Roque Larraquy
La comemadre
Fulgencio Pimentel
177 páginas
Tres médicos conversan en un despacho. Hablan sobre un posible paciente que ha dedicado sus últimos años a desentrañar el secreto del cinematógrafo: «¿Sabe qué? Me dijo que el movimiento de la pantalla es mentira. No hay ningún movimiento. Son fotografías, ¿entiende? ¡Como en un giroscopio! ¿Y cuántas fotografías por segundo son necesarias para que el movimiento sea fluido y natural? Apostemos. ¿Usted qué dice?».
¿Cuántas? «¡Nadie sabe cuántas! Ese es el problema», dice el doctor Papini en un sanatorio de Temperley, provincia de Buenos Aires, año 1907.
Tomemos el funcionamiento del cine como espejo de los principales asuntos sobre los que Roque Larraquy (Buenos Aires, 1975) construyó su primera novela, La comemadre (2011), reeditada ahora por Fulgencio Pimentel después de la gran acogida de su último trabajo hasta la fecha, La telepatía nacional.
El cine como ese espacio generador de fantasmas que combina la mirada documental con la fábula, que se asienta en la ciencia óptica para elaborar ficciones artísticas, luz efímera que –como la fotografía– otorga una visible inmortalidad a quienes comparecen ante su foco. El vehículo de transmisión más potente para que lo monstruoso se haya convertido en uno de los grandes motivos de la cultura contemporánea. Cinematógrafo: trastienda de laboratorio, engaño de los sentidos, vocación de barraca de feria.
Ese ambiente de proyección científica para esconder un fraude constituye la esencia del Sanatorio Temperley, calificado como establecimiento especial para el tratamiento del cáncer y enfermedades de la sangre. «Es evidente que el cáncer se cura por completo con el suero anticanceroso del Profesor Beard, de la Universidad de Edimburgo (Inglaterra)». El famoso suero es un placebo, agua en su mayor parte.
El doctor Quintana es el último en incorporarse al equipo médico y toda esta primera parte de la novela consiste en una especie de crónica o diario de sus percepciones: la mirada glacial de un observador implicado pero distante, un mapa de los juegos de poder vigentes dentro de la clínica, la voz cínica del científico corrupto y el deseo de amar/someter a la enfermera Menéndez, la única figura femenina del entorno. Quien nos conduce por esos pasillos de arquitectura higienista resulta ser un monstruo perfectamente integrado en la institución, un funcionario cuya abyección se camufla –concuerda, diría– con un proyecto de progreso científico, de trascendencia personal.
La noción de trascendencia –junto a la de frontera– es clave en toda la novela y sirve para unir y completar, como en una declinación, sus tan diferenciadas como entroncadas dos partes.
El equipo médico del sanatorio pretende alcanzar algún tipo de trascendencia científica basándose en experimentar con una idea recibida de lo que uno de ellos descalifica como «una tradición oral de los verdugos»: una cabeza cortada conserva la conciencia durante nueve segundos, por eso el verdugo que guillotina la alza cogida del cabello, para mostrar al finado una última visión del mundo, como el actor que saluda en el escenario antes de que se cierre el telón.
El experimento: decapitar a los pacientes terminales –potencialmente, todos los del sanatorio– y hacer preguntas a su cabeza cercenada para obtener quizá una revelación de lo que hay más allá de la muerte. Un frase, un documento sobre lo que existe traspasada la última frontera, un testimonio de lo inalcanzable, un relato inédito. Algunos consideran este proyecto «una novela de aventuras», otros «una ciencia audaz».
Entre esos dos términos se sitúa el tema de fondo que otorga a la novela su clima, su tono lúgubre y la sensación de hallarnos en una especie de pasado del futuro: la aceleración de la ciencia en el siglo XX dejando atrás vías fracasadas, intentos sin fruto, los relatos convincentes que cada experimento necesitó para prosperar y concretarse en resultados aceptables. Una especie de épica del fracaso en el que cada paso sembraba la semilla de su decadencia y allanaba su camino al baúl de lo seudocientífico.
Los doctores necesitan convencer a los pacientes para someterse al experimento y ahí es donde Larraquy construye una radiografía precisa del lenguaje persuasivo de las instituciones de poder, encarnadas en el hospital. El positivismo científico, la jerga médica excluyente, los criterios de autoridad, las llamadas al patriotismo y la posteridad, el ataque ad hominem, la oligarquía teñida siempre con un tono patriarcal, racista y clasista, y ese vago aroma a lo colonial por vía de la propiedad inglesa de las instalaciones. «El paciente no entiende, pero le basta con que yo sí lo haga», explicita el doctor Quintana.
Quintana emerge aquí como el despiadado monstruo que habíamos intuido en las primeras páginas. Por sus acciones, sí –depura y hace avanzar el sistema de decapitación, encuentra soluciones para deshacerse de los restos–, pero también por la entidad lingüística que le otorga Larraquy a su narración en primera persona.
Su estilo es aséptico, preciso, con frases breves que describen acciones siempre miradas desde un ángulo extraño, situaciones que derivan en una lógica perversa de las relaciones y los deseos. El giro irónico es constante, el humor negro lo impregna todo, convierte cada escena en una hipérbole que actúa como un elemento distanciador, un antídoto contra el realismo: asistimos a esa galería de atrocidades y bajezas humanas como mirando un giñol retorcido, esperando el momento en el que quien puso las voces salga finalmente a tranquilizarnos, a decirnos que todo fue una farsa y a pedirnos una moneda. Pero no sale.
No solo no sale, sino que la novela tiene una segunda parte, un episodio que transcurre un siglo después, concebida por el autor como «una afloración tumoral» de la primera.
Aquí la voz la toma el objeto de observación frente a la ciencia: un artista conceptual que trabaja con las posibilidades estéticas de los cuerpos corrige el boceto de una tesis doctoral que una estudiante realiza sobre su vida y obra. Intenta fijar un relato a su medida, completar los vacíos de las imágenes multiplicadas de sus polémicas intervenciones en galerías de arte y museos internacionales. Quiere establecer los términos de su trascendencia.
Lo que a principos del novecientos se construía como monstruoso dentro de los términos de una institución poderosa bajo estricta apariencia aséptica, cien años más tarde se ha convertido en un sistema blando –el mercado del arte– que empuja a cada participante a elevar el volumen de su monstruosidad por su cuenta y riesgo, a ser el gestor infatigable de una posición duramente adquirida a fuerza de alimentar la maquinaria comercial-mediática con productos-obras cada vez más sofisticados, búsquedas manieristas de la atención, rupturas de la frontera de lo que es aceptable moral o artísticamente.
Es un breve episodio biográfico de un niño prodigio que empieza copiando cristos de Mantegna a mano alzada y avanza hacia lo autofágico, dueño de un cuerpo que recoge todas las presiones que le rodean. El relato funciona como un pequeño ensayo narrativo sobre el arte y la cultura contemporáneas: el poder del foco mediático para convertir en monstruoso todo lo que toca, la condición extraña y terrorífica del doble, una figura contracultural en momentos de ego desmedido.
La comemadre, la planta que da título al libro y que produce larvas que la devoran hasta convertirla en cenizas, y algunos lejanos vínculos familiares funcionan como nexo de unión entre las dos partes, que se desenvuelven en tonos muy distintos.
La primera –de un estilo más clásico– recuerda a los extravagantes y juguetones puntos de partida de Juan Emar y contiene fragmentos que bordan la ironía: «La mayoría de los donantes maneja un vocabulario de no más de cien palabras, preposiciones y artículos incluidos, y bajo esas condiciones es difícil no incurrir en la poesía», escribe.
La relación (de caza) amorosa en ese tramo se afianza sobre un profundo desconocimiento del deseo femenino por parte de los protagonistas, misóginos hasta alturas psicoanalíticas. La atmósfera de opresión, deseos reprimidos y decadencia me ha recordado en algunos momentos a El astillero, de Juan Carlos Onetti.
En esta historia está muy presente esa revisión cada vez más en auge en la narrativa hispanoamericana del concepto del progreso aplicado al pasado: los cimientos de un sistema de explotación natural y humana en nombre de la ciencia y los descubrimientos. Peregrino transparente, de Juan Cárdenas, publicada una década después, es un gran ejemplo en esa línea.
Roque Larraquy ha trabajado como guionista audiovisual y debemos agradecerle su apuesta aquí por el desarrollo de una auténtica búsqueda literaria. Son frecuentes en los últimos tiempos novelas concebidas bajo las estructuras narrativas más convencionales, revestidas con marcas de estilo de probada efectividad y prestigio. Articular una obra en dos partes tan dispares y con una hilatura de difícil encaje es la mayor fricción que podría encontrar un lector no demasiado abierto a la sorpresa.
La novela fue candidata en la lista larga del National Book Award norteamericano a literatura traducida en 2018 y contiene toda esa carcajada amarga característica de la obra posterior de Larraquy, que maneja muy bien el contraste entre crueldad y humor, la incorporación de todo un despliegue de ideas dentro de la narración. Un gran punto de partida.