Álex Chico
Los nombres impares
Candaya
252 páginas
POR EDUARDO LAPORTE

«Cuantos más problemas, más literatura». Esta cita, en boca de uno de los personajes de la última novela de Álex Chico (Plasencia, 1980), parece reflejar el espíritu con el que el autor se enfrentó, y se enfrenta, a su propia escritura. Porque, como demostró en anteriores novelas de ensayo-ficción, género del que confirma como uno de sus mayores valedores, Chico se crece ante las dificultades que surgen ante determinados retos literarios. Así sucedió en ‘Un final para Benjamin Walter’, en el que se recrean los últimos días del filósofo alemán en Portbou, y también en ‘Los cuerpos partidos’, particular reconstrucción de los años de emigración del abuelo de Chico en un pueblo remoto, tanto en lo cultural como lo geográfico, de Bélgica. 

Esta nueva entrega podría conformar una particular trilogía en cuanto que maneja parecidos materiales, temas y recursos literarios. También nos ofrece sus mayores fortalezas, con ese aliento a renovación del género, a literatura especialmente vívida, con ese juego tan refrescante entre realidad y ficción y sus fronteras que tienden a desaparecer. No en vano la desaparición, como en las mejores novelas de Vila-Matas (el de Doctor Pasavento, sin ir más lejos) constituye uno de los temas presentes en las tres novelas. En la de Benjamin, la desaparición de la razón de ser de ciertos lugares, como ese Portbou exaduana que ahora sobrelleva como puede su condición fantasmal. En la del abuelo inmigrante, en cuanto que la vida sigue en el lugar de origen en ausencia de uno; de ahí aquello de Los cuerpos partidos, como esa existencia dividida, fraccionada, que padece todo emigrante: ni está en el lugar en el que le emplean ni en el lugar que abandonó (de ahí la dimensión de acontecimiento que generan ciertos regresos). Por último, en esta tercera entrega del tríptico identitario, el escritor catalán se atreve con otra desaparición, la del malogrado poeta Darío Galicia, uno de los que rondaron aquel cónclave mitificado de los infrarrealistas y su remedo literario del realvisceralismo que compuso Roberto Bolaño en su no menos mitificada Los detectives salvajes. 

Materiales pesados en la corta pero firme carrera literaria de Álex Chico que mantiene con dignidad su vitola de ser una de las voces más originales y arriesgadas de su generación, y su rebeldía ante los corsés de los géneros. Porque el autor de Los nombres impares no solo quiere ampliar las costuras de la novela, del ensayo, de la autoficción, sino también, y se dice pronto, las de la realidad. Así lo dice en boca de su narrador, el Chico personaje, cuando se defiende de las acusaciones morales de su interlocutor en un momento dado: «…no le estamos faltando al respeto a nadie. Simplemente tratamos de ampliar la realidad». Un cometido también vilamatiano de quien no se conforma no ya solo con la vida, sino con la literatura (tradicional). 

De ahí que la propuesta de Chico sea de celebrar y de seguir de cerca, por la posibilidad que brinda a una escritura híbrida pero que no acaba de renegar de su condición poética. Así como el citado en la novela Gurdjieff hablaba del corazón, la mente y el cuerpo como los tres elementos a cultivar, el aliento poético que no debe faltar en la literatura de calidad impregna las páginas de estos artefactos (por usar la expresión de Fernández Mallo) literarios. Lo cual imbrica la obra en la mejor tradición literaria, al margen de las virguerías de concepto. 

En cuanto a la trama en sí, Los nombres partidos bebe de ese afán de ir detrás del poeta (como tras la Cesárea Tinajero de Los detectives… de Bolaño o el Archimboldi del también bolañesco 2666). Si no se ha dicho ya, la sombra de Bolaño es alargada en esta última novela de Chico, tanto para que gire en torno a la figura del citado poeta Darío Galicia y su posible alter ego, ese cuerpo partido, que sería Damián Gallego. ¿La misma persona? Bajo ese interrogante se cobija el motor de la novela, que apuesta a la carta de la verosimilitud sus monedas más valiosas. ¿Es verosímil que el poeta Darío Galicia, uno de los más reconocidos del círculo infrarrealista y que acabó sus días como un clochard moribundo por el México profundo, sea en realidad un jubilado residente en un piso del barrio de Vallcarca, al norte de Barcelona, y que hubiera llevado una existencia clandestina hasta que el narrador y su colega director de cine dan con él, amenazando con destapar el (supuesto secreto)? Lo juzgará el lector. En cualquier caso, es una apuesta. Otra apuesta arriesgada de Chico que, cuando menos, resulta estimulante. 

La novela, como toda buena novela, se lanza hacia un público amplio, ese gran público al que en realidad todo autor aspira (quien lo niega miente o es un esnob), pero es innegable que hará las delicias de los más bolañistas y en concreto de aquellos que marcaron Los detectives salvajes como novela de su generación. Sobre todo si conocen a fondo la figura de Darío Galicia, personajificado en Ernesto San Epifanio en la famosa novela del escritor chileno. Y aquellos que no estén familiarizados sentirán el atractivo de una figura sin duda literaria: la del poeta echado a perder, una versión extrema de Leopoldo Panero, homosexual declarado cuando hacerlo podía conllevar las más duras consecuencias, y que carga a cuestas con la leyenda urbana de una operación cerebral o lobotomía que lo habría condenado a la condición de despojo humano. Basta consultar la hemeroteca reciente, como la necrológica publicada en Milenio por Ana Clavel y que se cita en la propia novela, para hacerse una idea del potencial del personaje. 

Un potencial que Chico no se conforma con reproducir y recrear. En un momento, ese personaje llamado Chico que se parece a Chico y escribe novelas como Chico reconoce que quería que Darío Galicia fuera «su Limónov». «Su Prohaska». «Su Jusep Torres Campalanas». Pero mientras Max Aub inventó un experimental personaje, pintor cubista que habría tratado de tú a tú a Picasso y compañía, Álex Chico no se conforma con la imaginación ni con las hemerotecas ni las escasas pistas (por otra parte) que dibujan el paradero esquivo del poeta Darío Galicia. Tanto es así que hace suya la máxima que el movimiento infrarrealista escribía en letras mayúsculas del DÉJENLO TODO, NUEVAMENTE / LÁNCENSE A LOS CAMINOS. Y no deja todo, al contrario, Álex Chico se enfrenta al reto literario pero por la vía más audaz, la del escritor-salmón que narra a contracorriente. El propósito no es menor, a saber, conjugar el material existente con el inexistente, ese «dilema del narrador», para ofrecer así al lector una historia. Pero con la pirueta de proponer el material imaginado, la conjetura, como una certeza. Y lograr que el lector pasee por ese desfiladero de posibilidades dándolas por válidas, sin considerar, y ahí está el mérito de Chico, en que haya fraude. ¿La verdad? Lo importante es lo verosímil. Todo es ficción, hasta un epitafio, viene a defender el narrador. O quizá no todo. Pero lo que parece fuera de toda duda es que la ficción puede ampliar la realidad y demostrar que sus límites acaso sean el primer escollo que debe salvar el escritor. Así lo creía al menos Julio Cortázar, que se consideraba el escritor más «realista» al considerar lo fantástico tan ordinario como el hecho de «tomar una sopa a las ocho de la tarde». ¿Y si Damián Gallego, vecino de un barrio anodino de Barcelona fuera en realidad el poeta maldito (a su pesar) Darío Galicia? Supuesto más o menos verosímil, el mero planteamiento de esos cuerpos partidos entre España y América expuesto como posibilidad real —y ese es uno de los puntos fuertes de Chico (el débil sería un ritmo narrativo en ocasiones lastrado)— no deja de resultar extrañamente magnético.