Juan Arnau:
La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones
Atalanta, Vilaür, 2017
312 páginas, 24.00 €
POR PILAR BENITO OLALLA 

 

El impulso por recuperar la espiritualidad humana olvidada en la actividad científica está presente en algunos filósofos y científicos que se salen de la tiranía de la objetividad moderna. Juan Arnau (Valencia, 1968) nos lo recuerda en su magnífico ensayo, donde recorre la historia de la ciencia a través de conceptos clave, como movimiento, espacio, tiempo, materia, luz y, por supuesto, conciencia. Este astrofísico y filósofo, especialista en religiones orientales, con notables producciones (Budismo esencial, La invención de la libertad, Manual de filosofía portátil, Cosmologías de India) e impecables traducciones (Bhagavadgītā, entre otras), hinca el diente a uno de los asuntos más intrincados del conocimiento: la relación entre cuerpo y mente. A través de un periplo selectivo por los principales hitos científicos que cambiaron nuestra mentalidad, Arnau desbroza los orígenes de la cosmovisión moderna, desde Galileo a Newton, y las características que nos tienen atados a una pretendida verdad, empobrecida, sin embargo, por una serie de factores: determinismo, universalismo, abstracción, tiranía de la medida y de lo cuantitativo, consideración absoluta del espacio y del tiempo, cosificación del mundo y del hombre, matematización de las ciencias.

Frente a ello urge renovar nuestra visión de la realidad y nutrir los ojos del cuerpo (la sensación) y del alma (la imaginación), que han sido anegados por el todopoderoso y frío intelecto, y, así, construir una cosmovisión creadora, participativa, siguiendo la estela del filósofo polaco Henryk Skolimowski (autor de La mente participativa y Filosofía viva), cuya voz resuena potente en este libro cual compañero de viaje. Arnau trae a primer plano la importancia de la conciencia, del mundo perceptivo, imaginal y simbólico, para que los seres humanos volvamos con entusiasmo a ser participativos en la evolución creativa y abierta del universo.

Este polifacético autor se asoma desde sus inicios a la cosmología dualista tradicional para aterrizar en el nacimiento de la ciencia moderna en los siglos xvii y xviii. Desarrolla aquí las principales teorías de Newton, aunque contraponiendo a sus quehaceres oficiales los paradójicos intereses alquímicos y teológicos de este gigante de la ciencia: Newton no fue newtoniano. Sin embargo, los Principia se convirtieron en la nueva biblia de la epistemología científica.

Arnau continúa su camino indagador a través de los herederos de este modelo mecanicista en la Ilustración, pero atendiendo, sobre todo, a los sonidos disidentes y a menudo olvidados de Berkeley y Hume, que auguraban otra visión perceptiva diferente y crítica con lo establecido. Y uno de los nódulos del cambio será el estudio de la luz. Desde los balbuceos míticos de Empédocles hasta la óptica newtoniana, pasando por el acercamiento poético de Goethe, la luz ha sido objeto de fascinación para los hombres de ciencia. Fueron Maxwell y Faraday los que sentaron las bases del estudio de los campos electromagnéticos y Einstein, con sus experimentos mentales, nos llevaría al vértigo de la relatividad y a la importancia del observador. La teoría cuántica se encargaría después de profundizar en el misterio lumínico y socavar los cimientos de la física anterior. De ahí que estas revoluciones contemporáneas evidencien que cada ciencia tiene su propia narrativa poblada de mitos, su propia racionalidad, y que los caminos epistemológicos siguen abiertos en un universo inconcluso.

Por eso, no hay una ciencia, sino muchas, y cada una posee una visión propia, por lo que escapa el conjunto de todas de ellas al supuesto ideal de la completud: «La cosmología contemporánea sigue siendo la gran suministradora de mitos. Lo único que ha cambiado es que los relatos que elabora no se consideran mitos. Esa literalidad dogmática constituye el peligro del cientifismo. La estrategia no es nueva, ha sido utilizada por los discursos hegemónicos de todas las épocas: los bárbaros hablan mediante alegorías o metáforas, y, mientras, los civilizados sustentan la literalidad. Ésa es la magia del laboratorio» (p. 287).

En su reivindicación de lo sensible y en su crítica al abuso de la abstracción, Arnau afirma que las cualidades de precisión y coherencia que implican los conocimientos abstractos de poco sirven en la toma de decisiones y en la solución de conflictos: «Nadie convence a nadie de nada, como decía Emerson, y una discusión nunca podrá resolverse mediante una operación algebraica, como soñó Leibniz. El habla es un elemento decisivo para la comprensión, y tiene componentes sensibles (visuales, sonoros) y afectivos de los que carece el formulismo matemático» (p. 22).

En medio de los avatares científicos por los que nos conduce con mano firme el autor, el tema de la conciencia centraliza muchas de sus reflexiones. Ese peculiar objeto de estudio escapa a cualquier cuantificación, por mucho que se empeñen las neurociencias en acotar esa realidad consciente dentro de los parámetros de la actividad electroquímica de las neuronas y en convertirla en un «epifenómeno del cerebro». Arnau se rebela contra este rancio mecanicismo y defiende una visión más amplia, que acoja y despliegue todo el caudal emocional, imaginativo y espiritual del ser humano: «Cualquiera que se haya dado un paseo por las altas mesetas de la filosofía sabe que la conciencia carece de cualidades primarias, esas que interesan tanto a los animales de laboratorio: tamaño, solidez, extensión. No es grande ni pequeña, no tiene peso ni medida, no es lenta ni veloz (aunque pueda experimentarse como tal en los llamados estados alterados de conciencia), y al parecer no se ve afectada por las condiciones que imponen el espacio y el tiempo. ¿Cuánto pesa una nostalgia? ¿Cómo medir los miedos y las esperanzas sino comparándolos con otros miedos y otras esperanzas? Cuando uno se plantea seriamente cuánto dura un anhelo, se tiene la sensación de que el tiempo es un derivado del anhelo, y no a la inversa. En esa convicción viven aquellos que consideran lo sólido y manipulable como resultado de toda una serie de sensaciones táctiles y visuales, y, desde esta perspectiva, la conciencia resulta irreductible. Paradójicamente, la conciencia es lo más íntimo y lo más distante. Lo más íntimo, por su evidencia y presencia plenas; lo más distante, por ser un trasfondo esquivo, huidizo e inaprensible. No consiente medidas, ni siquiera negligencias u olvidos. En ocasiones toma otras formas, por ejemplo cuando dormimos, pero siempre está ahí, como una madre desafecta, como una compañera fiel» (pp. 30 y 31).

En su poliédrico ensayo, Arnau sigue repasando con actitud inquisitiva algunas de las más visionarias y recientes aportaciones al emergente cambio de paradigma: el antropólogo Terrence Deacon, que busca la conciliación de lo mental con lo biológico, gracias a su defensa de la finalidad en los organismos; el filósofo Thomas Nagel, que, desde el campo de la ética y la justicia social, reivindica la realidad mental de los valores y se enfrenta al neodarwinismo, simple y azaroso. Se unen a esta lista selecta de nombres y casi herética para la ciencia oficial el biólogo Rupert Sheldrake, con su imaginativa teoría de las resonancias mórficas en la naturaleza (una especie de memoria colectiva presente en los seres vivos); el filósofo díscolo Paul Feyerabend, que destapa la dimensión ideológica de la ciencia, considerada ahora como una colección de relatos; el físico cuántico David Bohm, con su teoría del orden implicado y su inquietud por sintetizar la física con la espiritualidad oriental; el inclasificable Ervin László, audaz filósofo de la ciencia, que nos sorprende con su paradigma ākāśico, a la caza y captura de una conciencia entrelazada y no local (las partículas antes unidas y separadas después siguen conectadas a pesar de la distancia); o el extraño poeta y filósofo, seguidor de la antroposofía, Owen Barfield, que se atreve a negar la realidad extramental y postula el poder de la imaginación, dado que los fenómenos del mundo cotidiano los experimentamos colectivamente como representaciones. Y, como colofón a la propuesta de una cosmología participativa, Arnau recurre al filósofo Skolimowski, adalid de la mente como partícipe fundamental y cocreadora en la evolución del cosmos. Con fuerte convicción, este prolífico ensayista nos recuerda la importancia de recuperar aquella sabiduría ancestral y olvidada, que ha de renacer desde una conciencia lúcida, responsable y sensible hacia todas las formas de vida: «La verdad participativa forma parte de una sabiduría inmemorial. Nos viene aquí a las mientes una línea del Talmud: “No vemos las cosas como son, vemos las cosas como somos”, que no es tanto una apelación al subjetivismo como la constatación de que la realidad se construye mentalmente y cada uno de los seres participa y es responsable en esa tarea. El destino del mundo no es algo ciego o mecánico, sino que se encuentra participado. Hay tantos mundos como seres. Guiadas por el sueño de la objetividad, las corrientes dominantes de la ciencia han renunciado a esa tarea con la esperanza de ver “las cosas como son”, objetivamente, como si los seres vivos que perciben no estuvieran en el mundo ni formaran parte de él. No es de extrañar que el resultado de todo ello sea un universo frío y desafecto, donde la conciencia, el saberse ser, resulta un fenómeno accidental prescindible» (pp. 288 y 289).

En este tránsito fecundo y sugerente que Arnau realiza por distintos relatos científicos, tiene en cuenta curiosos detalles biográficos de los autores tratados y efectúa un diálogo enriquecedor con algunas de sus obras fundamentales. Y es ahí donde el escritor valenciano, con técnica novelística, nos muestra su mejor versión, amparada por una vasta cultura y un lenguaje claro, incluso poético y exaltado en ocasiones. No olvidemos que ha firmado, asimismo, «ficciones filosóficas» (El efecto Berkeley y El cristal Spinoza). En esa interacción de vida y obra de destacados científicos, Arnau subraya la dimensión imaginativa de la conciencia. Esa «mente imaginal» fue la raíz de las grandes visiones del intuitivo Faraday (con su idea de «campo»), el soñador Einstein (que atisba un campo de gravedad en movimiento) o el brillante Heisenberg (con su revelación sobre los electrones escurridizos que sólo son reales cuando interactúan).

La fuga de Dios resulta un libro pedagógico, estimulante, heurístico para los lectores, y también exigente. Además, la referencia continua a las filosofías orientales, viniendo de este gran estudioso, enriquece el texto y amplía perspectivas. En definitiva, Arnau ha recogido el testigo de diversos autores que nos impelen a vivificar nuestra espiritualidad en fuga, y esta llamada ya es ineludible, porque nos va en ello la vida, como individuos y como especie.

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