Émile Zola
Cuentos completos
Traducción de Mauro Armiño
Páginas de Espuma, Madrid, 2017
1 032 páginas, 39.00 €
POR TONI MONTESINOS

Hubo una época clave, en la Europa del siglo xix, para la transformación de la narrativa tal como la entendemos hoy. Lo que se entendía como novela realista obedecía, allá por el año 1830, a la recreación de un telón de fondo conocido con personajes de ficción en primer plano. Pero la sociedad estaba cambiando y avanzaba en pos de una revolución industrial que haría distinta la vida y el acceso a la cultura para la gente común y corriente. De este modo, el escritor poco a poco se irá confundiendo con el reportero, abandonando la parte imaginativa propia del realismo, hasta configurar una nueva tendencia, el naturalismo, que consistirá en una escritura documentada de lo que se pretenda llevar a las letras, organizando el material de forma lógica. Al menos así lo explicaba su máximo representante, Émile Zola (París, 1840-1902; muere mientras duerme, según alguna fuente, a causa de las emanaciones de una estufa, pero otros han visto detrás de ello un crimen), cuyo talento estuvo por encima de esa radical manera de plantear el acto literario.

Sin embargo, muchos han sido los lectores que han puesto en duda, aunque para elogiarlo, los planteamientos naturalistas del autor francés: Josep Pla se atrevía a suponer, en El cuaderno gris, que «Zola generalmente improvisaba, inventaba», y Thomas Mann, en un texto del volumen Ensayos sobre música, teatro y literatura (Alba, 2002), proyecta en él una comparación con Wagner y Tolstói, a quienes unía «el gusto artístico por lo grandioso y multitudinario», que cristaliza en «un naturalismo que alcanza lo simbólico y está estrechamente ligado a lo mítico». Pese a todo, estas miradas profundas sobre la técnica de Zola contrastan con el impacto, e incluso el escándalo, que suscitó en la época semejante manera descarnada y minuciosa de exponer la existencia, desde que publicó su primera gran obra, Thérèse Raquin (1867), una ruptura total con los cánones literarios al uso.

La formación anterior del escritor había sido irregular y costosa: huérfano de padre a los tres años en Aix-en-Provence, donde iniciaría una gran amistad con el pintor Cézanne y el astrónomo Baille, se trasladaría a París en 1859 gracias a una beca, aunque por problemas económicos no conseguiría acabar los estudios secundarios. Entonces entraría a trabajar en el Departamento de Publicidad de la Librarie Hachette, en la que hallaría la plataforma para conocer el mundo editorial y el periodismo. Así, en 1866 se dedica por entero a escribir críticas literarias para el periódico L’Événement, donde se muestra partidario de una literatura «científica», olvidando sus ideas románticas juveniles, y a concebir su primer gran ciclo novelesco de veinte volúmenes, en el que desea reflejar todas las clases sociales, con el título Los Rougon-Macquart, historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio, algo parecido a lo que había hecho Balzac con La comedia humana.

Zola desarrollaría otros conjuntos novelescos, como la trilogía Las tres ciudades (1894-1897) y Los cuatro Evangelios (1899-1902), pero debemos encontrar sus hitos dentro de este inaugural ciclo sobre la familia Rougon: La Taberna (1877), que recrea el alcoholismo; Nana (1880), espejo de la burguesía; El Paraíso de las Damas (1883), una mirada al comercio; y la sobrecogedora Germinal (1885), sobre «la miserable vida de las familias mineras, forzadas por la “ley de bronce” formulada por el economista Ricardo —el salario reducido a lo estrictamente necesario para permitir al obrero subsistir y reproducirse—», como apuntó en su día el traductor Mauro Armiño. Y pese a todo lo dicho, Zola es un «maestro de la narración breve», como reza el título del postfacio preparado por Gonzalo Gómez Montoro y Rubén Pujante Corbalán para Por una noche de amor (y otras historias), publicado por Funambulista en 2016, que recogía cuatro relatos del autor parisino con un tema común, el amor, que habían sido escritos para la revista rusa El Mensajero de Europa, en la cual colaboró de 1875 a 1880, gracias a su amigo Iván Turguénev, con más de sesenta textos. Entre ellos, se encontrarán los cuentos que Zola reunirá en dos libros distintos, Le Capitaine Burle y Naïs Micoulin, en el primer lustro de los años ochenta.

Un año después de esta estupenda antología, que venía a señalar, en efecto, cómo las series narrativas «han eclipsado injustamente la vocación cuentística que presidió los inicios literarios de Zola», aparecen unos Cuentos completos de la mano de un Armiño que ya en el año 2002 había publicado un volumen de «obras selectas» en la editorial Espasa-Calpe, que reunía las citadas obras Thérèse Raquin y Germinal, más La novela experimental, esta última un ensayo sobre su método de trabajo. Un método que buscaba defender el impresionismo pictórico, aunque con ello se ganara el rechazo de la prensa aun cuando necesitaba publicar artículos para sobrevivir, que iba en paralelo a su compromiso con la justicia; es de sobra conocido el episodio que protagonizó, y que le reportó tanta fama, al denunciar la conspiración militar de la que era víctima el espía alemán Alfred Dreyfus, acerca del cual escribió su famosa carta abierta «Yo acuso», aparecida en L’Aurore en 1898 (su tirada de trescientos mil ejemplares se agotó en pocas horas). Este escrito le valdría un año de cárcel y tres mil francos de multa, pero entonces huiría a Inglaterra, de donde volvería un año después, con el juicio anulado y descubiertos sus verdaderos culpables.

En su magnífica introducción, Armiño apunta estos elementos que hemos destacado: el punto de inflexión que supone Thérèse Raquin en una época en que la influencia romántica de sus primeros cuentos va dando paso a una observación cada vez más precisa y objetiva de la realidad, o los ataques que la crítica literaria le endosaba por llevar a sus narraciones personajes y lugares sórdidos. Y, por supuesto, toca el asunto, siempre tan interesante cuando leemos a Zola, sobre su teoría naturalista y su aplicación en su propia narrativa. Según Armiño, la incorporación de su modo de ver la literatura sí que fue tajante en sus novelas y cuentos, y sus artículos al respecto «no tardarán en traspasar las fronteras, dando lugar a la extensión del naturalismo a otras literaturas». En este sentido, cabe recordar que, desde 1866, Zola se mostraba partidario de una literatura «científica», como se extrae de sus críticas literarias para el periódico L’Événement —Flaubert, catorce años antes, había profetizado: «El arte será cada día más científico, del mismo modo que la ciencia se volverá cada día más artística»—, abandonado una primera influencia romántica, ya próximo a concebir su primer gran ciclo novelesco.

Ciclos de novelas y cuentos que se asoman de forma periódica en «una potente prensa que, a finales de la centuria, se había vuelto omnipresente en la vida francesa», como dice el traductor también de Maupassant, Schwob o Flaubert. Así, como tantos otros, Zola ve en esa publicación continua en periódicos y revistas una fuente económica duradera, lo que le posibilita difundir los textos que reunirá en los libros Cuentos a Ninon (1864) y Nuevos cuentos a Ninon (1874). A estos dos últimos, más el par antes mencionado, se añaden en esta edición aquellos «dispersos», más de veinte, que no se incluyeron en libro alguno o incluso quedaron provisionalmente inéditos. Es el caso de «La señora Sourdis», sobre el que no dio permiso Zola para que viera la luz hasta que hubiera muerto su amigo Alphonse Daudet (el trasfondo del cuento consistía en cómo la esposa del protagonista le ayudaba en sus tareas, pese a presentar un pintor y no un escritor como personaje).

En suma, se trata de una ocasión espléndida para conocer la labor literaria de Zola más desatendida tradicionalmente y que también invita a pensar en los límites literarios que pueden surgir partiendo de conceptos tan difusos como realismo y naturalismo, analizando de manera cronológica la trayectoria cuentística aquí presentada. Para Clarín, su «exageración sistemática» —así lo expresa en el prólogo a La cuestión palpitante, de Emilia Pardo Bazán, y en alusión a La novela experimental— sólo consistió en una serie de patrones teóricos que Zola no pudo llevar a la práctica.

Por este motivo, apuntó Robert Musil, «en el recuerdo de mis primeras impresiones de la literatura moderna, esa palabra [naturalismo] sigue apareciéndoseme como una promesa jamás cumplida». Principalmente, por culpa de la profusión de detalles, cuando la narrativa tiene que ser selectiva, como explicó Flannery O’Connor en su conferencia «Naturaleza y finalidad de la narrativa»: «Ésta es la razón por la que el naturalismo estricto es un callejón sin salida para la narrativa». Flaubert, tan habituado a emitir sentencias llenas de rabia, de repulsa a la cultura de su país, de rechazo a las modas, a las estructuras y formas narrativas superficiales, decía que no sólo se trata de ver, sino de ordenar y refundir lo que se ha visto. «La realidad, a mi juicio, no debe ser más que un trampolín», decía, al tiempo que reconocía irritarse «al leer los folletones de ese valiente que es Zola. Después de los realistas hemos conocido a los naturalistas y a los impresionistas: ¡qué progreso! ¡Pandilla de farsantes, que pretenden creer y hacernos creer que han descubierto el Mediterráneo!».

Zola había descubierto al comienzo de su andadura una corriente romántica en la que el yo y su mirada descriptiva, angustiosa, melancólica, bastante sensiblera, lo ocupaba todo, como se aprecia en los cuentos evocadores de Ninon. Luego va a inclinarse por la instantánea social a partir de diversos arquetipos de personajes, pero de algún modo no iba a abandonar ese estilo poético que en sus novelas se hace dura mirada realista. En estos cuentos está el Zola de un París enigmático («Las desapariciones misteriosas») y el fabulador que emplea animales como protagonistas («Una jaula de fieras»), aunque, como no podía ser de otra manera, también el sarcástico ante las clases más poderosas («Las nostalgias de la marquesa») o el denunciador de la explotación obrera («En qué piensan las chicas pobres»). Tal vez, como ocurre en este caso, y en historias como la citada «La señora Sourdis» –donde pone a la mujer como protagonista en el mundo artístico, en el cual, como en tantos otros, solía ser rechazada, cuando no vituperada—, será en los textos sobre la situación social femenina la que mejor ejemplifique la mirada de un autor siempre atento a destapar desigualdades en un siglo xix francés que, a lo largo de setenta años, vio dos imperios, tres monarquías, dos repúblicas y tres revoluciones; toda una etapa, pues, de turbulencias e inestabilidad política en que las libertades de las mujeres sufrirían un retroceso en aquel ambiente hipócrita que tantos autores de la época reflejaron mediante la literatura.

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