POR  GIOCONDA BELLI

A veces me pregunto cómo concebir mi vida de escritora en este mundo al que asisto a diario. La sensibilidad conspira contra mi deseo de irme a vivir a las páginas del mundo imaginario que pulsa por existir dentro de mí. Leo sobre la tragedia de Masha (Zhina)Amini. Veo su fotografía en el diario; una mujer joven con la cara golpeada, la sangre visible en su rostro, una mujer de 22 años asesinada a golpes por llevar mal puesto el hiyab en Irán. Me sumo mentalmente a la protesta de esas mujeres en Irán quemando los pañuelos con los que las obligan a taparse el pelo para que su belleza no excite la libido de los hombres que las ven en las calles. Ellas deben de cubrirse para que ellos no sientan la tentación. Poca vergüenza que los hombres exijan el sacrificio de sus mujeres en vez de aprender ellos a controlar sus instintos. A las musulmanas que encuentro en calles y aeropuertos me da pesar verlas vestidas como monjas civiles, con las mangas al puño, los faldones tapándoles las piernas, lo mismo en el calor que en el frío. Me duelo y rabio por ellas que deben cubrir su feminidad como una vergüenza. ¿Cómo puede ser que en el siglo XXI todavía se justifique esa mentalidad y esa bárbara costumbre? ¿Cómo puede ser que contravenirla pueda significar castigos o muerte? Basta recordar lo difícil que resultó, durante la pandemia, usar la mascarilla, la sensación de falta de libertad, la incomodidad sobre la nariz y la boca, para imaginar lo que será usar la burka. Por eso no puedo menos que sentir admiración y simpatía por todas las que en estas semanas han alimentado hogueras con sus hiyabs y se han cortado el pelo en señal de protesta en las plazas iraníes. Ver los videos, leer esas noticias me revive el recuerdo exhilarante de rebelarse en masa, la energía de las multitudes que viví más de una vez en Nicaragua. La euforia de liberar las emociones, los gritos de reclamo a los desmanes de gobernantes injustos que hacen que uno experimente la fuerza colectiva de la libertad de expresión y se percate que no hay nada más desconcertante para el poder que el grito de miles de personas diciendo «basta» y todos sus derivados. Desafortunadamente, esa vibración multitudinaria se convierte en martirio y desesperación cuando choca con la voluntad de las armas que suprimen no sólo las voces, sino las vidas de quienes articulan su descontento. Me angustia entonces imaginar a esas mujeres iraníes desplomadas en el pavimento, víctimas de metrallas o fusiles. Cuando esto escribo ya hay más de setenta y seis muertes en Irán.

Leo luego sobre Cuba, esa isla que mi generación convirtió en mito utópico y revolucionario, donde cada día es más claro que el sistema se ha convertido en el instrumento de una ideología que para existir debe reprimir y demandar obediencia y silencio a quienes se supone deberían ser la razón y la base de lo que estaba supuesta a ser una filosofía libertaria.

Estas, entre otras realidades como la población civil asesinada en Ucrania, me hace cuestionar mi arte y mi deseo de hurgar en las teclas que mueven las relaciones humanas de mis personajes Me enfrento con las palabras del mundo imaginario que intento construir y el edificio de mis convicciones en cuanto al valor de la esperanza, de la poesía y la imaginación sufre los movimientos telúricos de un sismo. Dudo y me debato y a veces detesto la inmovilidad de mi cuerpo y la necesidad de silencio y recogimiento que me son imprescindibles para el oficio de escribir. La vida intelectual me parece acomodaticia; me parece mercenaria por apropiarse de la experiencia ajena. Entonces escribo como ahora sobre esta contradicción, me refugio de las piedras sueltas que suelen volar por los aires en los terremotos. Acepto al cabo que no tengo más poder que éste insuficiente ejercicio, la pobre confianza que en estos días me inspiran las palabras. 

Igual que cuando la tierra se estremece y nos deja sin punto de apoyo, recuerdo cuando, después del potente sismo que viví en Los Ángeles en 1994, vi con pasmo llegar puntual al cartero a nuestra casa a las once de la mañana y pienso que, si él cumple así con su oficio de entregar las cartas, alguien tiene que seguir escribiendo. 

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