Mike Wilson
Leñador
Errata Naturae, Madrid, 2016
496 páginas, 21.50 €
POR JOSE ANTONIO GARCÍA SIMÓN

«Soltarlo todo y largarse, qué maravilla», reza una canción (adolescente) de Silvio Rodríguez, que (por ello mismo) resume la tentación más a mano cuando la existencia se vuelve un lastre. Algo así debió de sentir el narrador de Leñador, la última novela del argentino Mike Wilson.

«Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar», se lee en las primeras líneas del relato. La fuga lo lleva hasta los bosques de Yukón, territorio canadiense limítrofe con Alaska, donde es acogido en un campamento de leñadores que lo iniciarán en un mundo en las antípodas del confort citadino. Un inicio idóneo para el recuento de la habitual proeza por adaptarse a un modo de vida hostil. Sin embargo, no será éste el enfoque o, por lo menos, no en su veta épica. Apenas se ha perfilado el drama, un rótulo, «Hacha», frena el empuje novelesco, propiciando una descripción pormenorizada de la forma y la utilización adecuada de la herramienta, así como de las tradiciones que han creado los leñadores en torno a ella. Una alternancia que se prolongará a lo largo del libro, asentando como testimonio lo que es puro juego de invención —de existir, el campamento se situaría más en el siglo xix que en el actual, pese a la inclusión de elementos propios de una globalización idílica: leñadores nórdicos y caribeños que fusionan en armonía rituales y costumbres—.

Así pues, mediante viñetas de corte intimista irán desfilando los estados de ánimo, anécdotas y meditaciones del narrador. En estos interludios (que rara vez superan media página) traslucen sus rasgos —argentino, veterano de las Malvinas, acuciado por dudas existenciales o un trauma que nunca se explicita— en una prosa resueltamente minimalista (adjetivación escueta, precisa, frases cortas, sin pirotecnia), pero no desprovista de poesía. Un tono que oscila entre languidez y serenidad.

Las entradas, en cambio, a semejanza de una enciclopedia, despliegan una escritura con visos de tratado —botánica, geografía, antropología, zoología…— y, no menos, de tutorial de YouTube. De la pesca a las avalanchas, pasando por las botas, la higiene, los tótems, el clima, la muerte, el búho, la xilografía, la medicina, el cuervo, la escalada, las enfermedades, el lobo, la música, el basalto, la antropofagia y una infinidad de etcéteras, va componiéndose un abigarrado manual de instrucciones acerca de los territorios salvajes de Yukón. Aquí la narración pasa de la primera a la tercera persona con predominio del indicativo, de modo que se acota la experiencia propia en beneficio de una exposición factual, cuando no científica. Cada entrada es seguida de otra, que le sirve de precisión («cabaña-muescas», «distracción-ajedrez»), y, a diferencia de las viñetas, las configura un solo párrafo que con frecuencia se dilata durante páginas. El énfasis del libro, más que en el narrador, recae, pues, en el mundo que lo circunda.

Leñador es sintomático del interés renovado por la naturaleza, la vida auténtica, en una época en que el ciberespacio difumina los límites de la realidad y los excesos de la economía abocan a su inminente destrucción. Mundo virtual y catástrofe ecológica funcionan aquí cual telón de fondo. Y en esta realidad que parece escapársenos de las manos se origina quizás la tentación de recurrir al tratado como forma novelística —ir más allá de lo efímero, lo contingente de una vivencia personal—. Un proyecto que supone maridar la aridez del manual y la seducción propia del relato sin que la complejidad se resienta.

Ahora bien, ese equilibrio delicado entre tratado y novela se sustenta aquí en una práctica más bien propia del arte contemporáneo, hacer del archivo un procedimiento estético. Según Boris Groys, los archivos coleccionan conjuntos de experiencias que consideramos que no se han de perder, que deben ser rescatados de la muerte —en este caso, aunque el texto finja acontecer en el presente, el de los leñadores de Yukón a fines del siglo xix y principios del xx. Pero en su uso, por parte de los artistas, se revela a la vez una aproximación no historicista del pasado, el interés en reconstruir fenómenos individuales pretéritos fuera de todo contexto —la huida de la civilización, por ejemplo—. Y en Leñador esta tensión se resuelve solapando ambas dinámicas: la redención del narrador coincide con el rescate del mundo perdido. No en balde, su escritura no contempla una trama, sino que tiende a su negación, defraudando cualquier expectativa de la ficción de personajes. El protagonista de estas páginas no es otro que el despliegue (apenas encubierto) de los materiales caducos, obsoletos, de los que el autor echó mano para forjar su propia Utopía –construcción, y no reconstrucción, pues ese Yukón entreverado de arcaísmo y posmodernidad sólo existe (y ha existido) en este libro—. Tal actualización del archivo supone, a su vez, un détournement –el de una realidad decimonónica que termina por encarnar una vía de escape futurista—. Apropiación que puede enarbolarse como manifiesto —o desbarrancarse en puro solipsismo—.

Y por lo mismo, como suele pasar en este tipo tentativas, la de Mike Wilson despierta algunas dudas. La más evidente radica en el estribo de la narración, esa voz que asoma por pinceladas, dejando entrever un pasado doloroso, insoportable —¿la guerra?, ¿el fracaso como boxeador?—, que lo impele a refugiarse en la soledad de los bosques —«Era lo que buscaba, un vacío terrible y precioso, una vacuidad que me vaciara a mí también»— y es causa de un cuestionamiento sin fin —«Aquella asimetría ante la pregunta no me termina de convencer. O quizás el error está en la pregunta misma, o en preguntar»—. Wittgenstein cierra el Tractatus con su famosa sentencia: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse». Y ésta parece ser la vía elegida por nuestro narrador: «El problema no es la dificultad de la indagación, sino que la pregunta en sí está mal formulada». Por tanto, decide no avanzar más en sus elucubraciones, ya que no deja de caer en «los engaños del lenguaje, en el pensamiento tautológico, circular». Hasta ahí, todo bien. Pero el problema es que en ningún momento se despliega el cogito «ad infinitum en el que se cuela la duda». O, siendo preciso, la mención al pensamiento se hace recurrente sin que el contenido mismo aparezca —más que pensamiento, amago—.

Dos posibilidades se vislumbran entonces. O bien el lector ha de entender que la duda es mera angustia existencialista (sufro, luego existo) —como mucho sustentada en ese pasado turbio en que las Malvinas y el cuadrilátero son los signos de una lucha perpetua—, o bien se ve obligado a aceptar este regodeo con lo indecible, puesto que «los espejismos del lenguaje se disuelven», como la lección aprendida en un duro cuerpo a cuerpo con la vida. En ambos casos se trata de una petición de principio. En el primero porque no basta con sugerir lo traumático para que se le atribuya de por sí peso (ni lucidez) a los telegramas con que el narrador alude a su tormento —lo genérico no sirve de mucho aquí (hay quien pasa por la guerra como si no pasara), mucho menos cuando (aunque sea sólo por momentos) se corre el riesgo de incurrir en formulaciones dignas de Eckhart Tolle: «El sentido de las cosas se da cuando uno deja de buscarlo»—. Sufrir no engrandece, pues: de quien sufre sólo se puede inferir… que sufre.

En cuanto al segundo, tal parece que el narrador se ciñese a una férrea obediencia del dictado de Wittgenstein, limitándose a la relación de las impresiones provocadas por el nuevo entorno —salvo cuando da indicios de un rumiar obsesivo—. Pero la paz que suscita la luz de Yukón es el contrapunto de esa mente ida de rosca a fuerza de elucubrar. Y, por paradójico que parezca, es justamente esa deriva del razonamiento lo que ha de filtrarse. David Pears, biógrafo y exégeta de Wittgenstein, insistía en que, para éste, los desvaríos del lenguaje, lejos de asimilarse a una enfermedad del raciocinio, eran la condición necesaria de toda comprensión filosófica. Sin esa deriva no habría posibilidad de conocimiento. Al obliterar el proceso que le hace entender los límites del lenguaje, el narrador nos expone a priori una razón que sólo se alcanza a posteriori. Y en esto reduce lo que habría sido la crónica de una búsqueda interior a la ilustración de una verdad impostada —remedo curioso de la novela de tesis—. No es azar que quede pertrechado en un balbuceo tautológico: no se puede decir lo indecible.

A fin de cuentas, este narrador evanescente termina operando como rampa de lanzamiento —es decir, como puro pretexto— al grueso del texto, compuesto ante todo por los capítulos sucesivos que dan cuenta del hábitat de los leñadores. Pero la ficción de un discípulo de Wittgenstein no resulta imprescindible para el despliegue del inventario de este mundo remoto. Radicalizando sus premisas quizás: ateniéndose tan sólo a la descripción de sus impresiones o despareciendo del todo —una voz sin cuerpo—. Y es que la fortuna de Leñador se sustenta en el breviario de un universo casi extinto (en que el hombre depende de sus habilidades manuales) que, de estallar el cataclismo ecológico, bien puede cifrar nuestro futuro. Esta ambigüedad —el pasado izado a porvenir— lo convierte a la vez en manifiesto y en archivo. El afán de dar cuenta exhaustiva de todo lo que pudiese ser relevante (animales, plantas, objetos, gestos, elementos topográficos o climáticos), más que restituir un ecosistema, intenta fijar las posibles condiciones de vida en su seno. De ahí que no se haga hincapié en los puntos capaces de poner a prueba el equilibrio del medio en cuestión (apenas si son sugeridos): balleneros, buscadores de oro, la relaciones entre colonos y poblaciones autóctonas o bien la tala de los bosques, es decir, la presencia misma de los leñadores. No se trata, pues, de un canto a la naturaleza ni de la indagación del devenir de la región, sino de una puesta en evidencia de su valor de uso. Una exposición que resulta irónica al resaltar que esta descripción minuciosa de la naturaleza es propiciada por su domesticación. ¿Cómo salvar la «oposición entre sujeto y naturaleza»? Es la pregunta que recorre en filigrana todo el libro sin encontrar respuesta. En su fuga final, empeñado justamente en fundirse con la naturaleza, el protagonista termina derribando un árbol. Un gesto que revela el impasse en que nos encontramos: nuestra supervivencia como especie depende de la preservación del medioambiente, pero (hasta ahora) nuestra sola presencia implica su destrucción.

Hay más. De la sucesión inagotable de anotaciones «al servicio de una función pragmática» se desprende una estética del tedio que, a contrapelo de la industria del entretenimiento y de gran parte de la literatura actual, procura restañar el flujo continuo de estímulos —alicientes a la vez de la euforia y de su revés, la apatía—. Registrar los detalles de la rutina de los leñadores induce a una práctica semejante a la meditación, «un estado de calma, ensimismado y metódico». Pero plasmar ese límite es cosa poco común. Leñador postula, pues, cierta suspensión del tiempo, un espacio donde (quietud mediante) la mente se entrega a un acto repetitivo (que no mecánico) en el que de a poco, con cada nueva entrada, va purgándose del ruido de fondo cotidiano hasta alcanzar conciencia plena de sí, del mundo —una suerte de epifanía—. La ausencia de sobresaltos como impugnación a la enajenación colectiva.

O será la literatura que viene, y nos espera, después de la hora final, entre los escombros de la civilización, cuando, partiendo otra vez de cero, «el manual, el almanaque, la guía, pasa a ser novela, una novela dotada de una honestidad brutal». O dicho de otro modo: un texto mínimo, «libre de espejismos».