POR RUBÉN GALLO

Marcel Proust murió hace cien años y no llegó a conocer Instagram, pero durante toda si vida usó, y con mucho entusiasmo, un número impresionante de tecnologías que fueron las redes sociales de su tiempo: el teléfono, los neumáticos, el Teatrófono…

Marcel pasó sus años de juventud desviviéndose por ser invitado a las cenas, fiestas y salones de la aristocracia parisina. En ese mundo, Proust fue siempre un outsider: era mitad judío, de clase media, y aunque su familia tenía dinero, sus orígenes hacían de él un descastado en los círculos de príncipes, duques y marqueses que luego retrataría en En busca del tiempo perdido. Era, además, un frívolo: mientras sus compañeros de bachillerato publicaban sus primeros libros, estrenaban obras de teatro o dirigían orquestas, Marcel pasó sus años de juventud publicando crónicas de fiestas en las páginas de sociales, describiendo los vestidos y las joyas, maravillándose ante la alcurnia de los invitados. Reynaldo Hahn, su primer novio —un venezolano que es uno de los personajes de mi libro Los latinoamericanos de Proust— comenzó su carrera musical a los quince años, componiendo, cantando y dando recitales; a los 25 estrenó su primera ópera en París. Marcel, en cambio, no publicó nada serio hasta los 42 años. Sus amigos y conocidos lo consideraron, durante décadas, un caso perdido: André Gide, editor de la Nouvelle Revue Française, rechazó el primer volumen de En busca del tiempo perdido sin siquiera hojear el manuscrito: alguien que se pasaba la vida comentando los chismes del mundillo parisino, pensó, no podía escribir algo que valiera la pena.

El teléfono de Proust

Después de los treinta años, la vida de Proust dio un giro de 180 grados: dejó de ir a fiestas, dejó de asistir a los salones de la aristocracia y se fue encerrando, cada vez más, en su apartamento y en su habitación. Al cumplir 40 en 1911 era ya un recluso que pasaba días enteros sin levantarse de su cama. Hipocondriaco y neurótico, hizo tapizar su habitación de corcho para protegerse del ruido de los vecinos, del tráfico, de la calle. Dormía de día y escribía de noche. Su sirvienta, Céleste Albaret, cuenta que se despertaba a las cuatro de la tarde y desayunaba un café, una pechuga de pollo, un croissant y una cerveza antes de ponerse a escribir.

Fue en esa época, durante su encierro, que Proust comenzó a apasionarse por las tecnologías de los primeros años del siglo XX. Primero hizo instalar un teléfono en su apartamento. En ese entonces los poquísimos teléfonos que había en París estaban en la oficina de correos, en los cafés y restaurantes: lugares públicos que cobraban por cada llamada. Proust fue uno de los primeros parisinos en tener uno en su casa: para alguien que no salía de su cama, era una manera de mantener el contacto con el mundo exterior. El teléfono aparece retratado en la novela: un día, mientras el narrador veranea en Cabourg, un empleado del hotel le avisa que hay una llamada para él, de su abuela. Corre al teléfono, emocionado y le dice que la quiere, que la extraña, que ya pronto volverán a verse. Pero la telefonía en esos años era aún muy primitiva y Marcel apenas logra escuchar la voz, entrecortada, entre ruidos e interferencias, del otro lado. «¿Abuela?» pregunta. «Sí, pero no reconozco tu voz» le responde alguien que resultó ser una abuela que no era la suya.

Ese pasaje, que retrata la sorpresa y la maravilla que experimentaron los primeros usuarios del teléfono, es también la primera aparición en la literatura de un número equivocado.

Los SMS de Proust

Además del teléfono, Proust usaba todas las tecnologías de comunicación disponibles en los primeros años del siglo XX: cartas, telegramas y los famosos «neumáticos». En París, el cartero pasaba tres veces al día. Alguien que recibía una carta por la mañana podía enviar su respuesta al mediodía y saber que sería entregada al final del día. Para comunicaciones más urgentes dentro de la misma ciudad, Proust podía pedirle a su sirvienta o a su chofer que entregaran una carta en persona y, si urgía, que esperaran allí mismo hasta que la persona entregara su respuesta. Para comunicarse con ciudades de provincia o con el extranjero existían los telegramas.

Dentro de París había también un servicio de «neumáticos»: una red de tubos subterráneos que atravesaba la ciudad de punta a punta, y que permitía enviar mensajes urgentes en cuestión de minutos. Uno podía enviar un neumático al otro extremo de la capital y saber que sería entregado en menos de una hora y que la respuesta llegaría, también por neumático, al poco tiempo. Los bancos y las grandes empresas tenían redes internas de neumáticos, que les permitían enviar, en segundos, oficios, cheques y recibos de una oficina a otra y de un piso a otro: los papeles se plegaban antes de colocarse dentro de una cápsula metálica que se insertaba en uno de los tubos para ser conducida, impulsada por el aire — «pneuma» en griego— hasta su destino final.

Proust, como casi todos sus contemporáneos, escribía docenas de cartas al día: algunas largas y elaboradas; otras, brevísimas, que contienen sólo un par de palabras. Etas últimas son como los SMS de la época: todo lo que nosotros haríamos hoy por mensajes de texto —quedar con alguien para cenar, confirmar la invitación, avisar que habrá un retraso— Proust lo hacía por carta, enviada por correo o por neumático. Los veintiún volúmenes de la correspondencia de Proust editados por Philip Kolb contienen cientos y cientos de estos «mensajitos» que son una fuente riquísima de detalles sobre la vida cotidiana del escritor… y de sus obsesiones y neurosis y tiquismiquis. Una carta del 28 de mayo de 1915 a María de Madrazo, la hermana de Reynaldo Hahn, casada con el pintor Raimundo de Madrazo, anuncia solamente: «demasiado enfermo para escribirle, le envío estas fotografías de Reynaldo».

Facebook Live

Aunque Proust no se levantaba de su cama, no quería perderse lo que ocurría en París. En 1910 o 1911 hizo instalar en su piso uno de los aparatos más modernos y más caros de la época: el Théatrophone, un dispositivo que funcionaba como un teléfono y que establecía una línea directa entre la casa del suscriptor y la ópera: al levantar el auricular, Proust podía, sin tener que vestirse ni salir de su cama, escuchar a los músicos y a los cantantes que actuaban en el escenario del Palais Garnier. Así escuchó, entre otras, Pélleas y Mélisande de Debussy, que después comentó, por carta, con sus amigos.

El Théatrophone puede considerarse como una versión, con cables, del Facebook live, ya que permitía transmitir, en vivo, un concierto o una función. Proust uso esa tecnología para no perderse la vida cultural de París, aunque su salud y sus neurosis lo obligaran a quedarse en cama.

Google

Como todo escritor, Proust tenía que buscar información —fechas, detalles— que necesitaba para su novela. Varios de sus amigos nos han dejado anécdotas sobre cómo el escritor googleaba sin ordenador.

Jean Cocteau recuerda que un día Proust lo llamó, angustiado porque tenía un problema enorme que no lograba resolver: para terminar un pasaje que estaba escribiendo, necesitaba ir al Louvre para ver el San Sebastián de Andrea Mantegna. «No entiendo cuál es el problema», respondió Cocteau, haciéndole ver que ese cuadro estaba expuesto en una de las salas y el museo abría al público todos los días. Proust le explicó que como el Louvre cerraba a las cinco de la tarde y él se levantaba a las cuatro, tendría que hacer un esfuerzo sobrehumano para despertarse más temprano, desayunar, vestirse y salir de casa con tiempo de sobra para llegar al museo por lo menos una hora antes de que cerrara. Temía que ese cambio brusco en su rutina y en sus horarios pudiera provocarle insomnio, indigestión, fatiga y ansiedad. Cocteau se comprometió a acompañarlo. En su diario cuenta cómo Proust, en pleno verano, llegó al museo envuelto en un abrigo, tapado hasta la coronilla con guantes, bufanda y sombrero. «Ya nadie miraba los cuadros» cuenta, «todos miraban a Proust, tan pálido que parecía un espectro».

La otra anécdota sobre cómo googleaba Proust la cuenta Ramon Fernandez, un crítico franco-mexicano que, para horror de Alfonso Reyes, que lo conoció en sus años como Embajador en París, insistía en escribir su nombre así, sin acentos. En un artículo que lleva, quizá con ironía, el título de «L’accent perdu» y que fue publicado en el número de homenaje que le dedicó la Nouvelle Revue Française a Proust después de su muerte. Fernandez recuerda, que una noche durante la Primer Guerra Mundial, ya de madrugada, lo despertó una llamada telefónica: era Marcel, exaltado, diciéndole que necesitaba verlo urgentemente, y pidiéndole que fuera a su casa de inmediato. A pesar del toque de queda y del peligro constante de bombardeos aéreos, Fernandez se arriesgó, cruzó la ciudad y llegó al apartamento de Proust casi al amanecer. Se encontró al escritor en su cama atormentado por un gran problema: estaba redactando un pasaje de la novela en que se usaba la frase «senza rigore» pero, como no hablaba italiano, no podía pronunciarla y eso le molestaba al grado de no poder seguir escribiendo. Le pidió al joven crítico que pronunciara esa frase en italiano. Fernandez accedió, Proust cerró los ojos, lo escuchó concentrado en cuerpo y alma, y al final le pidió que la repitiera dos o tres veces. Al final el novelista quedó satisfecho, le dio las gracias y se despidió. En la novela, la frase aparece en la descripción del salón que Odette soñaba con tener: un espacio informal, relajado, senza rigore.

Hoy en día, googlear es una actividad solitaria; Proust, en cambio, lo veía como una manera de involucrar a sus amigos, de llamarlos o escribirles, de pedir que vinieran a verlo y que lo ayudaran a resolver sus dudas. Se trataba de una tarea colectiva para la que el escritor recurría a sus redes sociales, a su grupo de amigos, colegas y conocidos.

A fin de cuentas, la vida de Proust se parece a la nuestra: el siglo XXI nos ha vuelto inseparables de los teléfonos, adictos a las redes sociales y cada vez menos dispuestos a levantar la vista de la pantalla. De haber vivido en 2022, podemos imaginarnos que Proust hubiera visto en los teléfonos inteligentes, con sus miles de apps, una bendición: desde su cama hubiera podido organizar toda su vida, chateando, siguiendo a la Duquesa de Guermantes en Facebook, dándole like a las fotos subidas por otros aristócratas, escuchando las transmisiones en vivo de la ópera y de los teatros por Facebook, y googleando todos los detalles que le hacían falta para su novela. Con un celular en mano, el novelista no hubiera tenido que despertar a Ramon Fernandez ni que madrugar para ir a ver el San Sebastián de Mantegna en el Louvre: ¡todo lo tendría al alcance de su mano!

El mundo de À la recherche, sin embargo, es, de muchas maneras, todo lo contrario de ese universo digital que rige nuestro extraño siglo XXI.

Nada más distinto, por ejemplo, de los personajes que fascinan al narrador, como la Duquesa de Guermantes o el Barón de Charlus que los influencers de hoy. Todo en la vida de los influencers es público — sus desayunos, sus desplazamientos, sus amores y sus odios — mientras que los grandes personajes proustianos son seres privados: muy pocos pueden penetrar en su intimidad y los envuelve un aura de misterio. El narrador pasa cientos de páginas luchando para al fin ser admitido a las cenas de la Duquesa de Guermantes o del Barón de Charlus.

Los influencers son unidimensionales — todo está a la vista — mientras que los personajes de Proust son complejos, multifacéticos, contradictorios. Los influencers cortejan a las multitudes, buscando siempre aumentar su número de seguidores, mientras que los aristócratas del Boulevard Saint Germain detestan a las masas y buscan mantener un círculo minúsculo y selecto: entre menos seguidores, mejor.

Y Proust ¿hubiera sido un influencer de haber vivido en nuestros días? No lo fue en su época: los aristócratas que lo invitaban a sus salones y recepciones nunca dejaron de considerarlo un parvenu, un pequeño burgués que se había colado a su mundo y que siempre estaba allí, sentado al final de la mesa. Y tampoco lo sería hoy: sus frases laberínticas e interminables no cabrían en un tweet ni en una entrada de Facebook y sus amigos seguramente no le darían like a sus larguísimas disquisiciones sobre temas tan recónditos como la etimología latina de los nombres de los pueblos en las provincias francesas.

Proust en Grindr

La vida sexual de Proust fue, como los demás aspectos de su personalidad, excéntrica. Vivía aterrorizado de los gérmenes y del contagio. Céleste cuenta cómo, antes de recibir a una visita, el escritor le pedía que sometiera al visitante a un extenso interrogatorio: ¿había estado en el campo? ¿había tocado plantas o flores? ¿le había estrechado la mano al alguien que hubiera estado el campo o tocado plantas? Proust sufría de alergias y asma y vivía aterrado de todo lo que pudiera provocarle ataques: nunca abría las ventanas de su cuarto y cuando paseaba por el Bois de Boulogne para ver los jardines lo hacía encerrado en el interior de un carruaje con las ventanas cerradas.

De haber vivido en 2022, podemos imaginarnos que Proust hubiera visto en los teléfonos inteligentes, con sus miles de apps, una bendición: desde su cama hubiera podido organizar toda su vida, chateando, siguiendo a la Duquesa de Guermantes en Facebook, dándole like a las fotos subidas por otros aristócratas, escuchando las transmisiones en vivo de la ópera y de los teatros por Facebook, y googleando todos los detalles que le hacían falta para su novela

Dada sus fobias, Proust evitaba el contacto físico, aunque buscaba la cercanía de muchachs jóvenes. Camilla Wixler, que trabajó como maître d’hôtel en el Hotel Ritz de París, recuerda como Proust se entusiasmaba con los camareros más lindos, les dejaba propinas descomunales (el equivalente de varios miles de euros) y los contrataba para que fueran a pasar horas sentados al lado de su cama. Nunca los tocaba: prefería conversar con ellos, preguntarles sobre su vida, sobre su mundo, mientras los escuchaba y miraba. Uno de esos muchachos, el sueco Ernest Forssgren, contó en sus memorias lo que fue su extraña relación con el novelista y que sólo consistió en hablar.

Para Proust el erotismo dependía de la presencia y del lenguaje. Es por eso que nuestras apps de ligue no le hubieran dicho nada y que resulta imposible imaginar un perfil de Marcel en Grindr.

Instagram y Proust

A fines del siglo XIX, regalarle una fotografía a alguien era una muestra de gran intimidad. Solamente los novios o los amigos más cercanos intercambiaban retratos. Proust pasó años, sin éxito, pidiéndole a su amigo Robert de Montesquiou —uno de los modelos de Charlus— que le consiguiera una foto de la Condesa de Greffulhe. En la novela, el narrador le pide a Saint-Loup, también sin éxito, un retrato de su tía, la Duquesa de Guermantes.

Dar una fotografía era regalar una parte de uno mismo: un acto tan íntimo como besar o hacer el amor. Proust logró tener retratos de su padre, de su madre, de su abuela, de su novio Reynaldo Hahn y de su amigo Montesquiou … pero nunca de la Greffulhe ni de las otras mujeres elegantes que tanto admiraba.

Nada más distinto de nuestra actitud hacia las imágenes. En el mundo de hoy la fotografía se ha vulgarizado y se ha devaluado: resulta tan fácil sacar una foto, compartirla, subirla a Instagram o enviarla por WhatsApp que las imágenes han perdido su brillo y su importancia. Por las redes sociales desfilan millones y millones de fotos que no logran mantener la atención del usuario más de una fracción de segundo. Son fotos efímeras y desechables que se ven sustituidas por otras, igual de transitorias.

Las imágenes han, además, reemplazado a la palabra. Hoy ya casi nadie lleva un diario ni escribe cartas: toma fotos y las comparte. Incluso la conversación se ve amenazada por esa iconofilia tecnológica: ¿cuántas veces no le hemos pedido a un amigo que nos cuente cómo le fue en una cena, en una fiesta, en un viaje, para recibir como respuesta un silencio acompañado de una mano que ofrece un teléfono cargado de fotografías?

Proust vivió en un mundo sin imágenes. Y es precisamente por esa ausencia que pudo escribir miles de páginas que retratan, con filigrana literaria, a sus personajes y su mundo. Freud pensaba que las imágenes generan pereza intelectual: contar algo requiere un trabajo mental que requiere elegir las palabras más adecuadas, organizarlas en frases y párrafos, darle una estructura al relato; tomar una foto, en cambio, es un procedimiento casi automático. En busca del tiempo perdido es la anti-fotografía de una época.

Conclusión: el iPhone de Proust

Proust fue un pionero de las tecnologías de su época: tuvo teléfono y Théatrophone, enviaba neumáticos y telegramas, coleccionaba fotografías de las personas que más quería y era un usuario entusiasta de las redes sociales de principios de siglo, en donde todo era presencial. Con esas herramientas pudo escribir una de las grandes novelas de la historia de la literatura.

¿Y si Proust hubiera tenido un teléfono inteligente y todas las apps que tenemos ahora? En su Instagram, hubiera colgado fotos de Charlus, Swann y Saint-Loup. Se hubiera hecho seguidor de la Duquesa de Guermantes en Facebook y le hubiera dado like a sus historias. Usaría WhatsApp para comunicarse con sus amigos sin levantarse de su cama, y Zoom para asistir a conferencias, recitales y óperas sin salir de su casa. Sus agudísimas observaciones sobre la sociedad, sobre el deseo y el amor, sobre la crueldad que rige la vida mundana, quedarían reducidas a tweets de 280 caracteres. Su perfil de Grindr no tendría mucho éxito y le sería difícil atraer a camareros lindos y muchachos de clase trabajadora que vinieran a sentarse a su lado… y si llegaran, no podrían conversar porque los muchachos no levantarían la mirada de las pantallas de sus teléfonos.

De haber tenido un iPhone, Proust nunca hubiera escrito En busca del tiempo perdido. ¡Qué gran alivio que la Condesa de Greffulhe no haya tenido Instagram y que Steve Jobs no haya nacido en la Belle Époque!