EL ARCHIVO DE LA FRONTERA: DESIERTO SONORO DE VALERIA LUISELLI (2019)
Resulta innegable que los territorios de Sonora recorridos por los jóvenes protagonistas de Bolaño se avienen a la perfección a esa tradición que caracteriza el desierto como una metáfora perfecta del destierro y el desarraigo. Además, puesto que la realidad política latinoamericana y sus capítulos criminales constituyen una preocupación permanente a lo largo de las obras de Bolaño, a menudo los paisajes representados por este autor se alzan como paisajes del vacío y de la muerte, de la soledad y de una indefinida amenaza, especialmente en el caso de los desiertos de Sonora. De este modo el lector asiste a la macabra articulación de una sociedad otra en el seno del desierto, una suerte de comunidad exiliada de la vida, tal y como sucede en 2666: la de los cadáveres de las mujeres asesinadas. Desde este punto de vista, que comprende el desierto como un paisaje de abandono, las cruces de color rosa que allí se han ido levantando en memoria de las asesinadas pueden identificarse con unas singulares ruinas.
Hacia esta particular y compleja topografía de la modernidad latinoamericana se encamina el matrimonio de documentalistas de Desierto sonoro: entre la literatura de viajes (desde su vertiente road novel), el diario personal y la crónica del desapego entre los cónyuges, el libro de Valeria Luiselli encierra una voluntad archivística que no es sino otra eficaz metáfora, en este caso de la desmesura y el caos de una época marcada por la errancia, la imprevisibilidad y, al mismo tiempo, por la sospecha de que esa serie de crisis que acaecen cada vez más rápidamente (económicas, sociales, políticas) parecen de algún modo planificadas. Pero el archivo es también el único sistema por medio del cual la narradora se ve capaz de consignar que «lo único que veo, a la distancia, es el caos de la historia repetida, una y otra vez, la historia recreada, reinterpretada». Las citas de otras obras no dejan de sucederse en el texto, y a la postre configuran una suerte de autobiografía vicaria: «Mis diarios son las cosas que subrayo en los libros». En el coche en el que viaja el matrimonio con sus hijas se apilan varias cajas alusivas al carácter archivístico de la peripecia: no solo se trata de documentación relativa al trabajo que el padre prevé llevar a cabo cerca de las montañas Chiricahua (consideradas el corazón de la apachería, pues allí vivieron los últimos hombres libres antes de ser desplazados a las reservas), sino también cuadernos, libros, recortes, copias facsimilares, partituras musicales, mapas, discos compactos, fotos, ecos del paisaje, certificados de defunción de menores en la frontera.
A través de estos archivos se vinculan de hecho los propios miembros de la familia (mediante las notas y fotos que se van tomando a lo largo de la travesía), aunque también es la forma por la que se vinculan con el paisaje, razón por la que resulta tan significativa la inclusión, en las cajas, de libros de fotografía como Los americanos, de Robert Frank, o Inmediate Family, de Sally Mann, adecuados prólogos para el encuentro con una cultura agazapada tras sus propios eslóganes y señales:
En el primer pueblo que pasamos, en la Virginia profunda, se ven más iglesias que personas, y más letreros de lugares que lugares propiamente dichos. Parece como si todo hubiera sido vaciado, como si hubieran eviscerado todas las cosas y quedaran solo las palabras: nombres de cosas apuntando a un vacío. Atravesamos en coche un país hecho solo de señales. Una de esas señales anuncia un restaurante familiar y promete hospitalidad: detrás del letrero no hay nada más que una estructura de metal en ruinas que resplandece hermosamente bajo el rayo del sol.
Aparte de todo esto, Desierto sonoro es asimismo un catálogo de la propia tradición de las cruzadas de niños en la que se integra, pues en las cajas viajan Las puertas del paraíso de Jerzy Andrzejewski y La cruzada de los niños de Marcel Schwob. Estas lecturas se apilan junto a informes y artículos sobre los menores indocumentados atrapados en el limbo de la ley migratoria estadounidense, asunto que cobra cada vez mayor relieve a medida que el coche familiar se aproxima a la frontera con México. Pero en ese inventario figura también un libro que llama inmediatamente la atención del lector avisado: Elegías para los niños perdidos, de Ella Camposanto (traducido por Sergio Pitol), una versión donde «la “cruzada” sucede en lo que parece ser un futuro no tan lejano, y en una región que quizá podría situarse en África del Norte, el Medio Oriente y el Sur de Europa, o bien entre Centroamérica y Norteamérica (los niños del libro montan en el techo de “góndolas”, por ejemplo, una palabra que en Centroamérica designa a los vagones o los carros de los trenes de carga)». La traslación geográfica de la cruzada se consolida definitivamente en el libro de Luiselli, en cuya trama resuenan las crisis de migrantes de 2014 en Estados Unidos o las caravanas de migrantes centroamericanos de 2018. En ese intervalo de tiempo se produjo otra crisis crucial: la de los refugiados en Europa de 2015, marcada por episodios como la aparición del cuerpo de un niño sirio, Aylan Kurdi, en una playa de Turquía, desde este punto de vista una tristísima reiteración de la catástrofe contemplada por Gregorio IX al final del libro de Schwob, simbolizada por la emergencia de las osamentas blancas de los niños cruzados a orillas del Mediterráneo.
Mediante la escritura de las sucesivas elegías de la ficticia autora Ella Camposanto, la propia Luiselli coloca un doloroso espejo frente a la imagen familiar de la protagonista («El viaje delata el hondo aburrimiento de los adultos –o su incapacidad para conectarse– en contraste con el juego y la vitalidad de una infancia protegida, a punto de ser vulnerada» [Gaëlle Le Calvez]) y, sobre todo, subraya el resonante alcance simbólico de la cruzada infantil en nuestros días en relación con la emergencia de masivos movimientos migratorios. Estos fenómenos, además, se enlazan con otros –el caso de la banda de niños apaches de los Guerreros Águilas o el del Tren de los Huérfanos que trasladó niños indigentes desde Nueva York al Oeste entre 1854 y 1930–, entreverándose al cabo en los nerviosos diálogos de los hijos del matrimonio, equívoco contrapunto al relato de «los niños perdidos», intoxicado entre otras razones por el maniqueísmo desplegado por las radios y periódicos que escucha y lee la familia durante el viaje.
En suma, sin clausurarla, la novela transfronteriza de Luiselli recapitula esta tradición de cruzadas, desplaza su eje geográfico y reevalúa las profundas motivaciones políticas de una serie de marchas hacia una siempre quimérica Jerusalén cuyo significado no deja de sufrir mutaciones con el correr del tiempo y las generaciones. Emblema de nuestra movediza realidad, la cruzada sigue su curso, metamorfoseada e incierta, a pesar de lo cual nos permite alumbrar una que otra certeza sobre el tiempo histórico, como la referida a que «ha ido de un “éxtasis” a una catástrofe, lo cual podría indicar que nuestra historia es una tragedia» (María Zambrano).[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]