LA CONFESIÓN Y EL DESEO: LAS PUERTAS DEL PARAÍSO DE JERZY ANDRZEJEWSKI (1959)

Es obvio que el procedimiento utilizado por Schwob no era nuevo, especialmente en el seno de cierta tradición anglosajona (Robert Louis Stevenson, Wilkie Collins, Emily Brönte), aunque sí puede afirmarse que se alzó como uno de los principales recursos que la narrativa del siglo XX halló frente a la falsa continuidad del tiempo y la sucesión unidimensional de los acontecimientos inherentes a la novela naturalista. Bastará pensar en algunos conjuntos clásicos (Las mil y una noches, el Decamerón) y en otros contemporáneos (Mientras agonizo de William Faulkner, Caballería roja de Isaac Babel, Una tumba para Boris Davidovich de Danilo Kiŝ, o Los detectives salvajes de Roberto Bolaño) para confirmar la prosapia de este procedimiento y su notoriedad en las letras modernas. A su modo, Schwob sugiere un conjunto de episodios aislados donde la cronología deja paso a cierta unidad de tema y de color.

Sin embargo, Las puertas del paraíso, una nueva y poderosa versión del tema de la cruzada infantil escrita por el polaco Jerzy Andrzejewski en 1959, introdujo algunas significativas mutaciones. Por un lado, convirtió el discurso de los cruzados en un único monólogo colectivo que conforma una sola, eléctrica frase de 100 páginas. Aparte de esta frase recorrida por un alto voltaje lingüístico y sexual, solo hay otra frase más en el libro, compuesta por las últimas cinco palabras del texto. A lo largo de esta convulsa cruzada, las palabras de los chicos rebotan entre sí, al igual que sus ocultas e insondables motivaciones. Les acompaña un viejo sacerdote, quien por medio del ejercicio de la confesión de los cruzados va tejiendo una vasta red de reiteraciones y esclarecimientos. En definitiva, dispone un tapiz galvanizado por la simultaneidad: «El ansiado multum in parvo de los poetas epigramáticos se logra aquí a través del exceso, la fragmentación y la interacción verbal» (Sergio Pitol). De algún modo, la confesión opera como la clave de bóveda de la arriesgada y compleja arquitectura verbal propuesta por Andrzejewski, que ya había cosechado el éxito con su novela Cenizas y diamantes, llevada al cine por Andrzej Wajda. Si los personajes de Schwob se dirigían à la cantonade al público lector y a nadie en particular, los de Andrzejewski lo hacen al confesor.

Por otro lado, el autor de Las puertas del paraíso introduce una variación que, de hecho, parece ser mucho más fiel a los acontecimientos recogidos por Alberto Estadense (editados después, en 1859, dentro de los Monumenta Germaniae Historica), ya que la ambigua denominación de pueri parece haber soslayado, en comentarios sucesivos, la presencia asimismo de jóvenes en esta cruzada. Pues bien, la aventura relatada por Andrzejewski no la protagonizan niños, sino adolescentes y jóvenes que se distinguen por un acentuado deseo sexual. De esta forma, la impenetrable malla de ingenuidad, fanatismo y ruindad adulta que extravió a los niños del libro de Schwob se transforma en Las puertas del paraíso en una telaraña de pasiones, lascivia y celos, anudada, entre otros, en torno a Santiago, un pastor de la aldea de Cloyes, situada a unos cincuenta kilómetros de Orleáns.

Pronto sabemos que la peregrinación se pone en marcha cuando, tras relatar Santiago de Cloyes su visión en la plaza, una niña, la niña que lo ama, decide seguir sus pasos. Así, sucesivamente, en una interminable cadena de amores que no excluye las relaciones homoeróticas, se decide la suerte de una marcha destinada al fracaso:

Entonces la tomó por la mano, estrechó su palma tan fuertemente que la hizo gritar, la tiró en la sombra, ella vio un manto de púrpura tendido sobre la hierba, desnúdate, dijo, ella sabía que lo iba a hacer, pero preguntó: ¿quién eres?, desnúdate, repitió, yo yacía desnuda sobre el manto de púrpura, nunca jamás había yacido sobre una tela tan agradable al tacto, lo oía desnudarse, pero lo hacía sin prisa, oía el crujir de sus vestidos caer al suelo, permanecí con los ojos abiertos y cuando puso los pies desnudos sobre el manto y se detuvo a mi lado lo vi en toda su desnudez, pero entonces aún yo no sabía que él deseaba ofrecer su cuerpo y su virilidad no a mí sino a otra persona, dijo desnudo sobre mí: te ha rechazado, nunca había yo deseado a Santiago como en aquel instante, dije: haz que lo olvide, y entonces me penetró violentamente y cuando todo hubo acabado y él yacía al lado con la cabeza apoyada sobre la mano, me preguntó: ¿has pensado en él?, contesté: sí, yo también he pensado en él, dijo.

 Para entonces, para cuando el sacerdote –representante último de la razón– se decide a detener la cruzada, la fiebre de locura y deseo que impulsa a los jóvenes es demasiado poderosa, así que estos, en cerrado tropel, acabarán pasándole por encima, hundiéndolo en el fango bajo el peso de las cruces y las carretas.

El final, violento y desesperanzado de suyo –concebido por un autor que ocupaba un incómodo lugar en el campo literario de la Polonia de la posguerra–, acaba por teñir de un obvio carácter político el recorrido de la marcha (y con ella, de paso, de la tradición literaria de las cruzadas): «¿Tendrá esa marcha que avanza ciegamente entre cánticos y bajo palios y cruces hacia un fin imposible que la razón rechaza algo que ver con la trepidación permanente que ha agitado a nuestro siglo, donde la grandeza de los ideales se conduce a finales desastrosos y la marcha continúa sobre los cadáveres de los lúcidos?» (Sergio Pitol). La quimérica Jerusalén se ha transformado en el libro de Andrzejewski en una dudosa reliquia: la razón humana.

 

EXTRATERRESTRES EN DRESDE: MATADERO CINCO DE KURT VONNEGUT (1969)

El proceso por el que el ser humano comenzó en algún momento a padecer la Historia y a ser devorado por ella alcanzó un punto de tensión extrema en el siglo XX, cuando, tras los escombros de la modernidad, se alcanzaron a distinguir los confines de una realidad ausente aunque incorporada a nuestras vidas. El balance de la destrucción acumulada tan solo arrojó unas conclusiones inasumibles: se supone que «a cada habitante de Colonia le correspondieron 31,4 metros cúbicos de escombros, y a cada uno de Dresde 41,8…, pero qué significaba realmente todo ello no lo sabemos» (W. G. Sebald). Esa aniquilación pasó a los anales de las naciones arrasadas del mismo modo que el resto de asuntos, a pesar de lo cual la literatura ha intentado restituir ciertos episodios que corrían el riesgo de permanecer soslayados; en otras palabras: la literatura pretende cuestionar el curso unitario de la historia. Concebida así, tal y como sostenía Walter Benjamin en su Tesis sobre la filosofía de la historia, la historia no era más que una representación del pasado construida por los grupos y clases sociales dominantes. Por esta razón, los hechos que se transmiten del pasado no serían todo lo que ha ocurrido efectivamente, sino cuanto pareció relevante al autor de su relato. No obstante, la tradición de las cruzadas parece oponerse a esto, ya que se integra, más que en una historia sedentaria, en una nomadología errante.

Así lo concibieron, por lo menos, Gilles Deleuze y Félix Guattari, quienes en su archifamoso Rizoma (1976) subrayaron la singularidad de La cruzada de los niños de Marcel Schwob (así como de la reescritura de Andrzejewski en Las puertas del paraíso), elevándola a epítome de escritura nómada. La yuxtaposición de los ocho relatos en el libro de Schwob motivó la denominación, por parte de Deleuze y Guattari, de «mesetas narrativas», esto es, fracciones textuales inmanentes y de valor intrínseco, conectadas a otras mesetas por medio de diminutas microfisuras, como ocurre en el cerebro. Esta disposición mesetaria se enfrenta a la tradicional división narrativa en capítulos, los cuales encierran puntos culminantes y puntos de terminación. En su reivindicación de una Nomadología (la cual redunda en el énfasis sobre las figuras errantes que se dan cita en toda la obra de Schwob y del resto de autores de esta tradición), Deleuze y Guattari celebran, en el caso de Schwob, la multiplicación de los relatos, así como la transformación de la frase ininterrumpida en el atropellado flujo de niños en el libro de Andrzejewski. Las cruzadas literarias se yerguen así en emblemas de la Nomadología, «justo lo contrario de la Historia» (Deleuze y Guatari), por mor tanto de su alternancia y multiplicación de relatos de dimensiones variables y de personajes en movimiento perpetuo, como de su acelerado, sincopado y precipitado flujo semiótico.

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