Jesús Carrasco
La tierra que pisamos
Ed. Seix Barral, Barcelona, 2016
270 páginas, 18€ (e-book 13€)
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

Ocurre de vez en cuando que un escritor agita las aguas de la literatura estancada en el convencionalismo o la moda con una obra sorprendente. Ha sucedido en nuestras letras todavía cercanas un puñado de veces, frecuentemente con una opera prima que tuvo consecuencias en la determinación del canon. Recordaré, a bote pronto, a Camilo José Cela por partida doble –Pascual Duarte y La colmena–, a Carmen Laforet –Nada–, a Rafael Sánchez Ferlosio –El Jarama– o a Luis Martín-Santos –Tiempo de silencio–, por ceñirme solo a los prosistas de posguerra. En todos los casos, se plantearon conjeturas sobre el porvenir literario del autor, sobre la capacidad para satisfacer las expectativas que esos trabajos habían despertado. Unas veces, estas se cumplieron, y esos títulos supusieran un hito en su trayectoria –Cela–; otras defraudaron –Laforet– o el imprevisible destino las cercenó –Martín-Santos–. Incluso en Sánchez Ferlosio se produjo una paralizante reacción contra la súbita fama y contra el compromiso de asumir el molesto papelón del literato.

No llegó a tanto, pero sí causó su buen revuelo, la primera novela de un narrador inédito y todavía joven, el pacense Jesús Carrasco (1972), quien publicó Intemperie en 2013. La novedad radicaba en una fábula alegórica sostenida en la aleación de un ruralismo estricto con un estilo que exhumaba voces olvidadas sin temor a la arqueología léxica. Desde entonces, Carrasco ha guardado silencio, y ello ha acrecentado la curiosidad por saber si revalidaría las promesas iniciales con un libro de sostenida personalidad y a la altura del anterior. La prueba llega con La tierra que pisamos. En parte la esperada nueva obra guarda un evidente aire de familia con la anterior, porque otra vez tenemos un relato abstracto de emplazamiento rural y de intencionalidad simbólica; en parte, en cambio, se diferencia mucho de la precedente, por cuanto ahora ha desaparecido ese regusto por el arcaísmo verbal y solo contadas voces –turbidez, cualidad de turbio; apersogar, atar a un animal; tabal, barril con alimentos; lechón espetado, atravesado con un objeto puntiagudo para asarlo– sorprenden en una prosa directa y utilitaria, aunque matizada muchas veces por un sentimiento poemático de la naturaleza. Mantiene, como digo, La tierra que pisamos, una sustancial concepción alegórica. Carrasco refiere la situación de sometimiento de España a un imperio extranjero. Este poder colonial cuyos dominios se extienden por toda Europa y penetran en África ha establecido en la zona de Extremadura y Portugal –en la fértil Tierra de Barros– una especie de lugar de recreo y premio para notorios militares retirados. Cerca de Badajoz, disfrutan de este privilegio un viejo y cruel coronel, hoy muy enfermo y medio impedido, Iosif, y su esposa, Eva Holman, narradora en primera persona de la historia. En el jardín de la casa aparece un extraño mendigo, mudo, Leva, quien, aunque primero atemoriza a la mujer, luego se convierte en una presencia imprescindible. Eva conculca las ordenanzas del imperio dictatorial que prohíben acoger a «indígenas», protege a Leva y explora indicios que le llevan a descubrir y escribir su historia. Dos líneas anecdóticas se solapan en los breves, alguno mínimo, capitulillos de Eva. Una, íntima, cómo se imanta a ese personaje medio loco y de miserable aspecto, mientras reprime sus impulsos homicidas contra el sanguinario y despótico marido. Otra, la peripecia de Leva: víctima de la ocupación militar de su pueblo esclavizado por el imperio, después sometido a crueles tratos en campos de trabajo en lejanas tierras de los conquistadores y ahora de retorno a su lugar de origen. De ambas líneas narrativas se desprenden sendos asuntos. Por un lado, se muestra el cambio interno en la narradora. Eva convierte el sentimiento de piedad en un valeroso reto al poder, al «cónsul» cuyas órdenes de delatar y entregar al mendigo rechaza. Todo ello implica una reconsideración general de su vida fracasada y el descrédito de viejos valores, los que causaron la muerte de su propio hijo, de recuerdo todavía percutiente. Por el otro, se denuncia la barbarie causada por el fanatismo ideológico de la historia reciente mediante descripciones de crueldades con inequívoca firma nazi o con un expeditivo apunte que sobra para pensar en la salvajada franquista cometida a comienzos de la guerra civil en la plaza de toros de la ciudad natal del autor. A esta requisitoria contra las infamias del pasado cercano –nunca inoportuna y aun necesaria por más que sea materia bien trillada– le da Carrasco un recorrido narrativo que la convierte en dolorosa reflexión de la mujer que lleva a una rectificación vital, al descubrimiento de un sentido nuevo de la vida sustentado en principios dignos. Pero no es esto lo verdaderamente personal de la novela, sino algo de tanta importancia que alude a ello nada menos que su título. Se trata de una proclama vigorosa del enraizamiento en la tierra, en un lugar concreto, en el solar familiar y comunitario, en la geografía donde se ha nacido. Ahí está la mayor causa del sentimiento de culpa de la narradora: haber levantado su casa sobre la sangre de Leva y los suyos, haberse envuelto «en la bandera de la tradición, el Imperio y la religión para participar en este expolio». A esa conclusión condenatoria llega después de haber apreciado en el hombre del huerto «sentimientos de otra calidad», de constatar que existen «vínculos que enlazan a las personas con la tierra en la que han nacido». Esa es la razón –mucho espacio velada en el relato– por la que ha aparecido en la casa de la protagonista el hombre mudo y loco, quien ha vuelto a la tierra donde nació y donde las fuerzas del mal masacraron a su familia. Ha regresado a la tierra y a los orígenes y una plástica imagen reivindica el valor del retorno a lo seminal: el hombre desastrado encuentra refugio a la sombra de una encina bajo la cual cultiva alimentos primordiales.

El enraizamiento en la tierra propia tiene la dimensión de tesis de la novela, que abre paso a la visión panteista del mundo que significativamente cierra el libro y el cuaderno de Eva: «Hombres, mujeres, ancianos, niños, familiares, amigos, desconocidos, reunidos. Juntos los cuerpos en una aleación indestructible, Quizá, como dicen, en algún momento fuimos uno. No un solo cuerpo, sino un solo ser. Nosotros, los árboles, las rocas, el aire, el agua, los utensilios. La tierra» (cursiva mía). Pero resulta un motivo un tanto pegadizo de la trama argumental. Da la impresión de que Carrasco se ha estado moviendo indeciso entre dos novelas distintas, la del sojuzgamiento humano por la mentalidad totalitaria y la de encontrar un asidero firme en el mundo; que no ha tenido muy claro un sentido único de su relato. De ahí se derivan algunas insuficiencias o contradicciones de La tierra que pisamos.

La línea expositiva presenta un caso de rectificación moral –el camino de perfección emprendido por Eva a instancias de la perturbación causada por el hombre misterioso– que exige detallados análisis psicológicos, pero los personajes son bastante planos, un tanto arquetípicos. La furia homicida de la mujer contra su marido es un estereotipo que se sostiene solo en afirmaciones suyas genéricas, no en hechos que demuestren la maldad de Iosif y su impacto en la mujer. Confiesa Eva al final que debería abandonarlo a su suerte, pero no puede. ¿Por qué? La indagación psicológica que ha emprendido tendría que justificarlo, y no lo hace. Tampoco se explica que dicho examen recoja en uno de los últimos fragmentos la voz del mendigo para exponer su angustia por el destino de su hija, a la que rastrea entre un amasijo de muertos: «Yo, al que llaman Leva, hijo de esta tierra, debo buscar. Saber si están aquí». ¿Cómo se justifica que aparezca esa declaración en las páginas de un cuaderno autoconfesional?

Otros pormenores más apuntan a la concepción poco clara del relato. El mendigo vuelve del Norte tenebroso porque conviene al argumento, y se lo fuerza para que así ocurra, sin que se den razones convincentes de cómo subió a la barbarie. En el fondo, tal itinerario responde a una idea previa del autor sin suficiente materia narrativa para sostenerlo. La abstracción prevalece sobre la historia real del sujeto. En fin, los apuntes de la vesania nazi reiteran sin mayor novedad los consabidos horrores presentados en películas y narraciones sobre los campos de concentración. Todo ello produce el efecto de una novela malograda. Sí confirma, en cambio, la presencia de un escritor con una visión del mundo y una estrategia literaria coherentes. Carrasco evita el realismo documental sin desentenderse de un referente geográfico real, prefiere el juego de la hipótesis propio de la ucronía y busca una interpretación de la existencia a través de abstracciones que desembocan en la alegoría. Vemos en sus dos novelas que tal convicción estética es sólida, no un capricho. Esta firmeza de su mundo imaginario invita a revalidar la confianza en su trabajo que suscitó Intemperie, aunque La tierra que pisamos defraude. Le queda al autor mucho camino por delante en el que podrá aquilatar esos planteamientos seminales.