Alfredo Alvar Ezquerra:
Felipe IV. El Grande
La Esfera de los Libros, Madrid, 2018
696 páginas, 34.90 € (ebook 12.99 €)
POR ISABEL DE ARMAS 

 

Tras dar muchas vueltas y revueltas a su personaje, el autor de esta biografía que comentamos se pregunta: «¿En verdad se puede hablar de Felipe IV como un “Austria menor”?; ¿de verdad se puede decir que aquella España pasó un siglo de “decadencia”?; ¿en verdad se puede mirar con desdén a aquellos vasallos del rey incansables buscadores de la fama personal y la grandeza colectiva?; ¿quiénes vamos a explicar lo que deberían haber hecho; nosotros, desde los siglos xx o xxi a los del siglo xvii?»…

En un serio y sincero esfuerzo por dar respuestas válidas a sus interrogantes, Alvar Ezquerra afirma, en primer lugar, que Felipe IV fue un rey al que, a lo largo de su vida, le pasó de todo, y, en un denso y detallado trabajo, nos recuerda, paso a paso, en qué consiste ese todo. La primera etapa de su reinado transcurrió bajo el amparo de Olivares, y «La sombra de Olivares —apunta el autor— ha eclipsado la luz del rey». Éste fue un esquema que funcionó para con su padre Felipe III, que, desde 1598 hasta 1618, vivió sometido a las artimañas psicológicas de Lerma: «Cayó el valido en 1618, murió el rey en 1621. Y no hubo más, ni valimiento, ni reinado».

El caso al que Alfredo Alvar se enfrenta es muy distinto, ya que se halla ante un rey que, sin Olivares, sobrevive veintidós años. En ese largo periodo Felipe IV ha de enfrentarse a una serie de problemas familiares y de Estado fundamentales (desde la viudedad a las no deseadas segundas nupcias y la muerte del príncipe de Asturias —Baltasar Carlos—, que era toda su esperanza) y un sinfín de acontecimientos políticos de gran magnitud: la declaración de guerra de Francia en 1635; los motines de la sal de Vizcaya; la traición de los catalanes; la rebelión de sus vasallos portugueses; las alteraciones en Italia; las deslealtades aristocráticas en Andalucía y Aragón, y, en fin, la superación de aquella espantosa década de 1640 que se fue cerrando en 1648 con las firmas de las paces de Westfalia y, más tarde, con la paz de los Pirineos y la entrega de su amada hija al rey de Francia.

El autor observa y constata que, de principio a fin, en la vida de su personaje siempre persisten dos obsesiones que lo marcan en lo personal y en la acción de gobierno: su profunda religiosidad y su conciencia de que era un pecador irredento y empedernido. Apunta, asimismo, dos miedos irrefrenables que determinaron sus comportamientos: la proximidad de la muerte y la soledad. De sus obsesiones y temores habla una y otra vez el propio rey en sus muchos escritos. «Cuenta todo —comprueba el biógrafo—. Escribe sin parar. Frenéticamente, como les ocurre a tantos ciclotímicos». Escribió para sí, para su hijo Baltasar Carlos y para las mujeres próximas. También para sus consejeros. Razonó sobre teoría de la historia; sobre educación de príncipes; sobre moral, ética y política, y se lamentó de ser un pecador y no poder salir de la concupiscencia. Este historiador ha reunido varias de sus introspecciones desde los años treinta hasta su testamento de 1665. «No creo —aprecia el autor— que nunca un rey se haya autobiografiado, de puño y letra, varias veces a lo largo de su existencia». Además de cultivar la escritura, fue un gran mecenas de las artes y, en especial, de la pintura, la colección real fue la más importante de todas las monarquías. Para registrar sus glorias, o aminorar las frustraciones, usó la pintura como elemento de exaltación de la monarquía de España. Alvar Ezquerra puntualiza: «Conversó y discutió, o debatió, con grandes genios, como Rubens o Velázquez».

El trabajo que reseñamos está dividido en cuatro partes. La primera, 1605-1621, arranca con su nacimiento y culmina con su proclamación como rey. Tras un fastuoso bautizo y bajo claros signos de buenaventura —el de la paz con Inglaterra y las grandes fiestas de Valladolid—, dio comienzo la vida de Felipe Dominico Víctor. Pero las grandezas y alegrías duraron poco, ya que, como en estas páginas se confirma, «se encontró demasiado pronto con intrigas palatinas y con los cielos encapotados, aunque no pudiera ser consciente de nada de ello». En esta primera parte, el historiador destaca la importancia que tuvo en su formación el primer maestro, Garcerán Albanell, de origen catalán, y que no destacó por dejar nada escrito de carácter humanístico, sin embargo, no se pone en duda su dominio de las artes liberales. «Donde sí ha dejado más rastro y huella —escribe Alvar— es en sus opiniones políticas, regalistas fundamentalmente». Sí se sabe que, a pesar de su «retirada» a Granada, como arzobispo de esta ciudad andaluza, nunca se desvinculó ni del mundo de la corte ni del de los cuidados a Felipe IV. Y, entre los acontecimientos que marcan la infancia y adolescencia del príncipe, destaca el fallecimiento de sus padres. Margarita, su madre, tenía al morir veintiséis años y había dado a luz ocho veces. Le sobrevivían cinco hijos; Felipe, el príncipe de Asturias, era una criatura de seis años. Casi una década más tarde, fallecería también su padre, Felipe III. En esta primera parte del libro, acontecimiento igualmente importante fue los planes de su boda. «Se llegó a buen puerto», sintetiza Alfredo Alvar: por medio del Tratado de Fontainebleau, se aceptaba entablar conversaciones para la futura boda de Felipe con Isabel de Borbón y de Ana de Austria con Luis XIII. Felipe tenía diez años. Isabel, trece.

La segunda parte del libro abarca desde 1621 a 1635, fueron años gloriosos para la monarquía de España, hasta que Luis XIII declaró la guerra. Es el periodo del conde y duque de Olivares y de Sanlúcar, del importante viaje del rey a Andalucía, de las breves vidas de los hermanos del rey, de su primer matrimonio y de la corta vida y muerte del heredero, Baltasar Carlos. Para Alfredo Alvar, con Felipe IV comienza un reinado lleno de sombras y de luces. «En 1621 —afirma sin lugar a dudas—, si bien una parte de la corte era una cloaca de cleptócratas, o las perversas acciones políticas habían empezado a dejar maltrechas algunas de las rentas e incluso desmoralizados o amoralizados los usos sociales, sin embargo, tenía otros pilares robustos y rectos de tal forma y manera que no había habido ninguna pérdida territorial y el rey de España […] mantenía incólume su prestigio». También nos muestra que, a nivel de gobierno, los cambios de 1621 no fueron otra cosa que el triunfo de una casa, la de los Guzmanes, sobre otra, la de los Sandovales. «Por tanto —asevera—, no se podía esperar mucho de aquel revolcón: el sistema, las formas de pensar y obrar, etcétera, iban a seguir siendo los mismos». Sin embargo, con el tiempo, no fueron pocos los problemas que este cambio trajo consigo. De 1635 a 1640 transcurre una etapa intermedia de la vida del rey, en que se dispone a tomar decisiones deseadas tiempo atrás, pero que, entre la falta de coraje y las recomendaciones de los consejeros, confesores, teólogos y por encima de todos los cálculos del valido, se fueron aplazando. La Navidad de 1643 supuso una fecha clave para esa toma de decisiones pendiente, fue cuando Felipe IV autorizó a Olivares a que se retirara, primero a Loeches y después a Toro, en donde murió, perdido el juicio y entre arbitrios agrarios. Alvar resume así la gran política del conde-duque: reducciones de poca monta del gasto público, medidas políticas de repercusión social contra la corrupción de los anteriores gobernantes, novedades en las imposiciones. «Fue el tiempo del triunfo del arbitrismo —concluye— y en términos presentistas, del populismo».

En este segundo apartado, se da una importancia especial al viaje del rey a Andalucía. Es definido como un periplo complejo que marcó la vida de muchas gentes, entre otras, la del rey y su valido. Entonces Olivares debió de empezar a rumiar la idea de que, si en Andalucía con la presencia real no habían ido mal las cosas, ¿por qué no hacer lo mismo en la Corona de Aragón? En aquellos momentos a nadie se le ocultaba que se quería reformar; que se deseaban las reformas que dieran aire a Castilla y obligaran a los demás. Los reinos de la Península deberían unirse, castellanizándose, multa regna, sed una lex. No vamos a detenernos aquí en las graves consecuencias de semejante programa político. Sólo un recordatorio: en 1640 se sublevaron Cataluña y Portugal.

Con el título «Luz, color, eclipse y ocaso del rey (1635-1648)», se desarrolla la tercera parte de este trabajo que se dedica, en primer lugar, a la guerra con Francia, así como al de los levantamientos aristocráticos y populares por la monarquía. Es un periodo en que la mente del rey madura y pasa de ser aprendiz de mecenas de arte a ser maestro por sus opiniones. Se apasiona con la pintura. Tanto es así que se llegan a estimar en tres mil los cuadros que compró para la colección real. Rubens y, sobre todo, Velázquez son sus grandes pintores. Pero, además de la pintura, se hace protector de todas las artes, y, a partir de 1633, el palacio del Buen Retiro se convierte en el gran centro de ensayos de arte de la comedia y del ensueño de Europa.

La cuarta y última parte (1648-1665) son los años de retirada, en los que el rey se esfuerza por mantener como fuera la monarquía católica, a pesar de que se perdieron grandes territorios, Portugal entre otros. En esta etapa, es especialmente importante la correspondencia mantenida con dos monjas: más de seiscientas cartas con sor María de Ágreda, y otro epistolario mucho más breve, pero también más íntimo, con la condesa de Paredes. Su segundo matrimonio con Mariana de Austria, la penosa niñez del heredero Carlos II y las múltiples paternidades de Felipe IV, dentro y fuera del matrimonio, completan el contenido de esta movida y trascendental biografía. Se da casi por hecho que el número de hijos habidos fuera del matrimonio fueron veintitrés —algunos han fantaseado con la cifra de hasta setenta—, pero sólo reconoció como suyo a Juan José de Austria que, cuando su padre murió, tenía treinta y seis años y su medio hermano, el príncipe de Asturias, estaba a punto de cumplir cuatro. Hijos legítimos tuvo trece, ocho de su primer matrimonio con Isabel de Borbón y cinco con su segunda esposa, Mariana de Austria.

Como punto final, observamos que, en las casi setecientas páginas de esta biografía, ni una sola vez aparece el despectivo mote de «Austria menor» y tampoco el de «Rey Pasmado». Sin embargo, se nos recuerda que a Felipe IV se lo conoció como Felipe el Grande, o el Cuarto Planeta, o el Rey Sol. Alfredo Alvar Ezquerra nos dice que tras su muerte, dada la fragilidad de la herencia, que recayó en un enfermizo Carlos II, la Corona se vio asfixiada por la potente presencia de un rey francés, hijo de española y casado con española, que, en esto como en otras muchas cosas, no tuvo a mal apropiarse de símbolos y lemas de la caduca monarquía de España. «Y Luis XIV —concluye— pasó a la historia como el Rey Sol. Hora es ya de que se sepa que fue el segundo y que el primer Rey Sol fue Felipe IV».