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Karina Sáinz Borgo
La hija de la española
Lumen, Madrid, 2019
220 páginas, 18.90 € (ebook 8.99 €)
En uno de los más brillantes relatos del libro Cementerio de médicos, titulado con el mismo nombre, el escritor Slavko Zupcic construye una historia en la que un grupo de venezolanos escapa a Salerno y allí deciden reunirse una vez al año para ensayar sus propios funerales. «Epitafio», cuento de la autora Silda Cordoliani, nos muestra una mujer que experimenta la desesperación y la agudeza del deseo con un cadáver de piel rugosa, llena de pliegues y desgaste. La desesperanza, el negro humor, la descarnada ferocidad de estas anécdotas centrales revelan lo que es una señal propia de la narrativa venezolana de este momento: la muerte como presencia ineludible, como cotidianeidad, como compañía inevitable.
Esa figura mortuoria acompaña también un título como Los cielos de curumo de Juan Carlos Chirinos: historia recorrida por la figura o la sombra de un pájaro luctuoso que sobrevuela calles en las que sucede con naturalidad la destrucción; y también palpita de manera tangible en la novela ganadora del Premio Tusquets (2015): Patria o muerte, de Alberto Barrera Tyszka, pieza narrativa donde la agonía del dictador signa todas las páginas de una narración llena de ansiosos y derrotados personajes.
Hay una cruda realidad venezolana: la «normalidad» con la que desde 2012 se superan en ese país la cifra de veinte mil homicidios anuales. Normalidad que habla de un clima apocalíptico que también tiene su correspondencia en el número de asesinados durante las protestas políticas de calle, como las vividas en 2014 y 2017 (más de cuarenta en la primera revuelta y más de ciento treinta en la segunda).
La muerte es el argumento central de la Venezuela de este siglo xxi y, como sabemos, la literatura necesita crecer desde las heridas profundas de su entorno. Por eso, no es extraño que el relato del horror signe la reciente producción literaria de ese país catalogado por algunos como el más violento del mundo actual. Ya conocimos una situación similar en la literatura argentina o chilena de la dictadura, lo vemos en la literatura cubana del exilio, y lo apreciamos en la propia literatura española actual que cada tanto regresa al espanto del franquismo.
Títulos como En rojo de Gisela Kozak, El complot de Israel Centeno, The Night de Rodrigo Blanco Calderón, Blue Label de Sánchez Rugeles y Rojo Express de Marcos Tarre Briceño edifican la brillante nómina de narraciones venezolanas que están surgiendo estos años como mirada al espanto cotidiano que se escenifica en el país que alguna vez fue el oasis democrático y económico de la América Latina. Hablamos de piezas que, si bien tienen un trasfondo testimonial valioso, son ante todo artefactos estéticos de inmenso valor ficcional.
En su lúcido ensayo: El desengaño de la modernidad (cultura y literatura venezolana en los albores del siglo xxi), el novelista y crítico Miguel Gomes afirma que en años recientes es posible verificar la consolidación de un ciclo narrativo del chavismo que encarna el: «desaliento por la pérdida de oportunidades históricas de desarrollo o nostalgia cuyas iniciativas de regreso fracasan». Y, como no es difícil precisar, el chavismo es ante todo una idea de muerte. Sus discursos esenciales (la consigna que gritan sus partidarios, tal y como se evoca en la novela de Barrera Tyszka), sus conmemoraciones de fechas heroicas, sus rituales guerreros, son en síntesis la celebración de la muerte, en tanto esta representa el aniquilamiento del enemigo, por lo que la sangre derramada por el adversario se transforma en festividad y victoria.
La respuesta literaria mayoritaria a este discurso del poder es la de creaciones que se ubican al otro lado de las balas. Es la voz de las víctimas, con sus matices, con sus perplejidades, con su profundo desengaño y su desencanto. Esto incluye también, en nuestro concepto, a novelas que hablan de la irrupción del elemento militar en la vida cotidiana previa a la consolidación del chavismo, como son: Valle zamuro de Camilo Pino y La ciudad vencida de Yeniter Poleo.
No extraña entonces que la primera novela publicada por Karina Sáinz Borgo (autora nacida en Caracas en 1982) se abra con una lapidaria frase de dolor y muerte: «Enterramos a mamá con sus cosas, los zapatos negros sin cuñas y las gafas multifocales». Ese inicio marca el clima de La hija de la española, y desde allí percibimos uno de sus grandes valores estéticos: la contención afectiva. Una narración que comienza en un entierro puede amenazarnos con un despliegue lacrimógeno indetenible, y sin embargo, esta novela alcanza siempre la dimensión emocional precisa. Sáinz Borgo nos ubica siempre en el sobrio espacio de la desesperación, pero nunca lo traspasa y jamás se disuelve en el tópico del melodrama. La inteligencia ficcional de esta obra se asoma a todos los recovecos de la relación madre/ hija, pero los elabora con nitidez, con agudeza y sobriedad.
Se trata, sobre todo, de un discurso sostenido en la memoria. Una relación entre dos mujeres reconstruida en medio del dolor. Evocaciones precisas, brochazos anecdóticos, escenas sugerentes. La novela avanza y dentro de ella vamos contemplando los nexos entre Adelaida Falcón, la protagonista de esta historia, y esa madre suya que fallece apenas al inicio de la historia.
Ese halo de sombra signa la totalidad del libro pero al alternarse con las urgencias del presente crea un contraste de gran efectividad narrativa. Hay una memoria constante del desaliento, pero también se despliega una cotidianeidad feroz que no permite el desarrollo del duelo. Adelaida Falcón vive aterida por su pérdida aunque no tiene tiempo de inmovilizarse y hundirse en la tristeza. La muerte de su madre es sólo otro eslabón del horror. Apenas al ocurrir la visita al cementerio, uno de los tantos grupos paramilitares del gobierno invade su casa y la expulsa de ella. El duelo se duplica; en pocas horas la protagonista de La hija de la española pierde sus esenciales referencias afectivas y espaciales.
La orfandad marca ese comienzo de la novela y se extiende a lo largo de todas sus páginas. No hay país, no hay casa, no hay madre. Hablamos de un personaje desnudado de certezas desde el principio de la historia. Adelaida se enfrenta a la posibilidad del hundimiento total o a la del aguerrido combate para sobrevivir. Esta novela se sostiene sobre la segunda de esas posibilidades. De allí que la protagonista afirme en alguna de sus páginas: «Olvidamos la compasión, porque ansiábamos cobrar el botín de aquello que iba mal».
Una lucha sin reglas, sin límites, sin fronteras. La normalidad hace tiempo que saltó hecha pedazos y el personaje protagonista (que socialmente forma parte de lo que en Caracas sería un hogar de clase trabajadora, ubicado en el humilde oeste de la ciudad) comprende que la ferocidad de ese universo represivo sólo puede ser combatida con una ferocidad semejante. Aquí se desarrolla uno de los contrastes más entrañables de esta narración; frente a la evocación de una infancia con tintes rurales, con unas tías que elaboran dulces en medio de la lasitud de un pequeño pueblo (momentos que evocan las brillante novelas de Teresa de la Parra) se contrapone el cotidiano suspense que conlleva vivir en una Caracas donde la dictadura ha creado un cotidiano clima de guerra.
El discurso de muerte que mencionábamos el principio de esta reseña entra de lleno en la protagonista de la historia. Hay momentos estremecedores, como el ritual de sexo y sangre que presencia el personaje cuando unas niñas bailan sensualmente sobre la urna de un delincuente; o el descubrimiento que hace Adelaida del amor cuando se obsesiona con la fotografía de un soldado asesinado en el golpe de estado del año 91. «Me pareció un ser perfecto, hermoso. Con la cabeza caída y colgada en un borde de la acera. Pobre, flaco, casi adolescente. El casco ladeado dejaba al descubierto la cabeza reventada por una bala de FAL. Ahí estaba: desparramado como una fruta. Un príncipe azul con los ojos anegados en sangre. A los pocos días me bajó la regla: ya era una mujer: la dueña de un bello durmiente que me mataba al mismo tiempo de amor y tristeza».
Adelaida Falcón vivió una solitaria infancia en la que su mayor nexo afectivo era su madre; una situación propia de una Venezuela donde la figura del padre ha permanecido históricamente ausente. Así, esta novela escenifica esa situación en la que dos mujeres han subsistido en una sociedad cada vez más machista, violenta, militarista; en la que el caudillo dictador funciona como una especie de padre terrible que todo lo controla, que todo lo decide, y que incluso más allá de la muerte, premia y castiga a una sociedad en la medida en que se cumplen sus designios y sus órdenes.
La relación de la protagonista con esa madre es el sostén que ahora se disipa. Una familia «criolla» de dos personas, con mestizajes en los que existen muy remotos parientes extremeños combinados con una abuela negra de ojos indios. Una familia que es principio y fin, porque como se afirma: «mi mamá y yo nos parecíamos únicamente a nosotras mismas. Por mis venas corría una sangre que nunca me ayudaría a escapar. En aquel país en el que todos estaban hechos de alguien más, nosotras no teníamos a nadie».
La escueta novela familiar de la protagonista de La hija de la española colapsa sin remedio. No tiene futuro ni escape. De allí ese giro maravilloso que dispara las acciones del libro, cuando el personaje principal, rodeado por una cotidianeidad en la que resuenan los disparos, la escasez, los ajusticiamientos, los arrestos, comprende que su opción de supervivencia es convertirse en otra persona; suplantar la identidad de alguien que sí tiene expectativas. La fina ironía de esta pieza narrativa nos sorprende cuando vemos que la esperanza y la huida no están del lado de Adelaida Falcón, sino que se encuentran junto a Aurora Peralta, española recientemente fallecida. Porque en Venezuela el futuro es de los cadáveres; no de las personas vivas.
El espacio no nos permite extendernos en otras consideraciones y sugerencias que contiene esta novela apasionante. Pero imposible no referir otro de sus grandes momentos: esas páginas en las que Adelaida recorre asombrada una casa en ruinas dentro de la que se presencia la destrucción y el saqueo, pero también la huella de una sensibilidad arrasada: bocetos de obras, dibujos, desplumados libros de arte sobre Calder, Jean Arp, Duchamp. Un momento alegórico que, con desolación, hace pensar en Ídolos rotos, esa novela de Díaz Rodríguez de 1901, dentro de la que un artista venezolano contempla cómo las hordas caudillescas mutilan y violan las piezas que conformaban su exposición artística. De este modo, la ficción traza un siniestro ciclo del eterno retorno en los que la brutalidad y la violencia se imponen a la tentativa de una belleza adolorida y frustrante.
La hija de la española es una novela compacta, con un despliegue anecdótico de gran hondura, de conmovedora humanidad. Su estructura eficaz, sostenida en una prosa que imanta, conduce siempre al punto exacto de su sentido. Es una inmensa suerte, para esos lectores de los diecisiete idiomas a los que está siendo traducida, tener pronto entre sus manos esta obra excelente, imborrable, de tan desoladora, de tan necesaria hermosura.