Gustavo Faverón
El orden del Aleph
Candaya
352 páginas
Los lunes, después de trabajar, suelo tomar un café mientras leo la columna que Jordi Soler escribe para el diario mexicano Milenio. Es un espacio textual que invita al sosiego, y en el que en el tiempo de un párrafo pueden cruzarse Rilke y Castaneda, José Luis Perales y Baruch Spinoza. Esta costumbre la adopté después de tropezarme con un artículo en el que el autor de Los hijos del volcán invocaba la oposición a la polymathie que predicaron Demócrito y Heráclito, y citaba el ejemplo de Juan José Arreola, quien afirmaba haber leído pocos libros, pero muy bien leídos.
El signo de nuestro tiempo es el opuesto. También en lo literario vivimos expuestos a una variedad y cantidad de estímulos tan interesantes como desorientadores. Y como quiera que la mayoría hemos sucumbido al vicio capitalista de producir, el tiempo y la concentración que podemos dedicar a tanta oferta nunca es suficiente. Aun así, leemos un libro tras otro, como si fuese nuestra responsabilidad como lectores dejar pasar las menos obras posibles. Las redes sociales lo alientan: ¿cuántos libros has leído esta semana?, ¿ya le has echado el guante al imprescindible de este lunes, que mañana será ya menos codiciable ante la irrupción del gran clásico contemporáneo del martes? Ni siquiera se trata de la manida queja de que se publican demasiados malos libros, sino de que nos generamos la necesidad ansiosa de asomarnos a todos los buenos, de los que también se publican muchos.
Me resulta impensable que alguien que se deje arrastrar por esa vorágine pudiese escribir un ensayo como El orden del Aleph (Candaya, 2022). Gustavo Faverón se propone nada menos que «buscar un sentido a cada frase y cada palabra del relato» más famoso de Jorge Luis Borges. Una «inmersión total» que el autor limeño levanta sobre la voz de un narrador que se mueve entre la averiguación detectivesca y la erudición hermenéutica para dar forma a un texto ante el que solo he podido sentirme fascinado.
Esa voz que bien podría ser, mutatis mutandis, la de uno de los investigadores de la memoria de Patrick Modiano, conduce al lector por la bibliografía y el archivo, descendiendo por los múltiples niveles de significado de uno de los relatos más influyentes de la literatura en lengua española. Lo sienta frente a una mesa en la que aparecen el único borrador manuscrito que se conserva del cuento, en el que Borges escribe frases que se ramifican, sembrando opciones léxicas y argumentales a partir de las que el texto se proyecta en posibilidades incontables antes de que el autor dé con la versión que publicará. Le pone un auricular para que atienda a los micrófonos ocultos en conversaciones del pasado, por ejemplo, entre Borges y Estela Canto, o al diálogo entre las propuestas de Daniel Balderston, Maurice Blanchot, William H. Gass, Julia Kristeva… A partir de ese material tan diverso, Faverón desvela algunas de las ideas que subyacen en el texto pero que Borges decidió corregir o no explicitar, como la posibilidad de una relación incestuosa entre ese Daneri, que el protagonista detesta y con el que rivaliza, y la Beatriz Viterbo de la que sigue enamorado aún después de muerta, o invita a fijar la mirada sobre la pesada influencia que ejercieron en el texto los horrores de Hiroshima y Nagasaki.
Faverón incide en esta última lectura política e histórica, que me ha resultado especialmente estimulante, por el contraste entre lo evidente que se presenta después de El orden del Aleph y el recuerdo de lo desapercibida que me pasó en mi primer encuentro con el relato, del que realicé una lectura alejada de su momento inmediato, invitado por la universalidad y la atemporalidad que sugiere.
Pero «El Aleph» se publicó originalmente en la revista Sur alrededor de un mes después de los bombardeos sobre suelo japonés, y «es difícil suponer que el hecho crucial de esas semanas finales de la guerra lo haya dejado intocado». Ya antes, el conflicto imponía en la prensa argentina temas como «la transitoriedad de la existencia humana, la inminente destrucción del mundo…», que emergen en el texto borgiano: la muerte de Beatriz Viterbo, el riesgo de destrucción del Aleph. Pero una obra como la de Faverón no puede limitarse a compartir una impresión de lo que resulta razonablemente obvio, sino que aspira a «poder demostrar algo más que una simple influencia», y lanza la hipótesis de que «El Aleph» fuese «reescrito, o enmendado, o corregido, con Hiroshima y Nagasaki en mente».
«Borges sintió el imperativo de escribir (…) piezas de ficción sobre el conflicto de manera inmediata, avanzando al ritmo de la guerra», enmarca Faverón. En mayo de 1940 publicó «Tlön, Uqbar, Orbis Tertuis» sobre mundos que se destruyen y se reemplazan; en febrero de 1943, tras conocerse el horror de la Shoá, «El milagro secreto». El más explícito «Deutsches Requiem» aparece en paralelo a los juicios de Nuremberg. Y sostiene Faverón que, de la misma manera, Borges habría tenido «urgencia de que su texto se hiciese público mientras la discusión sobre Hiroshima y Nagasaki estaba aún en su punto álgido».
El profesor toma la cronología interna del cuento también como argumento. El apocalipsis nuclear es para Borges la destrucción de la cultura, y así no sería casual que la primera vez que el narrador viese el fabuloso artefacto fuese la segunda semana de mayo de 1941, cuando aconteció el primer bombardeo nazi sobre Londres, ciudad que describe como un «laberinto [biblioteca, archivo universal] roto». La destrucción de esa tradición literaria tan querida por Borges emparentada con la del Aleph objeto sugiere una metáfora de la extinción de la cultura como otro de los temas del cuento: la Aleph es la primera letra de la lengua de la creación. Destrucción provocada por el progreso, inmobiliario y bélico, tecnológico en ambos casos, que también vibra en la antipatía entre Daneri y el narrador sugiriendo otra ramificación del tema. No es la única.
De este modo se va desenrollando este análisis de «El Aleph» y permite proyectar algunas de sus claves de lectura hacia otras piezas del autor, no solamente las de esa «urgencia» que le provocó lo bélico. Por ejemplo, a partir de la posibilidad del incesto entre dos de los personajes de «El Aleph», el ensayista observa la cuestión del sexo y el tabú en la producción del autor argentino, leyendo «La intrusa» en paralelo al relato bíblico del amor entre David y Jonatán, o el pudor escatológico que detecta en la primera versión publicada de «La biblioteca de Babel» a la luz del testimonio de Estela Canto.
Hasta donde la estructura del lenguaje lo permite, parece que el propio ensayo trate de imitar el artilugio cabalístico del título, observando su objeto de estudio desde perspectivas y fuentes diversas, entrecruzándolas y poniéndolas en conversación, para ofrecer al lector una tentativa de comprensión que contempla incluso posibilidades contradictorias, como si el propio Faverón hubiese sido permeable a esa manera borgiana que sugirió en conversación con el escritor Alan Pauls: «En cada texto de Borges hay un momento en que puedes percibir una invitación a destruir el discurso que está construyendo él».
Aunque el desciframiento —se ajusta más este término que el de «interpretación»— de «El Aleph» que Faverón desarrolla y todos los cables bibliográficos que nos tiende son lo que convierte su obra en material de referencia, El orden del Aleph resulta tanto más estimulante por la manera en que el peruano plantea su indagación. De hecho, nadie que no fuese un especialista en la obra de Borges —y yo no lo soy— podría discutir los contenidos que se exponen en las casi cuatrocientas páginas de este libro, pero lo que asombrará a cualquier lector, incluso desde el extrarradio de lo borgiano, son su audacia teórica, su ambición, su minuciosidad analítica y su forma experiencial de comprender el hecho literario.