André y Raphaël Glucksmann
Mayo del 68. Por la subversión permanente
Traducción de María José Hernández y Alicia Martorell
Taurus, Madrid, 2018
248 páginas, 18.90 € (ebook 9.99 €)
El punto de partida de este libro es abril de 2007, cuando en Bercy, Nicolas Sarkozy exhorta a sus seguidores a «liquidar la herencia de Mayo del 68». Éstos eran los términos exactos de la acusación sarkozysta: «Mayo del 68 nos impuso el relativismo intelectual y moral. Sus herederos impusieron la idea de que todo valía, de que no había ninguna diferencia entre el bien y el mal […]. Proclamaron que todo estaba permitido, que se había acabado la autoridad […]. La herencia de Mayo del 68 ha liquidado la de Jules Ferry». También Sarkozy acusa al 68 de haber «introducido el cinismo en la sociedad y en la política», de haber permitido «el culto al dinero, la deriva del capitalismo financiero» e incluso de ser el origen «de los contratos blindados y los empresarios sinvergüenzas».
Habían pasado cuarenta años desde los sucesos de Mayo del 68 y Francia y el mundo habían cambiado mucho en ese largo periodo de tiempo. Ante este panorama, André y Raphaël Glucksmann reflexionan: el gaullismo y el comunismo ya no dominaban el pensamiento ni la escena política, habían caído el muro de Berlín y las Torres Gemelas de Manhattan, se acabó la Guerra Fría y las guerras calientes del poscomunismo tomaron el relevo, un terrorismo nihilista amenaza por todas partes, el sida golpea el planeta, la Europa democrática se ha reunificado en parte, dos genocidios —en Camboya y Ruanda— nos muestran de nuevo una humanidad incorregible… «El siglo xx ha muerto —concluyen—, un nuevo milenio ha comenzado. ¿Qué actualidad tiene —se preguntan— el 68 en 2007? ¿Qué parte del 68 se estremece, actúa, pervive en 2008?».
Padre e hijo, André y Raphaël Glucksmann, deciden entonces entablar un sustancioso diálogo sobre el famoso Mayo parisino, ya que, cuatro décadas después, parece que el caso se reabre. El padre, nacido en 1937 y fallecido en 2015, representa la voz del filósofo y ensayista francés de origen judío austriaco que, en los años setenta, formó parte del grupo de los nuevos filósofos (una generación de filósofos franceses que rompió con el marxismo); en el Mayo del 68 tenía treinta años y participó a fondo de todos los acontecimientos. El hijo es la voz del periodista y realizador de cine que nació diez años después del tan emblemático Mayo parisino. Uno y otro vienen a decirnos que el espíritu del 68 pervive; que una parte importante todavía hierve, actúa y vibra en 2008.
Diez años después, en 2018, Raphaël retoma aquella importante conversación de entonces al sentir una profunda necesidad de «defender los derechos y las libertades que nos legó el 68»; necesita cuestionar lo que considera un rico legado. También siente que su padre fallecido ya no esté presente para seguir dialogando con él. Pero, a pesar de su pesar, no por eso va a tirar la toalla y decide seguir discutiendo en solitario de lo que nos une y de lo que nos diferencia.
Para Raphaël Glucksmann, la generación de su padre tuvo razón, su labor histórica consistió en destruir los viejos mitos nacionalistas o comunistas que encerraban las conciencias y los pensamientos, en romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos. Aunque, de inmediato, se pregunta: «Cuando deconstruimos un mito, ¿no debemos después escribir un relato común? Cuando pulverizamos un yugo, ¿no debemos a continuación refundar estructuras colectivas en las que inscribir de nuevo nuestras individualidades emancipadas?». Su respuesta es rotunda: «No lo hicieron». En consecuencia, los hijos del 68 nacieron en una especie de vacío. «Sentimos una carencia —escribe—, y esa carencia es lo que no dejo de analizar para que no nos engulla. Para que no nos lleve a rechazar nuestras libertades por miedo a la soledad».
Glucksmann hijo constata que la generación de sus padres nació en un mundo saturado de sentido, de dogmas, de memoria y de historia. Por lo tanto —deduce—, para poder respirar tenían que trabajar sin descanso en la emancipación de los individuos, en afirmar los derechos del presente. Su papel fue romper cadenas. «Pero nosotros vivimos —observa— en un universo sin ideología, casi sin sentido y sin sustancia, sumido en la inmediatez». Al estar privados de horizonte común en el que recolocar las libertades actuales, ve imprescindible trabajar para volver a inscribir a los individuos en perspectivas colectivas. «Ya no sólo romper cadenas —sintetiza—, sino volver a enlazarlas». Es un convencido de que el Mayo del 68 permitió enormes progresos a cada uno de nosotros, en cuanto individuos, pero que los progresos de mañana serán más colectivos que individuales. «Recibimos el legado de la libertad —afirma—. Nos corresponde a nosotros hacer de ella algo más que la búsqueda frenética del bienestar personal». Y los intereses de sus respectivas generaciones.
Cuando hace diez años, padre e hijo, decidieron hacer este libro a dos voces, lo que ellos consideraban «la gran ofensiva reaccionaria», pretendía convertir el Mayo del 68 en el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. Parecía que todo lo que no funcionaba en nuestras sociedades occidentales tuviera su origen en él: la crisis de la autoridad, el desmoronamiento de las estructuras colectivas tradicionales, la pérdida de los puntos de referencia identitarios, la afirmación del individualismo, el poco respeto de los alumnos por sus profesores y de los hijos por sus padres, los errores de la democracia representativa… Para ellos, el 68 se había convertido en el coco al que apelaba la nueva derecha europea para desacreditar toda forma de progresismo y asentar su supremacía en un ámbito metapolítico que la izquierda intelectual, áfona y átona, había abandonado hacía mucho tiempo. «Para nosotros —afirma rotundo Glucksmann hijo— se trataba de responder a esa ofensiva».
Lo que pretendían llevar a cabo padre e hijo no era salvar un icono ni enderezar un tótem, sino entender lo que los seguía interpelando de aquel famoso «espíritu de Mayo». Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y los intereses de sus respectivas generaciones, el Glucksmann joven no duda al manifestar que «negar el patriarcado, rechazar la mentalidad pueblerina, transgredir polvorientos tabús morales y emanciparnos de dogmas marxistas-leninistas o conservadores son rupturas que nos hicieron infinitamente más libres». Y la cantinela del «Antes era mejor» le parece, como también se lo parecía a su padre, tan tonta como peligrosa. Hoy, en 2018, en solitario, siente una vez más la necesidad de repetir hasta la saciedad que es preferible vivir en una sociedad en la que los homosexuales pueden casarse que en un mundo que los condenaba a esconderse, en un país en el que las mujeres ocupan el espacio público que en una nación que las relegaba a las tareas domésticas, en ciudades en las que conviven colores y culturas que en espacios encerrados en sí mismos y en sus fantasías monocromas… Aunque no por eso deja de hacerse preguntas y sigue sintiendo la necesidad de cuestionar todo ese rico legado.
Para los autores de este libro, «Mayo del 68 fue un acto demasiado grande para quienes lo llevaron a cabo». Supuso una corriente de aire o borrasca que abrió debates y no cerró ninguno. El acontecimiento trajo consigo tanto energía e impulso como mezquindad y abandono. Mayo del 68 rompió con la imagen de la revolución que la izquierda y la derecha se habían transmitido desde la toma de la Bastilla. «Ni fracaso ni success story —escriben a dúo—, ni victoria ni derrota; no fue un Gran Día, pero tampoco nada». Entonces, revolución, ¿sí o no? Su respuesta es que la pregunta no tiene sentido si la revolución de los espíritus transforma el espíritu de las revoluciones. Una pared de la rebelde Nanterre anunciaba premonitoria: «No es una revolución, señor mío, es una mutación».
Ambos autores nos recuerdan que «la protesta es universal y contagiosa». Sesenta ciudades de Estados Unidos (poco después hasta ciento veinticinco) entran en ebullición, violenta y no violenta, por los «derechos civiles». Revueltas estudiantiles en Berkeley o Chicago contra la guerra de Vietnam. Manifestaciones en Berlín Oeste. Huelgas y ocupaciones de universidades en Tokio y Seúl. Disturbios en Belgrado. Revueltas obreras y estudiantiles en Polonia. La Primavera de Praga aglutina a la población checa. La exigencia de democratización reúne en México a cuatrocientas mil personas, estudiantes mezclados con gente humilde, lo que acaba en un baño de sangre en la plaza de las Tres Culturas… «La insurrección moral es mundial —escriben los Glucksmann—, se lanza en todas partes contra los corsés políticos y culturales de la sociedad anquilosada».
Los protagonistas del 68, «en su rebelión delirante a veces —puntualizan los mismos autores— pero nunca sangrienta, desempolvaron las ideas, suavizaron las normas, trastocaron las formas de vida hasta tal punto que derecha e izquierda acabaron haciéndose a ello». Píldora anticonceptiva, aborto libre y gratuito, emancipación del segundo sexo, escuelas y residencias universitarias mixtas, mayoría a los dieciocho años, abolición de la censura, movilidad social, flexibilización del trabajo, liberalización de las radios y televisiones… «Estas mutaciones —observan— preceden, siguen, enmarcan la primavera del 68» y aceleran un movimiento de larga duración, del que no se libra ningún país desarrollado y que se extiende por toda la Tierra. Padre e hijo Glucksmann nos muestran que los interrogantes planteados en aquel mayo no quedarían resueltos o enterrados, sino que iban a dominar el espacio y el tiempo. A menudo desfigurados o congelados, pero siempre presentes, «aunque fuera como coartada —dicen—, durante cuarenta años, en los desgarros y las fracturas de la sociedad francesa».
Otra nota dominante que en estas páginas se apunta al referirse a los «conductores» del Mayo del 68 es el rechazo a todos los marxismos. «Ya estaban hartos de vigilar a Stalin con los ojos de Lenin —escriben—. Y a Lenin con los ojos de Marx, escrutando a Trotski visto por Mao, desmenuzando a Mao con los anteojos de Trotski, o también, con los situacionistas, pescando entre los preceptos del joven Marx las invectivas adecuadas para devolver al viejo y a sus epígonos al vertedero de la teoría»… Se trataba de decir no a los dogmas, de resucitar pulsiones menos rígidas y limitadas, aunque no menos revolucionarias.
Cincuenta años después del Mayo del 68, Raphaël Glucksmann quiere demostrar y mostrarnos que su espíritu pervive y lo hace retomando la honda reflexión que mantuvo con su padre hace diez años; una reflexión muy sólida de dos personalidades consistentes y firmes, pertenecientes a distintas generaciones, pero ambos conscientes de que todo lo que explosionó en Mayo del 68 todavía actúa y vive hoy.