Fedosy Santaella
Los nombres
Pre-Textos, Valencia, 2016
176 páginas, 15.00 €
POR CARMEN ITAMAD

Borges y Platón. El último libro de Fedosy Santaella (Puerto Cabello, Carabobo, 1970) se abre con los nombres de estas dos auctoritas. Ambos hacen acto de presencia en la disertación sobre los vínculos entre las palabras y las cosas que inaugura Los nombres. Santaella se apoya en «Historia de los ecos de un nombre» y en el Crátilo para discurrir en torno a la identidad entre lenguaje y realidad característica del pensamiento mágico y concluir que, aún en nuestros días, arrastramos parte de esa herencia: en ocasiones, el nexo que emparienta a las personas con sus nombres propios reclama caprichoso nuestra atención, y fugazmente nos permitimos el lujo de dejarnos cautivar por la intuición de un enigma. Menos común resulta, sin embargo, que alguien haga acopio de la valentía necesaria para sumergirse en la empresa de explorar a fondo el misterio que los nombres cobijan –advierte el autor–; el sentido del ridículo actúa como barrera disuasoria las más de las veces. No obstante, Fedosy Santaella asume el reto planteado en la obra que nos ocupa, ganadora del Premio Internacional de Novela Corta Ciudad de Barbastro 2016, y el segundo título del venezolano que Pre-Textos publica (en 2015 la editorial valenciana lanzó El dedo de David Lynch, una de las nueve novelas finalistas del Premio Herralde).

Lo hasta ahora dicho puede inducir a que uno se figure que Los nombres constituye una suerte de ensayo filológico, de tono grave, donde se asumen ciertos riesgos, lo cual no encaja ni con la trayectoria de su autor –un narrador curtido en el cuento y la novela­– ni con que el texto haya resultado merecedor del mencionado premio –disputado por novelas cortas­–. La respuesta a este equívoco: Los nombres se plantea como una obra de ficción que gusta de demorarse en la frontera entre géneros, en el abismo entre la Literatura y el relato oral, en la linde entre la historia (azarosa) de las lecturas que han marcado a Fedosy Santaella y el periplo (también azaroso) de su familia, de ascendencia ucraniana. El gusto por la ambigüedad se refleja asimismo en el tratamiento de la voz narrativa, una primera persona que comparte nombre con el autor, con quien juega a solaparse, incitándonos a vacilar.

Borges, Platón, Kafka –otro peso pesado– y, junto a ellos, Harvey Pekar, un agorero archivista de Cleveland que, durante el auge del cómic underground estadounidense, acabó convirtiéndose en el creador y guionista de la serie autobiográfica American Splendor, erigida en fenómeno de culto. Fedosy Santaella se sirve de una tira de Pekar para ilustrar el trasfondo último que la interrogación por los nombres alberga. En esa tira, el trasunto ficcional del autor de American Splendor nos convierte en partícipes de la inquietud y el desasosiego que le ha causado toparse con varios Harveys Pekar en la guía telefónica: una reducida cohorte de dobles que se disipan y reaparecen en las sucesivas ediciones del listín. Preguntarse por los nombres equivale a interrogarse por quiénes somos, sentencia a colación de lo expuesto Santaella, apuntando a uno de los temas centrales de su peculiar novela: la identidad.

Los capítulos sucesivos de Los nombres, cuya geografía pueblan desvíos numerosos e insólitos, conforman un ejercicio metaliterario destinado a desvelar los antecedentes frustrados ­de su gestación. La trastienda de la novela se abre con la siguiente declaración de intenciones: «Siempre he querido contar una historia que nazca y crezca en los libros y en los nombres». La hoja de ruta trazada nos conduce hasta la figura ­–el nombre– de Víctor Modesto Franklin, duque de Rocanegras y príncipe de Austrasia, un excéntrico dandi que a comienzos del siglo xx importó a Venezuela la moda de París. Fedosy Santaella relata cómo dio a parar con este estrambótico personaje mientras se documentaba para participar en un programa de radio. Víctor Modesto Franklin lo asaltó por primera vez desde las páginas de la Caracas física y espiritual de Aquiles Nazoa, momento a partir del cual los títulos donde se producen encuentros fortuitos entre Santaella y Rocanegras comienzan a acumularse. Esta primera anécdota, así como la voluntad atribuida al nombre propio que conforma su centro, ilustra de modo paradigmático las coordenadas por las que proseguirá avanzando el texto: el contenido de las lecturas y la vida cotidiana se trenzan de forma persistente y azarosa llegando a urdir un continuo indisoluble que pone de manifiesto de qué modo la ficción, ­y no sólo los fenómenos de orden factual, nos conforma como individuos.

El duque de Rocanegras estaba llamado a ser el protagonista de esa obra cuya acción debía transcurrir en exclusiva dentro del territorio de los libros. El proyecto se truncó durante la fase de documentación: los acontecimientos en los que se había visto envuelto el dandi tropical eran de tal calado que Santaella se decantó por escribir una novela policiaca ambientada en la Venezuela de comienzos del siglo xx­. Los nombres pretende asirse a los principios constructivos ideados para tramar el relato de Rocanegras. No obstante, cerca de su desenlace afloran ciertas dudas relativas al triunfo de la empresa: «¿Dejé de escribir una historia sobre nombres y palabras? No lo sé, no lo creo». En la incertidumbre, e incluso en el fracaso del plan urdido, reside el éxito de la propuesta de Fedosy Santaella, pues la imposibilidad de llevarla a término parece constatar la existencia de esos vínculos entre ficción literaria y vida íntima que de continuo se nos sugieren.

El nombre Víctor sirve de enlace con el relato familiar que se alterna –al inicio tímidamente– con múltiples digresiones en torno a la importancia de los libros y con la historia de la iniciación a la lectura y a la escritura de Santaella, una suerte de Bildungsroman encantada, distante de cronotopos transcendentes, donde hacen acto de presencia un barco-librería, una biblioteca doméstica presidida por un televisor y las visitas a La Drugstore de un centro comercial caraqueño durante los años ochenta. Víctor sirve para conectar los libros con el relato familiar porque el duque de Rocanegras y el padre de Fedosy Santaella comparten nombre, y la voz narrativa, decidida a apostar por las analogías y el azar como hilo conductor, toma la determinación de recrearse en ese nexo fortuito.

La dinámica apuntada no constituye una excepción sino que se erige en el sustento lógico de acuerdo con el cual el discurso avanza a la deriva, rehuyendo de la causalidad.[i] En repetidas ocasiones, llega a apelarse a la patafísica para legitimar esta praxis encauzada a despertar el asombro del lector. Dicho estado de ánimo ya jugaba un papel clave en El dedo de David Lynch, la anterior novela del autor, donde, sin transgredirse las normas que rigen el mundo empírico ni producirse ningún desvío hacia lo fantástico, uno de sus jóvenes protagonistas, con actitud despreocupada, cosecha un dedo de la orilla del mar y decide conservarlo. Aunque el asombro también desempeña un papel fundamental en Los nombres, su imaginería se distancia de los presupuestos de lo siniestro con los que concuerda la premisa descrita. En El dedo de David Lynch, un entorno –una tranquila localidad costera­– y un personaje –un universitario hastiado– anclados a un universo familiar se tornan motivo de inquietud y sospecha a partir del mismo instante en que, parafraseando la reflexión de Freud a propósito de «El hombre de arena», aquello que debiera permanecer oculto se manifiesta. Por el contrario, en Los nombres domina la voluntad de encantar la cotidianidad y hallarle un trasfondo mágico, actitud conducente al coqueteo con lo maravilloso. La determinación tomada por su narrador de desvelar todas aquellas historias que subyacen bajo los nombres propios que lo circundan desemboca así en la quiebra de la trivialidad y lo superfluo.

La constelación de nombres en los que Santaella se demora pertenecen tanto al ámbito literario como familiar. Los segundos protagonizan la segunda parte de la obra –«Nombre entre la gente»– y entre ellos destaca Fedosy, que posibilitará entroncar la biografía del poeta persa del siglo x Ferdowsi con las andanzas del abuelo ucraniano del quien el autor toma el nombre: un magnífico narrador cuyos relatos se rememoran dando lugar a la reconstrucción de una saga familiar dentro de la cual tienen cabida versiones discordantes de anécdotas y lagunas que sólo pueden cubrirse imaginando. De aquí la deuda con la oralidad.

Pese al marasmo de historias que aflora a lo largo de esta exploración, no parece adecuado clasificar Los nombres como una obra fragmentaria. Gracias a un sólido trasfondo común, que carga de sentido la apuesta por la deriva y logra captar y mantener la atención del lector ­–a quien se incita a abandonarse al barthesiano placer del extravío–, los relatos convergen generando una estructura orgánica. El citado trasfondo remite, justamente, al afán por sacar a la luz el sinfín de historias inadvertidas que se oculta tras los nombres que nos rodean (ya pertenezcan a individuos o estén presentes en las páginas de un libro), que conectan con la memoria y que dotan de densidad a un mundo dentro del cual tienden a imperar la urgencia y la superfluidad, un presente donde «pretenden instaurarnos el reino de la historia fast food, con glorias fast food».

En un ensayo de 1985 titulado L’impureté, Guy Scarpetta establece una distinción entre artistas revolucionarios, que trabajan con el pensamiento puesto en el futuro, asidos al ideal de progreso, y artistas resistentes, que, en lugar de priorizar la innovación, vuelven la vista atrás. Aunque en primera instancia estos últimos puedan antojarse unos nostálgicos, entre sus inquietudes figura preservar la memoria de nuestras raíces culturales y desvelar la senda que ha conducido hasta el presente para lograr comprenderlo a fondo. Fedosy Santaella se propone llevar a cabo una empresa de este tipo en Los nombres. Lo hace a escala íntima: familiar y literaria.

1 En la película de no ficción La casa Emak Bakia (Oskar Alegría, 2012), partiendo de un enigma que en origen también es de naturaleza lingüística, se construye un juego semejante. En este caso, las analogías y el azar se convierten en el hilo conductor de un relato audiovisual que inicia el descubrimiento de una pieza de video de

Man Ray con un título en euskera, Emak Bakia [Déjame en paz]. El afán por dilucidar el origen del mencionado título dará lugar a la aparición de personajes tan insospechados como un payaso o una anciana aristócrata rumana, doctora en biología y tenista de éxito durante su juventud.

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