Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, más concretamente en la batalla de las Ardenas, y ser hecho prisionero de guerra, el escritor Kurt Vonnegut se propuso narrar la destrucción de Dresde, lo que equivale a regresar a la famosa fotografía de 1945 tomada por Richard Peter desde la torre del ayuntamiento de esa ciudad alemana. De un modo elocuente, en Matadero cinco, al llevar a cabo esta operación, el soldado Billy Pilgrim (significativo el apellido: «Peregrino»), veterano de guerra y testigo del bombardeo de Dresde, acabará siendo trasladado a otro planeta, al planeta Tralfamadore, un inequívoco síntoma de la inexistente barrera entre el mundo externo y el subconsciente de los personajes de la mejor ciencia-ficción (y de la mejor literatura a secas). Allí, los tralfamadorianos lo observan con atención, asombrándose de algunas de las creaciones más extravagantes de la especie humana: «Si no hubiera pasado tanto tiempo estudiando a los terrícolas –explicó el tralfamadoriano–, no tendría ni idea de lo que significa “libre albedrío”. He visitado treinta y un planetas habitados del universo, y he estudiado informes de otros cien. Solo en la Tierra se habla de “libre albedrío”». Sobre la base de estas consideraciones, la forma en que patina la experiencia del héroe de Vonnegut entre el afuera y la mente (y la de los personajes trazados por otros autores como J. G. Ballard) denota que el hombre contemporáneo solo puede comprenderse mediante una identificación radical con el paisaje que ha creado su deseo, pues la ciencia tampoco constituye un asidero suficientemente firme: «[Vonnegut], a diferencia de buena parte de sus colegas, no creía que la ciencia fuese a aportar a la humanidad nada de relevancia a excepción de los medios para que esta se destruyera a sí misma» (Patricio Pron). Entre los escombros de Dresde no se encuentra ningún fragmento ya de la vieja reliquia, apenas unas pocas esquirlas del oxidado estuche que la custodiaba.
Antes de poner en marcha el relato del soldado Billy Pilgrim, el narrador visita a su camarada de guerra Bernard V. O’Hare, fiscal de distrito en Pennsylvania. Con ayuda de este pretende rememorar episodios de la contienda que lo ayudarán a articular su aventura por escrito. Allí, en casa de O’Hare, sin embargo, se encuentra con el rechazo frontal de Mary, la mujer de su amigo, que lo hace despertar del sueño dogmático del heroísmo: «Pretenderás hacer creer que erais verdaderos hombres, no unos niños, y un día seréis representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba». De inmediato, en la salita de O’Hare, el narrador y su amigo consultan el libro titulado Extraordinarios errores populares y la locura de las multitudes, de Charles Mackay, publicado en Londres en 1841. Leen juntos varios pasajes sobre las cruzadas y, por último, sobre la cruzada infantil del siglo XIII: «Pero la mayoría de aquellos niños fueron embarcados en Marsella, y cerca de la mitad perdieron la vida en naufragios. La otra mitad llegaron al norte de África, donde fueron vendidos». Lo que seguirá a continuación, las trepidantes peripecias de Billy Pilgrim y sus camaradas durante la Segunda Guerra Mundial, constituye una de las más contundentes respuestas que la literatura del siglo XX pudo ofrecer frente a la catástrofe en unos tiempos que habían dejado de ser tragédicos (pues lo tragédico, lo característico de la tragedia antigua, aludía a una catástrofe que rebasaba este planeta, es decir, una tragedia de dimensiones cósmicas), de ahí, en parte, la trama tralfamadoriana de Matadero cinco, que amplifica el eco de la tragedia de los soldados más allá de este planeta: «El hombre tragédico se entregaba a una heteronomía fatal, un mundo cerrado, no relativizable, de fuerzas que se encontraban fuera de él; el hombre moderno está atado a su autonomía, su afán de decidir por sí mismo y actuar de manera independiente, de relativizarlo todo» (Stefan Hertmans).
Publicada en plena guerra de Vietnam, la novela de Vonnegut no es solo un implacable alegato antibelicista, un compendio de viajes por el tiempo y el espacio o una bajada a los infiernos del bombardeo de Dresde. También es una muy particular restitución de la tragedia en un siglo al que le incomodaban los moldes antiguos, a pesar de la abrumadora sucesión de historias y acontecimientos de naturaleza insoportablemente trágica. En cierta medida, la novela con su punto de vista se convirtió en el sustituto de la tragedia en verso. Y así, «la solemnidad ha sido sustituida por la relativización, por historias con varias perspectivas» (Stefan Hertmans), como sugieren los bloques monológicos de La cruzada de los niños de Schwob que inauguraba esta tradición. Matadero cinco, al cabo, representa un ejemplo de escritura nomadológica que vaga entre planetas y donde las peores catástrofes ocurridas a los seres humanos vuelven a alcanzan proporciones cósmicas.
UN REVERSO DEL SUEÑO POLÍTICO: LOS DETECTIVES SALVAJES DE ROBERTO BOLAÑO (1998)
De vuelta a este planeta nos encontramos con otra cruzada netamente rizomática, surgida de una provincia libresca caracterizada por las frondosas ramificaciones y amplificaciones que se tienden entre los libros que la conforman: la literatura de Roberto Bolaño. Una forma posible de aproximarse a Los detectives salvajes consiste en considerarla un balance generacional de los infrarrealistas, el grupo mexicano de vocación vanguardista al que perteneció Bolaño en su juventud. De esta forma, la novela vehicula la constante imbricación de política y arte que recorre, galvanizándola, toda la obra de Roberto Bolaño. Desaparecida tras la estela de la Revolución mexicana, la poeta Cesárea Tinajero es el objeto de la búsqueda por el desierto de Sonora de Juan García Madero, Arturo Belano y Ulises Lima, los jóvenes poetas infrarrealistas que protagonizan Los detectives salvajes. Los estertores del vanguardismo literario mexicano, cuya dispersión y disolución representan estos jóvenes, condenados a una vida vagabunda y errante fuera de su país, se entremezclan poco a poco con otra decepción, en este caso política y revolucionaria. Estructuralmente, la novela de Bolaño logra llevar a cabo una eficaz transustanciación del cuento en novela, «o de la novela en cuento, según se mire» (Ignacio Echevarría). Por lo demás, existen motivos para establecer una base comparativa de Los detectives salvajes con La cruzada de los niños de Marcel Schwob, dado que el método de composición es esencialmente el mismo: numerosas voces narrando su propia historia mientras se desarrolla ―entre la fe y la crueldad en el caso de Schwob, entre la aventura y la decepción en el caso de Bolaño― la verdadera historia, que en Los detectives salvajes no es sino el relato de una cruzada política latinoamericana.
Otra novela de Bolaño, en este caso la muy breve Amuleto (1999) –evidente ramificación de Los detectives salvajes–, puede asimismo considerarse integrante del orbe literario de las cruzadas. A través del testimonio de Auxilio Lacouture, Amuleto representa un vivo retrato del movimiento estudiantil mexicano de 1968 y de los violentos hechos que tuvieron lugar en la UNAM en septiembre de ese mismo año (y que Auxilio vivirá encerrada en los lavabos de la facultad de Filosofía y Letras). A lo largo del discurso de Amuleto se traza un indiscutible paralelismo entre la cruzada infantil que tuvo lugar en 1212 y el destino sugerido por Lacouture de todos esos jóvenes escritores latinoamericanos, para quienes la utopía se había convertido en dictadura política y, finalmente, en éxodo: «Yo aguanté y una tarde dejé atrás el inmenso territorio nevado y divisé un valle. […] Y supe que la sombra que se deslizaba por el gran prado era una multitud de jóvenes, una inacabable legión de jóvenes que se dirigía a alguna parte» (Roberto Bolaño).
Si bien La cruzada de los niños de Marcel Schwob se yergue como modelo arquitectónico y estructural de Los detectives salvajes por su entrecruzamiento de voces y de travesías, también resulta fundamental en el tratamiento de una travesía colectiva condenada al fracaso de antemano, de ahí que Bolaño insista en el destino fatal y en la incierta trayectoria de una nueva generación de jóvenes poetas, así como en las turbulencias que sacudieron la política de diversos países latinoamericanos, fundamentalmente México y Chile, es decir, toda la aventura narrada en Los detectives salvajes: «Y aunque el canto que escuché hablaba de la guerra, de las hazañas heroicas de una generación entera de jóvenes latinoamericanos sacrificados, yo supe que por encima de todo hablaba del valor y de los espejos, del deseo y del placer. Y ese canto es nuestro amuleto» (Roberto Bolaño).
Metáfora del terrible destino de los jóvenes escritores mexicanos y latinoamericanos, la cruzada concuerda con la idea de vocación literaria expresada siempre por Bolaño, que es misión, aventura, fe y peligro y probable catástrofe. No obstante, la idea de la cruzada se alza también en la obra de Bolaño como el inevitable reverso del sueño político latinoamericano: «Fiel toda su vida al sueño bolivariano de una Latinoamérica sin desgajar, en su obra hay una honda conciencia de la dolorosa y conflictiva historia que afectó de modo trágico a su país y a todo el subcontinente» (Eduardo Lago). La cruzada representa, por lo tanto, el viaje que tantos latinoamericanos se vieron obligados a emprender por culpa del miedo y de las dictaduras —a Barcelona, París o Tel-Aviv, según se lee en Los detectives salvajes—; también es una nueva escisión entre el centro y una periferia cada vez más alejada. A esos jóvenes que entregaron su juventud representan muchos de los personajes de Bolaño, cuya obra se despliega como una larga carta de despedida a su propia generación, nacida en la década de los años cincuenta del siglo XX:
[…] Los que escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto decir de la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que en cierta forma lo era, pero que en realidad no lo era. […] Y ahora de esos jóvenes ya no queda nada, los que no murieron en Bolivia, murieron en Argentina o en Perú, y los que sobrevivieron se fueron a morir a Chile o a México, y a los que no mataron allí los mataron después en Nicaragua, en Colombia, en El Salvador. Toda Latinoamérica está sembrada con los huesos de estos jóvenes olvidados (Roberto Bolaño).
Se ha producido ya una reveladora mutación en el seno de la tradición: los niños, ahora, parten de las periferias económicas y postindustriales.