«Un mes antes, en febrero, yo había entregado a la editorial Destino un pequeño libro titulado Deshabitar. Un recorrido por las habitaciones de la crisis inmobiliaria. En él contaba, además de la crónica de todas las casas que he alquilado para vivir durante quince años en la ciudad de Madrid, cómo esta ciudad se ha ido tensando, estirando, calentándose como una olla a presión en materia de vivienda»

POR  LARA MORENO

A mediados de marzo del año 2020, igual que toda España, me encerré en mi casa. Nos encerró a todas y a todos un Estado de Alarma declarado por el Gobierno el sábado 14 de marzo. Aquel régimen excepcional pretendía apagar un fuego que, todavía hoy, quema los dedos de la humanidad entera. 

Un mes antes, en febrero, yo había entregado a la editorial Destino un pequeño libro titulado Deshabitar. Un recorrido por las habitaciones de la crisis inmobiliaria. En él contaba, además de la crónica de todas las casas que he alquilado para vivir durante quince años en la ciudad de Madrid, cómo esta ciudad se ha ido tensando, estirando, calentándose como una olla a presión en materia de vivienda. Contaba cómo una ciudad pasa de acoger a expulsar. 

El fin de fiesta de ese libro se sitúa en el momento en el que me veo obligada a cruzar los límites de la M-30. La M-30 protege la almendra de Madrid como la mejor de las murallas medievales. Dentro, los que pueden. Fuera, los que no pueden tanto. Hay que decir, me esfuerzo en repetirlo, que mi salto a la muralla es un salto desde el privilegio. Pude venderle mi alma al diablo, pasé del alquiler a la hipoteca, me ayudó mi familia; todo eso. Elegí comprar un piso de casi setenta metros cuadrados, en una cuarta planta sin ascensor, en Comillas, la zona de Carabanchel que linda con el río. Lo reformé. Lo convertí en mi hogar. Y cuando la pandemia cayó sobre nuestro país, especialmente sobre esta ciudad, como un dragón hambriento, sin piedad, yo tenía una torre donde guarecerme. Un lugar luminoso, cálido y cómodo donde confinarme. Me pidieron que escribiera un epílogo a aquel libro. Nunca lo hice. 

Por diversos motivos, durante muchas semanas viví con la sensación de que un enorme barco había zarpado y yo había tenido la suerte de agarrarme a su popa en el último segundo. Lo veía con nitidez. El barco podría haber echado a navegar un tiempo antes y yo no habría estado dentro. Podría haber zarpado mientras pagaba, yo sola, novecientos euros de alquiler por un piso de cincuenta metros cuadrados en la plaza de la Paja. Podría haber zarpado mientras yo vivía, por ejemplo, con un maltratador. Podría haber zarpado cuando yo me dedicaba a dar clases de escritura creativa y a lo mejor me habría quedado sin trabajo cuando todas las escuelas del país tuvieron que cerrar. Nada de eso había ocurrido. Aquel gigantesco barco zarpó, dejando, como siempre, a cientos de miles de personas al borde del puerto, estirando las manos por si atinaban a agarrarlo, o en el agua sucia, chapoteando, nadando hacia él, ahogándose con la espuma que formaba el timón al alejarse. Pero yo estaba dentro. 

No tuve que solicitar el ingreso mínimo vital ni el bono social. No tuve que pedir microcréditos ni acogerme a las moratorias de los pagos del alquiler. El Estado no tuvo que avalarme en ningún préstamo bancario. Ni ERTE, ni ICO, ni prestación extraordinaria por cese de actividad para autónomos. No tuve que llamar al 016, ni al 112, ni al 091, ni tampoco al 062. No fui víctima de violencia de género durante los meses de encierro, no lo fui. El barco había zarpado y yo, milagrosamente, estaba dentro. 

No tuve, tampoco, que compartir habitación, cocina o baño con tres, cuatro, cinco, seis o siete personas más. No tuve que estirar el cuello, con medio cuerpo fuera de una estrecha ventana, casi tocando con el hombro la pared de enfrente del tétrico patio interior, para divisar el cielo, muy arriba de mi cabeza, en las mañanas más turbias. Nadie tuvo que dejarme bolsas con comida en la puerta de mi casa ni vino el personal sanitario a recogerme, enfundado en aquellos asfixiantes trajes de astronauta, en mitad de la noche. No amamanté a un bebé ni a dos, no le limpié el culo a nadie, no sufrí ninguna crisis, no me contagié, no me quedé sin trabajo, no me hundí en la soledad, no pensé que me moría. Tuve miedo, claro que lo tuve. Y trabajé duro, muchísimas horas, sin orden ni concierto. Ocurrieron cosas feas. Sentí una nostalgia terrible por lo que había sido mi vida, nuestra vida. Añoré a mis amigas y a mis amigos, a mi hermana, a mi madre y a mi padre. Y mi hija, que cumplió nueve años encerrada, sufrió. Pero estábamos dentro y estábamos a salvo. 

La vida ha vuelto a ser lo que no era, por supuesto. Yo echo de menos a veces, como una déspota del privilegio, ese hogar que fueron para mí los libros la primavera en que el tiempo se detuvo. Y echaré de menos, para siempre, a mi querido amigo Nano

En marzo del 2020, mientras el dragón espolvoreaba su fuego por las desiertas calles de esta ciudad inclemente, yo amanecía escondida en una torre, mi piso de casi setenta metros cuadrados, desde donde se ven todos los tejados de Carabanchel, por cuyas ventanas entra un sol caudaloso en las tardes y una luz plástica y blanca en las mañanas. Apenas un mes después de haber entregado a la editorial mi crónica Deshabitar, habité. Pude dedicarme a ello. Pude leer. Porque, ahora ya enumerados los condicionantes de mi situación privilegiada, quiero confesar esto: yo habito cualquier lugar donde pueda leer en paz. 

A las semanas, o quizá a los días del inicio del Estado de Alarma, arranqué de mi estantería un libro que había leído hacía muchos años y que, como tantas veces ocurre, no había leído de verdad. En un alarde alegórico desproporcionado, leí de nuevo, esta vez con codicia, Si esto es un hombre, de Primo Levi. 

«Todos los días se parecen y no es fácil contarlos». Con el cien por cien de la ocupación de las camas UCI en Madrid, el 28 de marzo murieron en esta comunidad 591 personas. El día 31, en España murieron 2.466, de las cuales, 849 fueron por coronavirus, según los datos oficiales. El Sistema de Monitorización de la Mortalidad alerta de un gran exceso, una convulsión. Dice que el 31 de marzo de 2020, en España murieron más del doble de las personas previstas. «La facultad humana de hacerse un hueco, de segregar una corteza, de levantarse alrededor de una frágil barrera defensiva, aún en circunstancias que parecen desesperadas, es asombrosa, y merecería un estudio detenido. Se trata de un precioso trabajo de adaptación, en parte pasivo e inconsciente y en parte activo: de clavar un clavo sobre la litera para colgar los zapatos por la noche; de establecer pactos tácitos de no agresión con los vecinos; de intuir y aceptar las costumbres y las leyes de aquel determinado Kommando y de aquel determinado Block. En virtud de este trabajo después de algunas semanas, se consigue llegar a cierto equilibrio, a cierto grado de seguridad frente a los imprevistos; uno se ha hecho un nido, el trauma del trasvase ha sido superado». Recuerdo que nunca antes en mi vida me había despertado con tanto miedo de leer las noticias. Y nunca antes había leído las noticias, nada más despertar, con tanto ahínco. Por las tardes, a veces por las noches, a veces antes del almuerzo, me tumbaba en el sofá de mi casa, como si nada ocurriera, pero atónita, y leía a Primo Levi, que escribía así: «Del mismo modo que nuestra hambre no es la sensación de quien no ha perdido una comida, así nuestro modo de tener frío exigiría un nombre particular. Decimos ‘hambre’, decimos ‘cansancio’, ‘miedo’ y ‘dolor’, decimos ‘invierno’, y son otras cosas. Son palabras libres, creadas y empleadas por hombres libres que vivían, gozando y sufriendo, en sus casas. Si el Lager hubiese durado más, un nuevo lenguaje áspero habría nacido». 

Como había vuelto a habitar, como observaba mis plantas crecer, como coloqué fotos en marcos y las colgué de las paredes, como dejé definitivamente de ver series para volver a ver cine, como llenaba el frigorífico hasta las trancas en un alarde vergonzoso y ostentoso de salvamento, como no tenía la agenda llena de eventos, compromisos y alegres quedadas, como esta ciudad mía estaba prohibida y enseñaba los dientes, como era, de pronto, en el encierro, libre de mi propia cotidianeidad, como había vuelto a habitar, a leer, comencé a firmar los libros que leía, en las páginas de cortesía, con la fecha y esta leyenda: «Los libros de la pandemia». No sabía yo entonces que aquello duraría tanto. No sabía, tampoco, de qué forma se podría salir de ella. De todos los que así firmé, quiero recordar uno.

En la página de cortesía de El dolor, de Marguerite Duras, escrito a lápiz, dice: «Abril de 2020. Confinamiento. Los libros de la pandemia». Me había hundido en Duras, de bruces, un poco antes. Lejísimos quedaba El amante, leído en la juventud. Es tarde siempre cuando empieza una a leerla y se da cuenta de todo lo que tiene que arañar entre sus páginas. Ese verano del 2020 leería varios libros más de Duras, y La vida material fue el último libro que le regalé a un amigo muy querido por su cumpleaños, ya en 2021, a quien volveré a nombrar enseguida. Pero El dolor quedará siempre guardado en mi memoria como un libro de la noche y la pandemia. La luz de la bombilla de la lámpara que hay junto a mi cama era tan amarilla como las páginas de la edición de Alianza. El 2 de abril se registró un nuevo récord de fallecidos en un solo día: 950. Los muertos ya superaban los diez mil. En Madrid, los diez mil metros cuadrados del pabellón 5 de Ifema eran un hospital de campaña. Y la pista de tres centímetros del Palacio de Hielo, una morgue improvisada. Duras decía: «Ahora la calle mayor está desesperadamente vacía, y sus adoquines yacen panza arriba como peces muertos. Ciento cuarenta mil prisioneros de guerra han sido repatriados. Hasta ahora no hay cifra de deportados. A pesar de todos los esfuerzos llevados a cabo por los servicios ministeriales, los preparativos se quedan cortos. Los prisioneros esperan durante horas en los jardines de las Tullerías. Se anuncia que la Noche del Cine tendrá este año una brillantez excepcional». Sobre todo, decía: «En este momento hay en París gentes que ríen, jóvenes, sobre todo. Yo solo tengo enemigos. Es el atardecer. Es preciso que regrese para esperar junto al teléfono. En el otro lado también es el atardecer. En la cuneta, va cayendo la noche, las sombras ocultan ahora su boca. Sol rojo sobre París, lento. […] Ni por un segundo veo la necesidad de ser valiente». 

Subiendo las escaleras hacia la nada, más allá de mi cuarto piso, está la azotea. El techo de mi torre. No es transitable, solo sirve para tender. Pero nadie la usa, a excepción de mi vecina de enfrente, que tiene una esquina llena de plantas. Por aquel momento, utilizar los espacios comunes estaba prohibido. Pero yo los usé. Subí a mi hija a la azotea, con una manta y una tila, una noche que ella se asfixiaba. Quiero salir de aquí, me decía, siento que esto no va a acabarse nunca. Subí algunas mañanas a correr en círculos por encima del perímetro de mi casa. Subí a tender la ropa con mi niña, que jugaba al bádminton en las alturas con unas raquetas que pedimos por Amazon. Subí, una tarde de luz naranja, a leer la Poesía reunida de Piedad Bonnett y a enviarles por Whatsapp a mis amigos Aroa y Nano algunos poemas. Habíamos compartido tantas lecturas a lo largo de los años, habíamos compartido tanta ciudad los tres, tanta alegría, que en aquella primavera del 2020, sin poder tocarlos, el horizonte de Madrid que veía desde la azotea de verdad me dolía en el cuerpo. Como si algo ya nunca más fuera a ser como había sido. 

Y les mandé esto: «Aprende la lección: mata los pájaros / no sea que al verlos volando en tu jardín / quieras volar. / Luego cierra tus ojos al paisaje. / Ponte piel sobre piel y cuenta las baldosas / y cuenta las palabras / no prodigues / no llores ni mires hacia atrás / y corre respirando con método con ritmo / sin resbalar jamás / hasta la muerte».

La vida ha vuelto a ser lo que no era, por supuesto. Yo echo de menos a veces, como una déspota del privilegio, ese hogar que fueron para mí los libros la primavera en que el tiempo se detuvo. Y echaré de menos, para siempre, a mi querido amigo Nano.

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