POR ISABEL GONZÁLEZ Y ANTONIO ORTUÑO
Fotografías de Lucía Bailón y Álvaro Moreno

 

Isabel González

Hola, Antonio, don Antonio, Toño, señor Ortuño.

Para empezar, un gustazo leerte y poder charlar ahora contigo. Con un compañero de editorial y de cuento al que leo con el placer de la ficción y con la intriga de a qué voy a enfrentarme porque con tus historias, con tu forma de construir y «maltratar» a los personajes siento a veces una sintonía inmediata y a veces una confrontación. No. Mentira. Más que una confrontación, la sensación de que escribimos de lo mismo, pero tú por una cara y yo por la otra. Tú en blanco y yo en negro o viceversa. Tú de hombres y de estereotipos masculinos a los que atizas y con los que atizas, y yo de mujeres y de estereotipos femeninos a los que atizo y con los que atizo. Por supuesto, ambos tenemos también protagonistas de otros géneros —la muchacha increíble de tu cuento «El horóscopo dice» en el volumen Esbirros por ejemplo—. Y aunque el género en cuestión no sea el tema, quizá sí hay una base de identidad. Una raíz profunda de género de la que partimos a la hora de generar esa violencia y humor. Esa combinación imposible que adoro y que aparece de forma explícita en tu libro La vaga ambición. Me callo. No quiero hacer spoiler, pero es uno de esos cuentos que estallan en la cara al lector y del que emerge precisamente la primera pregunta que quiero hacerte de forma explícita: ¿existen de verdad las novelas románticas aztecas?

Antonio Ortuño

Hola, Isabel.

Encantado y muy feliz con la oportunidad de charlar con una colega y compañera de escudo de armas. Me dijo nuestro editor, Juan Casamayor, además, que trabajas en periódicos, cosa que hice yo veinte años, así que mucho mejor.

He sido un maltratador serial de personajes. Hay una imagen que nunca he usado en un relato pero que siempre relaciono con lo que escribo: alguien que está de pie y bajo la sombra de una ola inmensa. El relato narra esos momentos en la sombra, mientras el golpe de la ola llega.

Tuve la misma curiosa sensación de espejo con tus cuentos. También dos ideas comunes, implícitas: que la vida corriente y sus cosas esconden siempre el delirio y lo excéntrico igual que un campo minado oculta el estallido que hace volar las piernas. No lo ves y de pronto, un águila se lleva a una serpiente por los aires y te rompen el carro (me reí doble porque además es el escudo nacional de mi país).

Me gusta la idea balzaciana de «La comedia humana» pero con otros enfoques y lenguaje y herramientas muy distintas que el realismo naturalista o el costumbrismo. Supongo que llevo la masculinidad como se lleva la nacionalidad o la clase social: está uno marcado, pero solamente los tontos (o los canallas, decía el Doctor Johnson) se lo toman terriblemente en serio.

Contra todo pronóstico, las novelas románticas aztecas existen. Un tiempo fui dictaminador editorial; luego, jurado de premios y becas. La cantidad de novelas románticas aztecas que los mexicanos mandan a cada convocatoria bajo el sol es asombrosa.

Isabel González

Se me ha instalado en la cara la risa cuando has relacionado el cuento del águila y la serpiente de Nos queda lo mejor con el escudo de México.

Qué curioso, por cierto, eso que cuentas en una entrevista acerca de tu nueva novela La armada invencible respecto a que tu idea inicial era escribir sobre la decadencia del periodismo impreso y con él, del periodismo en general. ¿Sabes por qué? Porque yo también lo he pensado. ¿Habremos tenido todos los periodistas de este planeta esta idea de tanto sufrirlo? Es muy posible. En todo caso, la desechaste y apostaste por el rock and roll porque considerabas aburrido escribir sobre una redacción. El rock and roll es más potente sin duda y sin embargo, quién sabe, no deseches la posibilidad, que en las redacciones también hay mucha estrella y mucho cuero y mucho desvarío.

Pero volvamos a los cuentos y a esa idea de la comedia humana en la línea balzaciana en tu caso. Bien dices. Y de hecho la famosa frase: «detrás de cada gran fortuna hay un gran crimen» es un precepto que podría aplicarse a todos tus relatos sin ambages. Y a la vida en general. Porque esa es una de las cualidades de tu escritura. El apego a lo terrenal.

Y es que en tus cuentos hay crímenes físicos. Hay agresiones, abusos, humillaciones corporales que duelen, no cabe duda, pero lo realmente herido en ellos no es el cuerpo sino el alma si es que existe. O existe solo cuando nos duele. Lo más terrible que les pasa a tus personajes es la pérdida de la inocencia. La decadencia moral. Y eso es lo que los rompe y rompe al lector. En general, se trata de personajes que no son decadentes de entrada, son gente con esperanza, pero creo que la destrucción moral compone la violencia esencial en tus cuentos. Y con ella, no cabe otra cosa que la ironía para la supervivencia. Y el humor negro. Un humor que adoro. En Casi tan salvaje puede verse mi debilidad absoluta. Y un humor que también he usado en el último libro, pero se me está imponiendo el absurdo.

Ah, que no se me olvide. ¿Sabes que Así habló Zaratrusta comienza también con un águila y una serpiente y alude a la sabiduría? Yo hablo de la ignorancia y de coches rotos y de granjas de cerdos y de gente que se enamora sin fuste ni muste. Pero algo es algo. Qué le vamos a hacer. No soy Nietzsche. De momento.

Qué interesante la perspectiva de la incomodidad, no en el destino de la obra sino en el origen. No en el lector sino en el escritor. Porque se suele decir que el cuento, y más el cuento que la novela, debe agarrar al lector por las solapas, darle un solapo. Como se dice de un buen cartel, un buen cuento debe ser un grito pegado a la pared

Antonio Ortuño

Como dices, Isabel, uno, me temo, no se deshace del virus del periodismo tan fácil. Yo colaboro aún en la edición americana de El País, cada lunes, y a veces pienso que no sabría qué hacer con mis domingos por la tarde sin esa columna. A lo mejor me pondría a tejer suéteres dispares.

Me gusta tu idea sobre los crímenes en mis relatos. Son crímenes, además, sin indagación. Estoy en las antípodas de Agatha Christie. Supongo que porque en vez de vivir en un país y una época en que uno ajustaba el reloj con el puntual paso del tren y el criminal terminaba en la horca, nací y vivo en uno, México, en que hay más de treinta mil homicidios al año que se quedan, mayoritariamente, impunes.

Lo maravilloso del absurdo y del humor negro, que es su hermano amargado, es que leen de manera distinta los mismos hechos que el melodrama llena de gemidos y crujir de dientes. Me gusta la posibilidad de que el punto de vista y la elección de palabras y pormenores conviertan una tragedia en una farsa o, al menos, la adulteren y la despojen de grandilocuencia, moralina e hipocresía, tres de las peores enemigas de todo cuentista.

Qué horror ser ese escritor que en vez de historias despacha editoriales con tesis, argumentación y moraleja.

Isabel González

Qué interesante la perspectiva de la incomodidad, no en el destino de la obra sino en el origen. No en el lector sino en el escritor. Porque se suele decir que el cuento, y más el cuento que la novela, debe agarrar al lector por las solapas, darle un solapo. Como se dice de un buen cartel, un buen cuento debe ser un grito pegado a la pared.

Completamente de acuerdo con esa incomodidad, con esa especie de inquietud y rabia del escritor a la hora de escupir sobre la hoja en blanco. Pero también me levanta sospecha esa especie de mito del escritor oscuro y sucio y muerto de hambre pasando frío en su cuchitril debido a la honestidad en sus ideas. No sé. Cuanto mayor independencia económica más capacidad de decir lo que uno quiera. Y ser independiente económicamente suele implicar servilismo. No hay remedio. Y tú lo cuentas de maravilla en tu relato «Provocación repugnante» que me ha conmocionado. De repente, el narrador se vuelve contra sí mismo y contra el lector incluso. Ha salido un muelle con un guante de boxeo de las páginas y me ha partido la nariz. (Espero disculpa).

Antonio Ortuño

Mi idea es que al escritor le conviene cierta incomodidad, para ser capaz de dar un par de pasos al costado de su medio ambiente, o diez, pero qué terror alguien que confunda la escritura con el repudio del cepillo dental. El adaptado y el inadaptado absoluto (el Unabomber) son, me parece, malos escritores. El adaptado no tiene de qué hablar, porque es igual al promedio. El inadaptado no puede establecer lazos de comunicación mínimos. Ninguno nos importa, como lectores.

Isabel González

«Escribir consiste en decir lo que alguien reconoce solo cuando lo lee», recuerdo que te he leído decir a propósito de tu anterior comentario en otro momento. Caigo de rodillas. Aplaudo con las orejas. Exacto. Es justo esto. Un buen escritor (o escritora faltaría más) se reconoce cuando es capaz de poner palabras a emociones que reconocemos justo al leerlas. Porque carecían de palabras. «Sí, sí. Esto es exactamente lo que yo siento, lo que sentí cuando tal cosa, esto es», decimos cuando leemos algo así. Y si además quien escribe es capaz de expresarlo mediante palabras mundanas, sencillas, sin grandilocuencia, obra maestra. Porque nadie dobla una servilleta igual cuando está enamorado que cuando está rabioso que cuando está triste. Esta es la manera. Hablar de océanos y tormentas y amaneceres y atardeceres es mucho más fácil.

Un cuento para cada habitante de cada apartamento del edificio. Todos juntitos, pero separados. Por cierto, hablando de esa imagen de los cuentos correspondientes a cada lector en un solo edificio, ¿cómo te llevas con que los libros de cuentos alberguen una estructura que los aúne?

Antonio Ortuño

La verdad es que cada vez me interesa más la idea de que el libro de cuentos sea un organismo, no solo una confederación forzosa de textos sueltos. Que los relatos convivan, cultivar la planeación y la escritura desde la conciencia de un proyecto y dejarse de fantasías de» yo soy así y una voz misteriosa me dicta”. Trato de pensar en el edificio, que funciona, pero, me temo, en lo que pienso en realidad es en un juego de cuchillos: el dentado, el que parece hacha, el puntiagudo, el de untar mantequilla.

Isabel González

El juego entre prever y dejarse llevar. Entre el delirio y el control

Y absoluta coherencia en tu obra cuentística respecto a esa idea cada vez mayor de que el libro de relatos sea un organismo. Desde El jardín japonés donde los cuentos no están divididos por apartados a La señora rojo donde ya los organizas en «La Carne» y «El mundo». La vaga ambición, con un único protagonista, adquiere la densidad de una novela y en Esbirros, con una temática también muy precisa, lo organizas en «Ayer», «Hoy» y «Mañana». Cierta coincidencia en este orden temporal con Nos queda lo mejor ya que lo he dividido en estaciones del año: «Verano», «Otoño», «Invierno» y «Primavera», y además, cada estación en meses, y para colmo, confieso que no creo en ningún orden en los libros de relatos. ¿Incoherencia la mía? Absoluta. No. Voy a intentar explicarme. ¿Justificarme? Vamos allá. El asunto es cuándo, dónde está el orden. ¿Antes de iniciar la obra, en medio o al final? Por una parte, odio el término profesional aplicado a la escritura. No sé cuándo empiezo un libro de cuentos, pero sí cuándo lo acabo. Mi búsqueda es la honestidad a la hora de escribir. Decir lo que quiero decir sin saber exactamente qué es esto.

Antonio Ortuño

Que esa idea que esbozas del azar dentro del orden (así sea un orden estacional, casi de talante o temperatura del relato, que me parece muy divertido) es muy estimulante en la escritura. Uno tiene ideas, se planea, se piensa. Y luego se escribe, que es pensar de otro modo, y uno encuentra, quizá, que los planes fueron insuficientes y deben crecer. Y sigue pensando, es decir, escribiendo. Y en algún momento llegan ideas que ya son para otro libro, y entonces uno se detiene. A veces se piensa que la honestidad en la escritura se refiere a un tema moral y yo entiendo que se trata de algo más allá, de ser honesto con las propias visiones, con no escribir para obtener un resultado extraliterario (reseña, premio, palmada, orden de comendador, pose de intelectual) sino porque ese ensamble de chatarra que construimos en la cabeza tiene que asomar al aire y frotarse con las personas y ver qué sucede. Es, creo, el mejor tipo de honestidad.

Isabel González

Me gusta la idea esa de escribir en la carretera. Yo crecí en una gasolinera a las afueras de un pueblo y mi paisaje cotidiano eran los maizales a un lado, el río al otro, y la carretera y los campos enfrente. La gente iba y venía. Era un pueblo, y mucha gente era la misma, pero otros no. En realidad, yo, de niña no distinguía a nadie. Y esas escenas que se ejecutaban y se resolvían rápido, sin necesidad de pasado ni de futuro. Instaladas por completo en el presente y en la imaginación que el espectador pudiera echarle creo que han influido en mi pasión por el género del cuento. Gente que va y viene, historias que van y vienen y que son absolutamente definitorias y definitivas. No hay nada antes ni después. Esa escena, esa persona, esos quince minutos son una vida entera. No perdamos el tiempo con florituras. Abre los ojos. Va a suceder la vida.

En cuanto a ser honesto escribiendo, no se trata de un tema moral, no. Sino de escribir por escribir. Por ese placer y ese dolor. Y nada más. De alcanzar el valor de expresar lo que queremos sin tapujos ni censuras. Que el fin sea el objeto, es decir, la obra. Eso es lo que procuro, aunque confieso que el miedo a hacer daño a quienes me quieren me sigue conteniendo. Qué le vamos a hacer.

Antonio Ortuño

No suena cómodo crecer al lado de la gasolinera-carretera pero puede que haya sido agradable. Yo nací y crecí en barrios atestados de casas, con arbolitos siempre en la orilla de ser talados y con nostalgia campirana (no tanta, porque odio acampar). Me hubiera gustado tener campos y cultivos al lado. Solo una vez estuve en Zaragoza (y fue medio día) y solo dos veces la crucé en tren. Eso sí: mis abuelos, manchegos, eran fans irredentos de las jotas aragonesas. Yo siempre me sentí poco arraigado en Jalisco (mis dos padres migraron acá) pero luego de toda una vida en Guadalajara, salvo por mi etapa de año y cacho en Berlín, creo que estoy muy hecho a mi ciudad. Pese a todo lo que me irrita (luego de años en los suburbios, desde que enviudé, volví con mi hija cerca del centro y descubrí sin gusto que ahora yo soy el viejo gruñón que regaña a los que llevan al perro sin correa, o no recogen sus desechos, o no riegan el pasto o tiran basura). Envidio profundamente el arraigo territorial. El mío es casi puramente verbal (escribo, cada vez más, en tapatío, que es como el mexicano más dulce, y más hipócrita, porque está lleno de diminutivos y eufemismos, a los que puede usarse con intenciones negras todo el tiempo).

Qué maravilla de charla, querida Isabel.

Un abrazo muy grande y gracias por estos cruces estupendos,

Antonio