populares de novela policiaca. Todo en la investigación resulta sumamente interesante. El conocimiento que el autor posee de la historia de la pintura le permite encontrar conexiones realmente significativas que nos hacen comprender hasta qué punto la tradición obra sobre nosotros sin ser conscientes de ello. La selección del material no es sólo acertada desde el punto de vista demostrativo, sino también estéticamente. Entre las aportaciones iconográficas más atractivas sobresale, a mi juicio, una de las obras de las que se sirve para ilustrar la moderación victoriana de Hitchcock al abordar la intimidad erótica: el cuadro de Jacopo de Barbari, Retrato de un hombre. La particularidad de esta obra, muy poco conocida, es que está pintada por ambas caras y que la escena que se mantiene oculta constituye un ejemplo notable de voyerismo cuyo significado último, sin embargo, el autor no consigue determinar. La pintura, propiedad de la Gemäldegalerie de Berlín, debería ocupar un lugar principal en la historia del arte erótico no sólo por su antigüedad, sino también por la rara calidad de sus símbolos.
No faltan tampoco en este capítulo referencias a Hopper, Sherlock Holmes y el folletín por entregas. Stoichita sostiene que, así como la esencia del folletín ilustrado es la disposición de las páginas, la esencia del cine es el montaje. Su tesis es que Hitchcock lanza constantes guiños en La ventana indiscreta a la antigua iconografía de Sherlock Holmes, particularmente a las versiones ilustradas por Sidney Paget para Stand Magazine. El lector comprobará que sus argumentos son difíciles de rebatir, aunque a uno siempre le queda la duda de si no sería posible encontrar de la misma manera otras influencias.
El siguiente capítulo, más ambicioso desde el punto de vista teórico, se dedica de nuevo al director británico, concretamente a la película Alarma en el expreso. La investigación parte del juego entre imagen fija e imagen móvil, para el autor el principal mérito del film, y se desarrolla a partir de una sutil investigación sobre la iconografía de la magia y el uso de la ventana como lugar de la intriga y su solución, una de las viejas obsesiones de Hitchcock. El héroe cinematográfico, a diferencia del héroe literario, trabaja con la mirada. Todos sus descubrimientos son fruto no de una compleja argumentación racional, sino de una alianza entre visión e interpretación. Como escribe el autor: «el ejercicio intelectual de la detección (intelectual hasta el punto de convertirse, en el caso paradigmático de Sherlock Holmes, en conmovedor) se transforma en la película, en ejercicio visual». Las referencias a Magritte y de Chirico, algunos de cuyos cuadros encuentra en varios planos fijos de la película de Hitchcock, resultan ciertamente brillantes.
En el último capítulo, Stoichita muestra las estructuras conceptuales sobre las que reposa la filmografía de Antonioni, un autor acusado a menudo de intelectualismo. Para ello se sirve de un film relacionado con las dos películas ya comentadas, pero que va mucho más allá de ellas: Blow-up. El protagonista, un fotógrafo que ha presenciado inadvertidamente un crimen, busca entre sus fotos alguna pista que permita dar con el arma del asesino y la encuentra, pero después de renunciar a la mera e inocente contemplación de la imagen y aproximarse, mediante sucesivas ampliaciones, a sus pliegues y repliegues más profundos. Stoichita relaciona todo este proceso de descomposición de la imagen en busca de lo que se oculta tras ella con dos textos clásicos, el De pictura de Alberti, y Micrographia de Robert Hooke, y llega a una conclusión que justifica su hipótesis de que Antonioni se había propuesto de alguna manera «un cine abstracto»: la de que para que el fotógrafo logre su objetivo, ver la pistola del asesino, debe «deconstruir» la imagen hasta hacerla desaparecer en el grano de la película. «Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra mucho más fiel a la realidad, y que, debajo de esta, hay todavía otra, y de nuevo, otra bajo esta nueva, hasta la verdadera imagen de esta realidad absoluta, misteriosa, que nadie verá jamás». Estas palabras de Antonioni las conecta el autor con los versos del «Canto de Ariel» en La Tempestad de Shakespeare cuyo inicio da título a una de las obras más conocidas de Jackson Pollock, Full Fathom Five. Algunas escenas de Blow-up demuestran que esa conexión es más que una coincidencia casual. Blow-up es una película sobre la crisis de la representación. La saturación de signos lleva a una irremediable pérdida de significado. Que Antonioni tenga presente a Pollock (pero no sólo a él, también a Mark Tobey y quizá a Frenhofer, el viejo pintor protagonista de La obra de arte desconocida de Balzac, al que Stoichita no menciona), pone de manifiesto las estrechas relaciones que hay entre pintura, fotografía y cine. Si Hitchcock concibió la pantalla cinematográfica como algo parecido a una ventana albertiana, el modo en que la vio Antonioni se trata de un lienzo cuyo desciframiento compete al espectador. En fin, un camino lleno de sorprendentes coincidencias y extraordinarias sorpresas que apasionará a los amantes del cine y del arte.
El Centro Pompidou de París presentó en el año 2001 una exposición titulada «Hitchcock y el arte: coincidencias fatales». Era la primera vez que un gran museo examinaba la cultura artística de un director de cine. Fue, en todos los sentidos, un rotundo éxito. Los organizadores pusieron de manifiesto que Hitchcock era más que un simple aficionado al arte. Aunque no se conocieran por completo las fuentes últimas de su inspiración, su conexión con la historia de la pintura resultó incuestionable. Después de aquello difícilmente nadie podía dudar de que la mansión de Psicosis está inspirada en la Montaña del faro de Hopper, o que para algunas de las inquietantes imágenes de Los pájaros se basó en Pájaros negros de Braque, o que el mítico beso de Kim Novak y James Stewart en Vértigo remitía al Duo de Magritte. Si algo quedó totalmente claro tras la memorable exposición fue que los grandes cineastas no se mueven al margen de las corrientes artísticas de su época.
Victor I. Stoichita, catedrático de historia del arte de la universidad suiza de Friburgo, no necesitaba visitar la exposición del Louvre para saberlo. Una de las constantes de su carrera ha sido precisamente trabajar en las fronteras entre géneros y actividades artísticas. Su abundante y aclamada obra es la demostración palpable de que pocos terrenos resultan hoy tan fértiles. Este interés vuelve a ponerse de manifiesto en su último libro: El efecto Sherlock Holmes. Partiendo de la tesis que había defendido en Ver y no ver de que con el impresionismo tuvo lugar el tránsito de la concepción renacentista de la imagen como «ventana abierta» a la concepción moderna de la imagen como «pantalla», Stoichita analiza la tensión que se apodera de la mirada moderna desde que Manet y sus contemporáneos se propusieron introducir en pintura la intriga visual al margen del contenido narrativo de los cuadros, y la manera en que el cine de mediados del siglo xx, inspirándose en el esfuerzo de aquellos artistas, logró pasar de la pura presentación de imágenes a su cuestionamiento.
Para los lectores del historiador rumano, no es ninguna sorpresa que aborde el problema de la mirada. Aparte el libro mencionado, Ver y no ver, otras obras suyas, La invención del cuadro o La imagen del otro, por ejemplo, se habían acercado más o menos expresamente a la cuestión. Él mismo ha descrito en ocasiones su proyecto intelectual como un esfuerzo por abrir la historia del arte a una antropología histórica de la imagen y nuestra relación con ella. El efecto Sherlock Holmes, centrándose en dos temas fundamentales, la dificultad de mirar y las limitaciones de la representación, prosigue en esta línea investigadora. Su punto de partida es el reconocimiento de que el tránsito de la imagen como ventana abierta a la imagen como pantalla generó graves problemas a un arte que durante siglos había trabajado con el propósito de mantener la ilusión de la objetividad. Si la fotografía y el cine satisfacían mejor que la pintura figurativa el viejo deseo de representar la realidad, no quedaba otro remedio que buscar nuevas alternativas para interesar al espectador. En esta encrucijada surge precisamente el problema de la dificultad de mirar, que Stoichita abordará en los tres primeros capítulos del libro. Partiendo del análisis de algunas obras de Manet, Morisot, Caillebotte o Degas, va mostrando de qué forma dicha dificultad, fruto de la deliberada presencia de un obstáculo, o del uso de un filtro (un estor, una ventana empañada, las rejas de un balcón …) o debido a un complejo juego de puntos de vista, sirvió para convertir los cuadros en enigmas visuales puros independientemente de lo narrado en ellos y, de este modo, entablar con el espectador un diálogo distinto, más complejo y exigente que el tradicional.
Aunque la investigación tiene sentido por sí sola, resulta evidente su carácter preparatorio con relación a la segunda parte del libro. A fin de cuentas, se trata de descubrir las conexiones existentes entre las especulaciones estéticas de los pintores y la actividad de los cineastas. Las películas escogidas para ilustrar tales conexiones son La ventana indiscreta, Atrapa a un ladrón de Hitchcock y Blow-up (Deseo de una mañana de verano) de Antonioni. A cada una de ellas se le dedica un capítulo. El primero (cuarto del libro) tiene por objeto La ventana indiscreta, un film de los llamados de culto sobre el que, a pesar de haberse escrito montones de páginas, Stoichita tiene mucho que aportar. Ya hemos comentado que los pintores modernos se vieron obligados a complicar sus cuadros para competir con la fotografía. Algunos llegaron incluso a adoptar ciertas posibilidades aprendidas de ella. Degas, por ejemplo, fue un maestro en la representación de perspectivas insólitas. Del mismo modo que el fotógrafo capta una escena al azar, su pintura se caracteriza frecuentemente por lo extravagante de su punto de vista. Es la posición del voyeur, del observador situado donde no se lo espera, tan importante en La ventana indiscreta y Blow-up. En estas dos películas la acción se desarrolla de forma que la clave está en el magistral equilibrio que consiguen sus directores entre lo que podemos ver y lo que no.
Interesado por comprobar en qué medida pervive en La ventana indiscreta la tradición del espectáculo óptico que el cine heredó de la vieja pintura, Stoichita concentra su atención en tres factores: los dispositivos ópticos utilizados en el film (ventanas, estores, agujeros, teleobjetivos, etcétera) y que él relaciona con las cajas de perspectiva usadas por Durero o las instalaciones estilo Étant donnés de Duchamp; las relaciones existentes entre voyerismo, erotismo y delito, campo en el que Hitchcock fue un verdadero maestro; y finalmente, la irónica utilización que hizo el británico del cartel publicitario formado de palabras e imágenes y de las ediciones populares de novela policiaca. Todo en la investigación resulta sumamente interesante. El conocimiento que el autor posee de la historia de la pintura le permite encontrar conexiones realmente significativas que nos hacen comprender hasta qué punto la tradición obra sobre nosotros sin ser conscientes de ello. La selección del material no es sólo acertada desde el punto de vista demostrativo, sino también estéticamente. Entre las aportaciones iconográficas más atractivas sobresale, a mi juicio, una de las obras de las que se sirve para ilustrar la moderación victoriana de Hitchcock al abordar la intimidad erótica: el cuadro de Jacopo de Barbari, Retrato de un hombre. La particularidad de esta obra, muy poco conocida, es que está pintada por ambas caras y que la escena que se mantiene oculta constituye un ejemplo notable de voyerismo cuyo significado último, sin embargo, el autor no consigue determinar. La pintura, propiedad de la Gemäldegalerie de Berlín, debería ocupar un lugar principal en la historia del arte erótico no sólo por su antigüedad, sino también por la rara calidad de sus símbolos.
No faltan tampoco en este capítulo referencias a Hopper, Sherlock Holmes y el folletín por entregas. Stoichita sostiene que, así como la esencia del folletín ilustrado es la disposición de las páginas, la esencia del cine es el montaje. Su tesis es que Hitchcock lanza constantes guiños en La ventana indiscreta a la antigua iconografía de Sherlock Holmes, particularmente a las versiones ilustradas por Sidney Paget para Stand Magazine. El lector comprobará que sus argumentos son difíciles de rebatir, aunque a uno siempre le queda la duda de si no sería posible encontrar de la misma manera otras influencias.
El siguiente capítulo, más ambicioso desde el punto de vista teórico, se dedica de nuevo al director británico, concretamente a la película Alarma en el expreso. La investigación parte del juego entre imagen fija e imagen móvil, para el autor el principal mérito del film, y se desarrolla a partir de una sutil investigación sobre la iconografía de la magia y el uso de la ventana como lugar de la intriga y su solución, una de las viejas obsesiones de Hitchcock. El héroe cinematográfico, a diferencia del héroe literario, trabaja con la mirada. Todos sus descubrimientos son fruto no de una compleja argumentación racional, sino de una alianza entre visión e interpretación. Como escribe el autor: «el ejercicio intelectual de la detección (intelectual hasta el punto de convertirse, en el caso paradigmático de Sherlock Holmes, en conmovedor) se transforma en la película, en ejercicio visual». Las referencias a Magritte y de Chirico, algunos de cuyos cuadros encuentra en varios planos fijos de la película de Hitchcock, resultan ciertamente brillantes.
En el último capítulo, Stoichita muestra las estructuras conceptuales sobre las que reposa la filmografía de Antonioni, un autor acusado a menudo de intelectualismo. Para ello se sirve de un film relacionado con las dos películas ya comentadas, pero que va mucho más allá de ellas: Blow-up. El protagonista, un fotógrafo que ha presenciado inadvertidamente un crimen, busca entre sus fotos alguna pista que permita dar con el arma del asesino y la encuentra, pero después de renunciar a la mera e inocente contemplación de la imagen y aproximarse, mediante sucesivas ampliaciones, a sus pliegues y repliegues más profundos. Stoichita relaciona todo este proceso de descomposición de la imagen en busca de lo que se oculta tras ella con dos textos clásicos, el De pictura de Alberti, y Micrographia de Robert Hooke, y llega a una conclusión que justifica su hipótesis de que Antonioni se había propuesto de alguna manera «un cine abstracto»: la de que para que el fotógrafo logre su objetivo, ver la pistola del asesino, debe «deconstruir» la imagen hasta hacerla desaparecer en el grano de la película. «Sabemos que debajo de la imagen revelada hay otra mucho más fiel a la realidad, y que, debajo de esta, hay todavía otra, y de nuevo, otra bajo esta nueva, hasta la verdadera imagen de esta realidad absoluta, misteriosa, que nadie verá jamás». Estas palabras de Antonioni las conecta el autor con los versos del «Canto de Ariel» en La Tempestad de Shakespeare cuyo inicio da título a una de las obras más conocidas de Jackson Pollock, Full Fathom Five. Algunas escenas de Blow-up demuestran que esa conexión es más que una coincidencia casual. Blow-up es una película sobre la crisis de la representación. La saturación de signos lleva a una irremediable pérdida de significado. Que Antonioni tenga presente a Pollock (pero no sólo a él, también a Mark Tobey y quizá a Frenhofer, el viejo pintor protagonista de La obra de arte desconocida de Balzac, al que Stoichita no menciona), pone de manifiesto las estrechas relaciones que hay entre pintura, fotografía y cine. Si Hitchcock concibió la pantalla cinematográfica como algo parecido a una ventana albertiana, el modo en que la vio Antonioni se trata de un lienzo cuyo desciframiento compete al espectador. En fin, un camino lleno de sorprendentes coincidencias y extraordinarias sorpresas que apasionará a los amantes del cine y del arte.