Dany Cohn-Bendit
La revolución y nosotros, que la quisimos tanto
Traducción de Joaquín Jordá
Anagrama, Barcelona, 1987, 2018
256 páginas, 9.90 €
Cohn-Bendit, cuando llevó a cabo este libro de entrevistas en 1985, del que se hizo un programa televisivo muy atractivo, era ya un escéptico de los presupuestos del 68, pero no un apolítico, ni mucho menos, y, entre otras actividades, pertenecía al Partido Verde alemán. Nacido en 1945, en Montauban, y de nacionalidad alemana y francesa, fue expulsado de Francia en 1968 por perturbar el orden público, condena que no le fue levantada hasta 1978. La frase tan vistosilla como peligrosa que proclamaba entonces, «¡Lo queremos todo e inmediatamente!» (usada en los primeros días del movimiento político español del que surgió Podemos), además de su espíritu adolescente, es lo más parecido a un atraco que uno pueda escuchar. Si algo persigue Cohn-Bendit en los diálogos con los protagonistas, es desechar el contenido de esta frase. En la década de los sesenta, la democracia no estaba muy bien vista. El marxismo teórico, que se hizo cargo a su manera de la crítica de las desigualdades, de la alienación laboral, de la lucha de clases, había encontrado en el partido único (representante del proletariado) la encarnación del destino revolucionario de la historia. El capitalismo y su lógica interna era el mal, padre de las diferencias de clase, y el comunismo se presentaba como la solución de las contradicciones en una igualdad proletaria (todos habrían de serlo en una sociedad comunista). La democracia que se conocía era «burguesa» y, por lo tanto, irreal, debido a que perpetuaba las clases, la propiedad privada, la libertad de comercio y, por consiguiente, la gula económica. Al fin y al cabo, el comunismo, tal como lo entendió Lenin, suponía el fin de la historia y para eso debía ser en un sólo país, es decir: en todos. Pero para los jóvenes sesentayochistas también estaban Mao y Che Guevara, inclinado este último hacia el maoísmo y la revolución universal, un mito enorme, un icono social-religioso, que había muerto en octubre de 1967 en la selva boliviana tratando de llevar la «revolución» a ese país. Todavía vemos su rostro, de cristo-guerrillero, en camisetas y otros modos de publicidad por muchos lugares de Hispanoamérica y en bazares de Europa. En Argentina todavía es un mito, lo es en Venezuela, en Bolivia, y lo hemos visto en España enarbolado en el movimiento del 15-M. Sin embargo, Guevara fue un criminal, sin compasión, deudor de muchas muertes, y no precisamente en combate. Pero es nada (nunca será nada un crimen, y menos multiplicado en sus ignominias) si se piensa en los millones y millones de muertos debidos a Stalin y Mao. Sus horrores sólo son comparables a los de Hitler, en un siglo que no está exento de dirigentes políticos criminales en grado excelso. Y, junto con el fondo marxista, el anarcoide, porque el 68 supuso una crítica del poder en sí mismo y a favor del empoderamiento de la imaginación: al tiempo que levantaba los adoquines parisinos, los jóvenes de entonces descubrían el mar. No estaban solos esos universitarios y obreros, del otro lado del charco, los poetas beatniks dieron imágenes y canciones a esa rebelión, y ahí estaban Joan Baez y Bob Dylan, y, en Alemania, filósofos como Herbert Marcuse, el más imaginativo. Hay que recordar que por entonces Estados Unidos estaba literalmente empantanado en Vietnam. Otros signos: Kennedy y Luther King son asesinados.
El primer diálogo que abre el libro, y que enlaza con Estados Unidos, es con Abbie Hoffman. Su contexto de juventud era el movimiento hippy (pacifismo, vuelta a la naturaleza, drogas, rock, libertad sexual…). Hoffman crea con sus amigos el movimiento Yippie (del que Jerry Rubin fue su fundador), que era un intento de politizar, de darle forma al movimiento contestatario, sobre todo con el Youth International Party (YIP). Sin duda, tuvieron fuerza y sus grandes manifestaciones incidieron en el desmoronamiento de los presidentes Johnson y Nixon. Hoffman fue perseguido por la ley por su relación con las drogas, así que cambió de nombre, se sumergió en la clandestinidad y, luego, cambió de vida. En 1980 negoció su rendimiento y fue encarcelado. A su salida, continuó haciendo política y es un defensor de la democracia. Hubo debates públicos entre Rubin y Hoffman en los años ochenta, en los que lo más evidente, dentro de algunas diferencias de actitudes e ideas, era que ambos creían en la democracia y la crítica, de la que ellos mismos no estaban exentos. En el diálogo con Cohn-Bendit, Rubin se muestra como un yuppie, un joven profesional que vive en la urbe y cuida su cuerpo. Claro, lo hace «revolucionariamente», como confiesa, y lo parece, pues añade: «Como para alimentarme, no por placer». Rubin, que en los sesenta quemó billetes de banco como protesta, tras su crisis se fue a Wall Street y se dedicó a las finanzas, entre otras cosas, porque cree que los americanos ya saben que el dinero no es todo. Lo mejor es lo que, de manera indirecta, le dice a «Dany»: «Nosotros ganamos en los sesenta. América está desactivada. América es antimilitarista». Detengamos esta imagen, que son palabras, y, si se puede, un poco la respiración.
Jean-Pierre Duteuil formó parte de la misma red anarquista que Cohn-Bendit, así que odiaba el capitalismo y el comunismo. En 1985, Duteuil era fiel a las mismas ideas y afirma no ver en qué son democráticas las sociedades occidentales. Duda del voto, ya que en el fondo y en la superficie sigue pensando lo de lo queremos todo y ahora. Duda de la democracia, porque la gente vota para suprimir el paro y el paro continúa… El término que empleó es «suprimir», un eco de «lo queremos todo y ahora». Afirma que la democracia, y está pensando en la Alemania, Francia e Inglaterra de entonces, es una palabra ridícula y que nadie cree en ella. Si se quiere redondear esto, sólo hay que escucharle diciéndole a Cohn-Bendit que, «cuando se dice que España es democrática, pregunta a los vascos lo que piensan», como si los vascos no votaban en esos años y fueran todos de ETA. Ahora diría «los catalanes». Michel Chemin sostiene, desde su experiencia, que el 68 fue «una exasperación más que una revolución». ¿Y Gaby Ceroni? Tuvo una infancia realmente difícil. Estuvo en el Partido Comunista y luego se sintió atraído por el maoísmo. «Ahora —concluye— estoy por el cuidado físico, el bronceado, la ropa, la comida». Porque la estética también es importante. Sin embargo, sigue creyendo, aunque no se entiende cómo, que «sólo los obreros podrían hacer la revolución, pero no disponen de los medios».
Alfredo Sirkis, que, al igual que Fernando Gabeira, se enroló en la lucha armada en Brasil, señala con lucidez que «si nuestra revolución hubiera triunfado en los años sesenta, también nosotros nos habríamos convertido en dictadores». No tiene sentido seguir con los ejemplos, y ni siquiera sería importante, desde un punto de vista de las ideas, saber qué piensan estos mismos protagonistas de antaño hoy, aquellos que viven aún. Las actitudes eran diversas entonces y las derivas biográficas fueron, asimismo, distintas. En París, Berlín, Brasil, Estados Unidos, México…, los resortes estaban informados por ideas maoístas, anarquistas, antisistema, más un revoltillo de todo, y sus actitudes iban desde la manifestación y la provocación a la violencia terrorista. Se trataba, en cualquier caso, de una rebelión fundada en el izquierdismo, a veces ilustrado, a veces plagado de tópicos sin lecturas; en todos los casos, fueron síntoma de un malestar y de una búsqueda, así fuera confusa y, en ocasiones, injusta o terrible. Quisieron la revolución, en la que depositaron la abstracción de la justicia en sentido absoluto. Quisieron también el bien, cambiar la sociedad y al hombre, aunque no quisieron conocer la verdad, vale decir: las verdades de todos los días, el saber que mira la historia, que conoce a su vecino. Hicieron del obrero una abstracción, sin preguntarse por qué los obreros van a ser revolucionarios… Quisieron cambiarlo todo, hacer una gran fiesta sin pagar los costes. Debajo de las aceras estaba el mar, sí, pero siempre que podamos verlo sin levantarlas. Creyeron en muchas cosas, o en un puñado de ellas como si fueran el todo, y todo para todos. No creyeron en la democracia. Durante la Transición española, que yo observé desde mi sufrido país escasamente democrático, los españoles no estaban muy dispuestos a creer en la democracia, sobre todo, los intelectuales. Quizás sí la gente más de a pie, pero recuerdo aquello, que fue inmediato, del «desencanto». Claro, había llegado la historia, las discusiones parlamentarias, los acuerdos (y desacuerdos), los aplazamientos. No había llegado la revolución, la parusía, sino la democracia, que no hace que la gente encuentre el sentido, el fin de nada, sino el espacio para poder conseguir que la justicia, el trabajo, la sanidad, la educación y el medioambiente sean cada día mejores; la democracia, donde los políticos delinquen, los empresarios son, en ocasiones, insaciables (y delinquen), donde los ciudadanos delinquen y trampean, pero donde se puede lograr llevar a la Justicia a empresarios y políticos, y donde se puede ver a un vicepresidente del Gobierno en la cárcel, y al cuñado del rey, y a políticos que quieren saltarse la Constitución y, apoyados en un cuarenta y ocho por ciento mal contado, querer romper la unidad territorial del país, que no es poca cosa. Leyendo este viejo libro ahora reeditado, pienso en este nuevo descrédito de la democracia instalado en Europa, pero también en Estados Unidos y, ahora, en Brasil. Son nuevos los tiempos y los poderes financieros muy altos escapan al control de los Estados e influyen en ellos de manera perversa. No son poderes anónimos, sino que nos ven como anónimos y, por lo tanto, como números sin rostro. Debemos reinventar la democracia, aunque desde su propia interioridad. No es la panacea, pero no conocemos nada más digno ni mejor. Debemos reinventar la moral y, sobre todo, explicar en los colegios la importancia de los derechos y obligaciones, de la radical importancia de la acción de cada individuo. La democracia no está fuera y no es sólo un voto, es una conciencia y una acción ciudadana. La imaginación al poder, proclamaron aquellos muchachos del 68. Hoy necesitamos imaginarnos como ciudadanos responsables, sabedores de que tenemos un poder, así sea, individuo a individuo, poco, si bien, en la red que formamos todos, es inmenso. Para bien, para mal. En parte, depende de que no sólo queramos el bien, sino de que lo queramos lo bastante, es decir, de que imaginemos que en democracia todos actuamos. Debemos saber. No cambiar al hombre, comprendernos. Ése es el cambio. ¿Cambiar la sociedad? Sin duda lo hacemos todos los días generalmente mal. Lo importante es introducir en el cambio cordura, imaginación política y corazón. Los jóvenes del 68, que hoy somos ya viejos, reivindicamos el cuerpo liberado de los signos reprimidos, las pasiones. Faltó lucidez, el reconocimiento de la voz de los otros. No es la panacea, pero ayuda a vivir mejor.