Stuart Jeffries
Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt
Turner, Madrid, 2018
484 páginas, 29.90 € (ebook 12.99 €)
POR JOSÉ ANTONIO GARCÍA SIMÓN 

«Una parte considerable de la intelligentsia alemana, incluyendo a Adorno, se ha hospedado en el Gran Hotel Abismo […] un hermoso hotel equipado con toda clase de lujos, al borde de un abismo, de la vacuidad, del absurdo. Y la contemplación diaria del abismo, entre excelentes comidas y divertimentos artísticos, sólo puede sublimar el disfrute de las sutiles comodidades ofrecidas».

Este zarpazo, soltado por el teórico marxista György Luckács en un prefacio a su célebre Teoría de la novela, sirve de hilo conductor a Gran Hotel Abismo. Biografía coral de la Escuela de Frankfurt del crítico británico Stuart Jeffries.

La escuela de Frankfurt es una de las constelaciones más influyentes en el pensamiento occidental del siglo xx. En su ámbito gravitan figuras como Walter Benjamin, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Friedrich Pollock, Franz Neumann, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Jürgen Habermas, que, mediante la actualización o ampliación de ciertas facetas del marxismo, arrojaron una nueva luz sobre las mutaciones del capitalismo, esbozando o desarrollando nociones como, por ejemplo, industria cultural o sociedad de consumo.

No obstante, la decisión de Jeffries de trazar una biografía coral se atiene a la peculiaridad que aglutinaba a la mayoría de los miembros fundadores de esta escuela, quienes procedían de prósperas familias de judíos asimilados que «vivían en un lujo sin precedentes entre la pompa guillermina y las pretensiones del vertiginosamente industrial Estado alemán de principios del siglo xx».

Una experiencia común que los habría impulsado a rebelarse contra el legado de la Ilustración que tanto atraía a sus padres por ser justamente aquello que aportaba un barniz intelectual a su éxito material: «hay un complejo edípico apenas sublimado, en el cual las luchas contra un próspero padre capitalista encuentran su expresión en la revolución».

El conflicto nunca zanjado con los orígenes burgueses se traducirá con frecuencia en un tira y encoge entre emancipación y confort.

Benjamin, por ejemplo, bien adentrado en sus treinta, exigía dinero a sus padres y «les decía que su insistencia en que él se ganase la vida era incalificable». Y aún con cuarenta años culpaba a su madre por el hecho de que él «fuera incapaz de prepararse una taza de café».

Marcuse, por su parte, después de participar en la abortada revolución alemana de 1918, se doctoró en literatura y trabajó seis años como librero en Berlín. Pero lo significativo es que su padre le proporcionara «un apartamento y un porcentaje de las ganancias de su editorial y su negocio de libros antiguos».

En cuanto a Adorno, Jeffries se arriesga a sostener que sin el resguardo material del hogar no habría llegado a ser un intelectual tan tenazmente seguro de sí mismo. Otro filósofo frankfurtiano, Leo Löwenthal, lo describió como «el señorito mimado de una familia pudiente» y algunos allegados señalaron que, mientras Alemania se hundía en la miseria durante la hiperinflación de 1922, «Adorno y su familia podían pagarse viajes a Italia y siguieron llevando un estilo de vida relativamente suntuoso».

Las paradojas rigieron siempre el destino de la escuela de Frankfurt. Fundado en junio de 1924, el Instituto de Investigación Social —éste es su apelativo oficial— fue financiado por hombres de negocio judíos para que un grupo de intelectuales se dedicara a las investigaciones marxistas.

Si se quiere, ésta sería la contradicción fundacional (y sempiterna) de los pensadores de Frankfurt: depender del Capital para sustentar sus reflexiones y escritos sobre los estragos del capitalismo.

Un equilibrio que no libró de contorsiones. A fines de los cincuenta, Max Horkheimer, quien dirigiera el instituto durante más de tres décadas, a raíz de un artículo en que el joven Habermas hacía un llamado a la revolución, se ofuscaba en una carta dirigida a Adorno, porque «sencillamente no es posible admitir este tipo de artículo de investigación en un instituto que existe gracias a los fondos públicos de esa sociedad restrictiva [la sociedad burguesa]».

Ya durante el exilio estadounidense, en la década de los cuarenta, con el fin de eludir cualquier encontronazo político, el empleo de eufemismos (o la autocensura) se había convertido en una constante. El término marxismo desaparecía en los escritos del instituto y se llegó al punto de alterar la conclusión militante de La obra de arte en la era de la reproducción técnica. Mientras que Benjamin había sentenciado que «a la estetización de la política que promueve el fascismo, el comunismo responde con la politización del arte», la revista del instituto sustituía «fascismo» por «doctrina totalitaria» y «comunismo» por «las fuerzas productivas de la humanidad».

Siguiendo pues los altibajos de la escuela, el relato de Jeffries se estructura en siete partes. Su recuento va desde la génesis (1900-1920) de la generación de intelectuales que fundaría el instituto hasta las inflexiones que, a partir de la década de los setenta, alejarían del marxismo a sus representantes posteriores. Y, ateniéndose a la vocación biográfica, Benjamin, Adorno y Habermas ofician sucesivamente de figuras tutelares.

Así, la escansión por décadas intenta seguir la evolución de las obsesiones de la escuela de Frankfurt. Al trauma fundacional de los años veinte (el fracaso de la revolución alemana) le sucede el enigma de la década del treinta (la adhesión de la clase obrera al fascismo) y luego en los cuarenta el descubrimiento de la industria cultural en tierras estadounidenses. Todo esto cristalizará en los cincuenta en un enfoque que diagnostica la sujeción irredimible del individuo al imaginario del capitalismo contemporáneo. En los sesenta semejante pesimismo alcanza su máxima tensión y se saldará con el abandono progresivo del marxismo como proveedor conceptual.

A su vez las semblanzas de Benjamin, Adorno y Habermas condensan el destino de la pléyade frankfurtiana. El primero, aunque «nunca estuvo en la nómina de la escuela, fue su más profundo catalizador intelectual». En cambio, la obra de Adorno representa sin dudas el núcleo duro de Frankfurt, su exposición más brillante, también la más radical. Por último, Habermas marca el pasaje de un controvertido neomarxismo a un liberalismo no menos sui generis.

El resultado es el cuadro esclarecedor de un proyecto que pronto cumplirá un siglo. En un principio la teoría crítica, término acuñado en Frankfurt, debía analizar los modos de perpetuación del capitalismo. Pero habiéndose convertido éste en un sistema que, mediante la cultura de masas, la comunicación y la tecnología, «enmascaraba la intensidad de la explotación» era necesario no sólo analizar las bases económicas de la sociedad, sino su «superestructura», desarrollando una crítica de los mecanismos de control ideológico.

De ahí el vuelco dado al marxismo tradicional, trasladando la prioridad de la esfera económica a la sociocultural. Traslación que propiciará otro rasgo deliberado de este marxismo heterodoxo, la interdisciplinariedad. Oponiéndose abiertamente al positivismo lógico y al corsé académico de la especialización de la filosofía, los escritos frankfurtianos apelarán en su forja conceptual a la crítica literaria, la musicología, el psicoanálisis, la sociología, la psicología de masas, la economía, etcétera.

De tal modo se irá perfilando una radiografía de las sociedades contemporáneas, supeditadas por la industria cultural y el consumo, donde el desarrollo tecnológico sella la reducción de la razón al utilitarismo y en las que la emancipación queda prácticamente confinada a la esfera estética y a escala individual.

Bien se puede decir que, hasta el giro hacia el liberalismo operado por Habermas, las investigaciones del instituto desembocaron en un marxismo mutilado en que la fría disección social no encuentra solaz en la utopía. Si bien Gramsci exclamaba «pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad», o Ernst Bloch propugnaba aún «el principio de esperanza», Frankfurt sentenciaba que fuera del capitalismo no había nada.

Un diagnóstico que tendrá ecos, cuando no una clara influencia, en autores tan disímiles como Michel Foucault, Jean Baudrillard, Jacques Derrida, Fredric Jameson, Slavoj Žižec o Giorgio Agamben, por sólo mencionar algunos.

Si bien Jeffries no traza nominalmente esta genealogía, sus análisis precisos y minuciosos de los debates que alimentaron la corriente frankfurtiana la insinúan. El libro se presenta pues no sólo como una guía ágil y sagaz por los meandros de la escuela de Frankfurt, sino que bosqueja el mapa de sus posibles afluentes. Y ello aunando el retrato vívido de sus principales nombres con la dilucidación teórica y también el vaivén entre el marco conceptual de entonces y el contexto sociopolítico actual.

Ahora bien, Gran Hotel Abismo suscita algunas dudas en cuanto a su planteamiento fundacional, es decir, la idea de que los pensadores de Frankfurt poco hicieron por acatar la oncena tesis de Marx sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».

Tomar al pie de la letra este dictado —y es lo que hace Jeffries al endosar la crítica de Lukács como título del libro— lleva a pasar por alto la objeción de Heidegger: «una transformación del mundo presupone una transformación de la propia concepción del mundo y esa concepción del mundo sólo puede ser obtenida por medio de la interpretación».

Justamente Jeffries sobrevuela la influencia de Heidegger en la escuela de Frankfurt. Abundar en esta relación le habría permitido, por ejemplo, discernir mejor el hecho de que el núcleo duro frankfurtiano (siguiendo la estela de la fenomenología) entendía que sin el desvelamiento adecuado del ser (social) todo cambio estaba condenado al fracaso —en última instancia, el estalinismo era producto de una lectura precipitada, cuando no totalmente errónea, de la realidad—.

Y aquí también aflora un retorno a lo contemplativo, siempre de la mano de Heidegger, vinculado al recelo o a la fobia que Horkheimer y Adorno, a contracorriente del marxismo clásico, sentían respecto a la tecnología. De ahí su condena de la Ilustración como una sofisticación de los mecanismos de dominación.

Esta fe en la interpretación, como vector de cambio, ayuda también a entender el repliegue radical hacia la dialéctica negativa y la estética de un Adorno, quien veía en la refutación de la veracidad del orden existente (en el desenmascaramiento de sus dispositivos ideológicos) la única vía de escape a la hegemonía del capital.

Dicho sea de paso, la huella de los escritos frankfurtianos en alguien como Angela Davis sugiere que en toda interpretación hay en juego algo más que la mera especulación.

Pero el no activismo de Frankfurt se entiende también si se analiza con mayor rigor la tenaza política que comprimía a sus pensadores. Enraizados en la izquierda, tras la derrota de la revolución alemana, a los frankfurtianos les quedaba o bien adherir a la socialdemocracia (fuertemente desacreditada por su respaldo a la Primera Guerra Mundial) o bien a un partido comunista cada vez más influenciado por la URSS y, a la postre, por el estalinismo.

En Consideraciones sobre el marxismo occidental, Perry Anderson señala que a partir de la segunda mitad de los años veinte el marxismo se congeló. Un fenómeno que situaba a los intelectuales en una posición incómoda: al quedar la innovación teórica tácitamente prohibida, se veían ante la disyuntiva de dar muestras de lealtad o de mantenerse a distancia respecto a la urss. Esta sería una de las principales razones de la brecha que se abriría desde entonces entre la intelectualidad y los partidos obreros.

El repliegue frankfurtiano en el campo teórico bien puede ser visto como una estrategia para preservar la autonomía.

Otro punto que no queda claro en el relato de Jeffries es el distanciamiento que la escuela de Frankfurt toma con el marxismo a partir de la década de los setenta —particularmente notorio en la obra de Habermas—.

Este proceso no se entiende cabalmente, porque el ensayista británico se detiene más en las fricciones de Horkeimer y Adorno con Mayo del 68 que en las consecuencias teóricas del fracaso de la Nueva Izquierda; mientras que el giro de Habermas hacia el liberalismo se origina, por una parte, en el panorama sombrío que habían dibujado sus predecesores y, por otra, en el callejón sin salida adonde habían ido a parar los movimientos de emancipación surgidos en la posguerra fuera de la órbita soviética.

Es este impasse teórico-práctico lo que empujó a explorar otras vías para darle cuerpo al dictado de Adorno: que Auschwitz no se repita. Si el resultado ha sido concluyente, ésa es otra historia.

Por último, Jeffries tampoco especifica en qué radica la continuidad de la escuela de Frankfurt, pese a la ruptura con el marxismo y al hecho de haber experimentado otro vuelco teórico, desde comienzos de siglo, impulsado por Axel Honneth.

No se formula aquí una pregunta que sin embargo se vuelve evidente: ¿qué es lo que permite seguir hablando de la escuela de Frankfurt como un todo al cabo de un siglo?

Estas objeciones no desdicen la utilidad de Gran Hotel Abismo para quien quiera iniciarse o profundizar en los arcanos de una de las corrientes teóricas más fascinantes del último siglo.