Abraham Gragera
O Futuro
Pre-Textos, Valencia, 2017
100 páginas, 16.00 €
POR MARTIN LÓPEZ-VEGA

 

O Futuro (Pre-Textos), título de doble significado, según lo leamos en español o en portugués, afirmativo o disyuntivo, es la nueva entrega de Abraham Gragera (Madrid, 1973), un libro esencial más que añadir a su bibliografía breve y memorable, formada hasta ahora por dos libros unidos por su propia diversidad, como las dos piezas de un puzle que en este libro nuevo se revela por fin entero: Adiós a la época de los grandes caracteres y El tiempo menos solo, de 2005 y 2013, respectivamente. Si Adiós a la época de los grandes caracteres llamó la atención más por lo que estaba en la superficie (una capacidad singular para la imagen sorprendente; sus poemas estaban llenos de metáforas carnívoras, que se abalanzaban sobre el lector) que por lo que estaba en el fondo, El tiempo menos solo podó esas imágenes más agresivas en busca de un clasicismo que volviera transparente cuál era su verdadera búsqueda. El nuevo libro continúa la senda del segundo, pero aquí y allá nos asaltan esquejes del lenguaje del primero, que le dan al conjunto más perfil y multiplican sus puntos de fuga.

«Amor propio» es el título de la primera sección del libro. Un amor que es propio no en primera persona del singular, sino del plural; Gragera elabora aquí una ética abierta de la vida campesina, recupera el adn perdido de la memoria familiar. «Si bajo mis palabras no hace frío, es porque imitan tu forma de tejer», escribe en «Catalina»; «Si en mis palabras todo está presente es porque nos miramos todavía, hasta llegar a ser / lo que ven dos espejos cuando nada se interpone en su reflejo mutuo». Se reconstruye aquí esa memoria a sabiendas de que uno no es ya aquello, por más que todo aquello sea aún parte de uno; y la mejor forma de expresarlo es el uso del lenguaje. No hay en estas páginas ningún intento de recomponer un habla campesina (intento que, por lo demás, hubiera resultado probablemente en una jerigonza costumbrista sin ningún interés) sino que se recuperan apenas las palabras imprescindibles, aquellas que la experiencia posterior no ha podido traducir porque no tenían equivalente, que sobreviven como un tótem del habla de esa parte de la memoria que hay que esforzarse para no perder. Sobreviven aquí palabras como picón o zacho que fuera de contexto dirán poco o nada a muchos lectores pero que aquí cobran todo ese sentido nuevo, ya digo; no adornos costumbristas, no souvenirs de una visita al campo, sino tótems de un tiempo que se aferra a nuestra memoria para no desaparecer.

La segunda sección del libro se titula «Miedos infantiles». El mundo que se reconstruye, al que se vuelve, sigue siendo el mismo que en la primera sección, pero aquí somos ya una presencia activa. El protagonista de estos poemas anda entre «Las mujeres, sentadas en sus sillas de lona bajo el toldo tricolor como bandera de un país sin himno» o asiste a la matanza del cerdo. La infancia es territorio abonado para la poesía, pues al misterio de entonces, cuando todo era nuevo, se suma el misterio de ahora, cuando intentamos volver y reconocernos en el niño que fuimos, del que algo queda en nosotros y algo se ha ido no sabemos adónde, como si se hubiera ido fugando en goteo con la renovación de nuestras células. Gragera juega magistralmente con ambos misterios, y en estos poemas estamos en un tercer espacio entre el tiempo de entonces y el de ahora en el que el tiempo se detiene para que podamos observar todo con detenimiento intentando encontrar alguna respuesta, respuesta que a menudo no es más que una nueva pregunta, más hermosa, eso sí, y más honda.

La tercera parte del libro, «El tercer día», tiene como protagonista a un Jesucristo que se parece más al que pintó, por ejemplo, Roa Bastos en Hijo de hombre que al de la liturgia cristiana. Es la sección en la que recordamos algo al Gragera de Adiós a la época de los grandes caracteres, su primer libro, aunque más por la intención de búsqueda lingüística que por el resultado, que recuerda, en tramos, al ascetismo goyesco de Blanca Varela. «Halar calar azoca», dice el primer verso de «Cafarnaúm». Menos que el tema importa en esta serie la contraposición de voces, el diálogo casi secreto que esconden estos poemas que tienen algo de acertijo que cada lector debe desvelar para encontrar su propio mensaje.

«La encarnadura», sección cuarta, recupera la reconstrucción de la memoria de la infancia. Lo que cambia es ahora la perspectiva; ya es el adulto quien nos habla y recuerda aquel tiempo. «Qué hacemos aún allí, / mi padre y yo, sin responder; / yo con mi libro favorito, / él con mi vida por delante; / los dos mirando al infinito / más próximo, no con nostalgia, / sino con nuestra única certeza; / que no nacemos, no morimos, / sólo nos separamos». Todo es ahora «igual que la palabra Extremadura / escrita en un poema de Celan, / sonando, incomprensible, / sin idioma».

«Dos espaldas» reúne poemas de amor. Un amor consuetudinario, que mira a lo lejos («No vi en tu cuerpo propaganda alguna / del eterno retorno de la eterna juventud // lo amé sabiendo que envejecería / lo amé sabiendo que te perdería / lo amé más allá de la euforia y la elegía») pero de costumbre siempre renovada: «No me acostumbro a despertar contigo / oyéndome latir el corazón descalzo». Si el poema de amor es el más difícil de escribir, como dicen algunos, sin caer en el tópico pringoso, Gragera sale más que indemne del envite, a sabiendas de que «Sí. Somos. Existimos. / Aunque sea improbable» e intentando, como por lo demás hace cada uno de sus versos, celebrar y entender a un tiempo ese milagro, con la humildad inteligente de quien sabe que siempre habrá algo de misterio, y que está bien que así sea.

«El silencio después del atentado» suma todas las voces anteriores para hablar de un presente repleto de memoria pasada y de esperanza futura. Hay viejos que «se ensimisman / en las generaciones / de chicles adheridos junto al banco / donde se sientan juntos / a compartir rumor», mientras «nos hacemos mayores, / llegamos tarde a encuentros / fortuitos, reconocemos íntimos temores / en la cadencia de cualquier refrán. // El temor a vivir más que tú, / mientras huelo tu ropa, / y la doblo y la dejo / sobre la cama. // El temor a vivir menos que tú, / quedarme solo, en la mitad / no humana del amor, como tu ropa / esta mañana».

«Extraño mío», por fin, es una honda elegía escrita como «el único modo de encontrarte / donde quiera que estés, / ahora que no eres, / ahora que ya es como si nunca hubieras sido». Una elegía que es, además, mucho más que un simple canto fúnebre: «No añoro las ventajas de pertenecer / a una comunidad bien definida, / menos aún si tengo que inventármela: / sé distinguir / las buenas intenciones de los hechos, / y sé también, por experiencia, / que algunos sentimientos / son, por naturaleza, / colonialistas».

Son muchas las razones que convierten a Abraham Gragera en uno de los poetas esenciales de su generación. Las resumiría uno, si se pudiera entender así, en su entendimiento de la poesía como una filosofía, a la manera de los antiguos: una forma de vivir. Eso es no sólo lo que le diferencia de la mayoría de sus coetáneos, sino, sobre todo, lo que le destaca entre ellos. Menos atento al adorno que al fondo, empeñado en una poesía que sea útil para la vida, no encontrará aquí el lector esquirlas del lenguaje de moda. Lo suyo no es la distancia irónica del cínico, sino la cercanía irónica del compasivo; hay en sus versos comprensión y búsqueda de la belleza, pero de una forma honda y no decorativa. No es un cínico, pero tampoco un iluso; no es un hedonista, pero tampoco un estoico; su poesía enseña a vivir en el punto medio entre todas las contradicciones, con una inteligencia humilde y generosa, honda, ilusionada y desengañada a partes iguales, con una curiosidad inagotable y a la vez reflexiva. Su trato con el lenguaje es igual. Y todo ello hace de su poesía un manual de instrucciones perfecto para este tiempo raro, enseñándonos a vivir todo de todas las maneras, sin cinismo ni exhibicionismo, honestamente, como quien sabe lo que tiene y no pide más que renovarlo día a día con ilusión y trabajo. Con vida.