POR CRISTIAN CRUSAT

DE NIÑOS SIN RECTOR Y SIN GUÍA

A comienzos del siglo XIII, según las crónicas, tuvo lugar una inquietante historia de fe, locura, errancia y crueldad que no ha dejado de cobrar nuevos significados durante el último siglo. En su época se hizo eco de ella, entre otros cronistas, Alberto Estadense, un abad del monasterio de Santa María, en la ciudad alemana de Stade, a la sazón integrada en la Liga Hanseática, no muy lejos de Hamburgo. El episodio ocurrió poco antes de que cayera el otoño de la Edad Media, cuando se encendían el fuego del odio y la violencia, que más tarde se iba a elevar en altísimas llamaradas. En general, la humanidad esperaba el inminente «término de todas las cosas» (Johan Huizinga). Mientras tanto, en los Anales de Alberto Estadense se consignó que hacia 1212, no mucho tiempo después de la Cuarta Cruzada, un niño de doce años había tenido una visión de Jesucristo, quien le encomendó cerca de Orleáns la organización de una singular cruzada formada por niños rumbo a Jerusalén. Alrededor de este niño se constituyó una numerosa expedición de unos 30.000 chicos de Francia y Alemania, todos los cuales anhelaban rescatar el sepulcro. También creían «poder atravesar a pie enjuto los mares» (Jorge Luis Borges), así que se encaminaron hacia los puertos del Sur. Nada ni nadie podía detenerlos, ni siquiera sus padres, que asistieron impotentes a la espontánea y fanática peregrinación. Era una época, paradójicamente, en que las luchas se volvieron especialmente crudas dentro de la cristiandad contra los cismáticos (cátaros, valdenses); era el pontificado de Inocencio III: «Reacción. La Iglesia se une, se fortalece, expulsa los cuerpos extraños» (Georges Duby). Sin embargo, nada de lo previsto por los niños sucedió. En Marsella se pierde la pista de la mayoría de ellos. Víctimas de naufragios, de distintas formas de la abyección o del mero comercio de esclavos (probablemente en los mercados de Alejandría), los niños desaparecieron de la historia hasta que a finales del siglo XIX, Marcel Schwob, un escritor francés inclinado a las atmósferas mórbidas y las conductas perversas, restituyó sus destinos, integrándolos en el moderno vaivén estético entre la infancia y la muerte.

 

ENTRE GOLIARDOS Y KALANDARES: LA CRUZADA DE LOS NIÑOS DE MARCEL SCHWOB (1896)

En congruencia con la naturaleza errante de la historia, cabría señalar, antes que nada, que el tema de la cruzada de los niños ha fundado una tradición literaria –que atraviesa contextos y literaturas– cuyas obras, además, se distinguen por alzarse, más que como puertos de arribada, como sutiles índices de derrotero (en este caso, de algunas de las tendencias más audaces del arte narrativo contemporáneo). Y aunque el comienzo de la serie de reescrituras se inicia en 1896 con Marcel Schwob, resulta lógico que la catastrófica cruzada infantil a Tierra Santa haya encontrado tantas y tan intensas resonancias y variaciones a lo largo del siglo xx, «la era del refugiado, de la persona desplazada, de la inmigración masiva» (Edward W. Said). Sí, los niños desaparecieron de los caminos y de la historia; se esfumaron en sus inéditos confines –pero no en cualesquiera, sino en esos territorios improbables y difusos que no hacen sino confirmar que «el límite es el lugar posible» (Cynthia Rimsky), es decir, el comienzo de la literatura–. Y, al integrarlos en ese vaivén estético entre infancia y muerte, aflorarán todas las rugosidades de carácter político que suelen concurrir cuando se reúnen una y otra.

En efecto, durante la última década del siglo XIX, Marcel Schwob –un escritor que trajinaba cartas de indulto y documentos judiciales del siglo xv con la intención de descubrir el traspensamiento de la época medieval, así como las claves de la subsiguiente revolución intelectual que conllevó que Europa pasara definitivamente «de la estabilidad al movimiento» (Paul Hazard)– tuvo la agudeza de rescatar, entre el polvo de los archivos y los anaqueles de las bibliotecas, aquella historia de la cruzada de los niños. Simultáneamente, le presentaba al mundo una nueva y significativa mutación moderna del tema del viaje, esa «metáfora sentimental del destino» (Cees Nooteboom).

Resulta fácil imaginar la atracción que tuvo que ejercer esta aventura sobre Schwob, un autor en cuyos libros la infancia se presenta como el principal factor de individuación del ser humano. Su obra está repleta de figuras infantiles, como las que protagonizan algunas historias de su primer libro, Corazón doble (1891), en la alucinante galería de petites filles que representa El libro de Monelle (1894), en varios cuentos de El rey de la máscara de oro (1892) y en La cruzada de los niños (1896): «El candor infantil siempre excitó su curiosidad, al igual que el hecho de que el niño no esté sujeto a los recuerdos del pasado ni a las normas sociales. De esta forma, la infancia se convierte en la época de los sueños, época en la que el hombre no se halla coaccionado ni por el tiempo ni por el conocimiento» (María José Hernández Guerrero). La cruzada de los niños se compone de ocho relatos, los cuales adoptan la forma de discursos sucesivos: «Relato del goliardo», «Relato del leproso», «Relato del papa Inocencio III», «Relato de tres niños», «Relato de François Longuejoue, clérigo», «Relato del kalandar», «Relato de la pequeña Allys», «Relato del papa Gregorio IX». Todos los personajes que protagonizan estos soliloquios hablan «à la cantonade» (Didier Coste), es decir, al público lector y a nadie en particular. Los protagonistas de la cruzada de Schwob se hablan, en definitiva, a sí mismos; a Dios o incluso al mar que les aguarda como posible y postrero destino.

En estos ocho relatos yuxtapuestos –ocho monólogos dramáticos que guardan cierta deuda con los procedimientos de Robert Browning– la piedad está en los pequeños y a través de ellos se reparte por todo el mundo. Quienes entran en contacto con ellos ven invadidos sus espíritus de nobleza y humanidad. Así el leproso, que se sorprende de que un niño de cabellos rojos, Johannes el Teutón, no tenga miedo de él, aterrado como está ante sus propias manos y sin el menor recuerdo ya de su rostro. O el clérigo François de Longuejoue, que proporciona el marco histórico y fija temporalmente la llegada de los niños al puerto de Marsella: el decimoquinto día del mes de septiembre de 1212. Pero centrémonos en uno solo de los personajes que se cruzan en el camino de estos niños poseídos por la inocencia y el delirio; centrémonos en el primero, en el goliardo, cuyo monólogo funciona como pórtico de la historia.

Schwob, que había pasado años investigando antiguos documentos relacionados con el poeta François Villon y los criminales asociados en la banda de los coquillards, estaba fascinado con la vida errante de los goliardos, esos clérigos vagabundos que desde el siglo XI se habían lanzado a los caminos y carreteras de Francia y de Alemania, a menudo arrastrando con ellos una muy mala fama. En el siglo XV, la goliardía causaba la pérdida del privilegio de clero, al igual que la bigamia o el ejercicio de algunos oficios. Ya en los siglos XI y XII los goliardos de Alemania componían canciones en latín y alemán que un manuscrito ha conservado bajo el nombre de Carmina burana. En lo esencial, los goliardos se dedicaban a ir de abadía en abadía transportando rollos de pergaminos donde los monjes inscribían el nombre del último muerto de su congregación junto a pensamientos piadosos. Así, estos clérigos vagabundos eran los encargados de anunciar la muerte de un hermano a los monjes de los conventos de la misma orden, pagando así la hospitalidad que se les había dispensado en las abadías. Eran siniestros mensajeros que, al caer la noche, traían consigo el rollo de los muertos y tocaban a la puerta. De este modo, prometiendo rogar por aquellas almas durante su camino, se añadían los nuevos nombres a la lista. Se ha llegado a encontrar algún rollo de más de veinte metros de largo. Además de su funesta naturaleza, estos pergaminos atestiguan la extrema vida errante que llevaron los goliardos.

Pues bien, este inaugural goliardo se alza como el siniestro heraldo de la catástrofe que aguarda a los niños de la polifónica cruzada. A lo largo de los monólogos que suceden al del goliardo, Schwob logra quebrar el cuadro general de la escena. El bloque narrativo, compuesto por distintos eslabones unidos por un nexo interno o externo, se transforma en campos visuales, en concreto, en ocho perspectivas yuxtapuestas y problemáticas que configuran una trama que nunca deja de modificarse, donde las aparentes certezas de los protagonistas «quedan parcial o totalmente anuladas por el testimonio del siguiente» (Sergio Pitol). Esta fue la técnica que Schwob propuso, frente a los trampantojos naturalistas, para eludir ciertas componendas narrativas: el modernísimo entrecruzamiento del cuento y la novela.

«Todas las cosas son blancas», afirma el goliardo. El color blanco es especialmente simbólico en La cruzada de los niños tanto para representar el candor infantil como para aludir a una enfermedad infecciosa como la lepra: un blanco que uniformiza y sobre cuyo fondo se complican los culpables y los inocentes. La ambivalencia cromática es notable en un autor cuyo primer libro tituló Corazón doble, aludiendo a las tensiones y ambigüedades que debe soportar el alma humana. El blanco es la inocente pureza que mueve a los niños y es, también, el color de la tragedia, simbolizada por las «osamentas blancas» que se hunden en el mar en el último monólogo, a cargo del papa Gregorio IX. Desde este punto de vista, el librito único y milagroso de Marcel Schwob puede interpretarse como otro rollo de pergamino, semejante al que portaban los goliardos, donde la imaginación del lector va soñando los extraviados nombres de esos niños perdidos que se dirigían a una quimérica Jerusalén.

 

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