Elisabeth Tova Bailey
El sonido de un caracol salvaje al comer
Traducción de Violeta Arranz
Capitán Swing, Madrid, 2019
152 páginas, 16.50 € (ebook 7.99 €)
Aún aprendo, escribió Goya al pie de uno de sus grabados en el que dibujó a un anciano de mirada vivaz y desafiante apoyado sobre dos bastones. Elisabeth Tova Bailey —pseudónimo que usa la ensayista y escritora de cuentos—, desde otro de los bordes de la vida, dotó también de sentido esta frase. Y es que, a la edad de treinta y cuatro años, un virus patógeno, monstruo diminuto, dañó su sistema nervioso hasta dejarla inmóvil, atrapada en sí. Difícil de imaginar la aventura, personal y literaria, que posibilita la caída.
El sonido de un caracol salvaje es un ensayo —nada lastimoso— que nace de una observación lenta, paciente. Rezuma un tiempo tan dilatado —pese a su agilidad narrativa— que pareciera el propio de una suerte de asceta. Omite el padecimiento para centrarse en aquello que la enfermedad ofrece, los modos de ver adquiridos o condicionados por el aislamiento y la quietud. Bailey escribe desde los márgenes de la vida, construyendo un relato que bebe de lo que tiene al alcance, que es poco y, sin embargo, en ella, es fecundo.
Hay dos azares que enmarcan este relato autobiográfico: el que desencadena la enfermedad, es decir, el azaroso encuentro de la autora con un misterioso virus patógeno y el otro es, ya postrada en la cama, el fortuito encuentro con un caracol sobre su mesilla de noche. Con el patógeno no hay comunicación, sólo un enigma de porqués, cuándos y la progresiva aceptación del fatal encuentro. Con el caracol sí la hay (en un amplio abanico del término) y es esa extraordinaria relación con la apenas audible presencia del molusco la que dota de singularidad a un texto tejido con unos hilos infrecuentes: el de la escritura como huella de una experiencia de tiempo tan dilatado, el de una narración que deja testimonio del aislamiento profundo y, especialmente, la narración de su singular vía de escape. La que halla en un caracol, con su pausado ritmo, una conexión restaurativa y de rara belleza.
Este texto híbrido, que hermana a criaturas tan dispares como a una homo sapiens y un caracol de la especie de labio blanco del bosque, contiene ecos de la poesía oriental, occidental y de la literatura científica. También nos recuerda a Gregorio Samsa, pues la persona que creía ser la autora, comienza a cambiar. «Mi condición de vertebrado se estaba disolviendo literalmente. Acabaría convirtiéndome en una criatura de cuerpo blando sin espina dorsal, más parecida a un gasterópodo que a un mamífero». La narración de ese periodo oscuro de su vida propone un viaje a un mundo alejado de su especie.
La historia personal interacciona con sus posteriores lecturas científicas —acabaría por ser una apasionada lectora sobre malacología—. Entrelazado con el texto más íntimo, figura un compendio de referencias tanto a escritores y poetas que han observado agudamente a los caracoles —Elizabeth Bishop, Kobayashi Issa, Yosa Buson, Rilke, Emily Dickinson, John Donne, Hans Christian Andersen—, así como menciones a una amplia bibliografía científica sobre gasterópodos que no lo merman de riqueza literaria. Aunque, eso sí, el texto tiene una consistencia difícil de etiquetar: equidistante del cuento, la prosa poética, la literatura científica, la literatura fantástica y la meditación escrita. Consistencia del texto: viscosa. Una rara especie, sin duda, y sin embargo rezuma la sencillez de lo logrado, la del texto que fluye. ¡Cómo no va a fluir!
Que Elisabeth Tova Bailey tenga una mente, a la par creativa y científica, hace que el relato crezca hacia lo informativo. Uno acaba sabiendo mucho de caracoles —anatomía, funciones defensivas, costumbres sexuales, misterios de su locomoción—, misterios, por cierto, que trajeron de cabeza al mismo Darwin, pero narrados desde una observación implicada personalmente. Es decir, el caracol no es sólo objeto de su estudio por curiosidad y deseo de aprendizaje, sino que se establece entre ellos dos una relación larga, de dependencia y cierta simbiosis restaurativa. Al fin y al cabo, durante un año convivieron en una habitación, ambos en aislamiento, separados de su mundo natural y en conexión uno del otro. Ella le procuraría alimento y un hábitat (un terrario) hecho con hojas, agua, musgo, champiñones… y el caracol la guiaría como una suerte de mentor, a la velocidad y ritmo adecuados para ella en ese periodo ralentizado de su vida. El caracol sería durante muchos días su solo acompañante, una presencia de la que aprender, con la lentitud idónea como para incitar en ella pequeños movimientos imitativos, además de ser una vida de la que cuidar, un sentido y una esperanza. Una vida —la de la autora—sostenida en una mínima diversidad y riqueza, lo que no implica una renuncia al aprendizaje, a la construcción. Walt Whitman supo expresar el asombro de la conexión con lo natural, por pequeña que sea la forma a través de la cual se comunica la vida vegetal, animal o mineral con el ser humano: una hoja de hierba, un tallo, una gota de agua.
¿Qué es lo singular en este libro con respecto a esa comunicación que tantos poetas, naturalistas o científicos han observado y comunicado? Quizá sea el tiempo: la observación sostenida, sin distracción, en un tiempo demasiado prolongado para el ser humano, salvo que, como en este caso, un virus obligue a ello: a renunciar a toda distracción o separación de dos seres vivos cuyo metabolismo y tiempo no están diseñados para formar tan fiel y obsesiva pareja. Hay algo único en este diálogo simbiótico. Hay casos, como el de la primatóloga Jane Goodall, en el que la observación y el conocimiento van de la mano de una profunda empatía, en su caso, con los chimpancés. Quien la haya visto en alguna conferencia, habrá escuchado su simbiosis asistiendo a su imitación del sonido de los chimpancés, borrando de alguna manera fronteras entre la amplia familia de homínidos que formamos. Hermanarse con un caracol es un paso más desafiante, pero ya transformarse en uno y no estar loco es una aventura no al alcance de cualquiera.
El libro contiene un elogio de lo insignificante. En una vida con las posibilidades de locomoción cercenadas, observar a una criatura vivir su vida supone un agarre. El lento caminar del caracol se convierte en meta; el gasterópodo, en héroe al que emular, puesto que sus proezas resultan más cercanas a las posibilidades de Elisabeth que las de los individuos de su especie, demasiado extraños ya, con sus bruscos movimientos de brazos y piernas, con esos niveles de energía desconcertantes («Me asombraban los movimientos aleatorios de mis amigos por la habitación; era como si no supieran qué hacer con su energía. Tenían tan poco cuidado con ella…»). Habitar la otredad: «mientras que la energía de mis visitas humanas me agotaba, el caracol me inspiraba» y un viaje a la semilla. El caracol le proporciona un viaje hacia atrás. De alguna manera ese caracol, embajador de todos los caracoles, le estaba presentando a sus ancestros gasterópodos, que se remontan a un tiempo muy anterior a nuestra especie, y ella estaba viviendo en sí la experiencia de un mundo atemporal en miniatura. Los helechos y musgos del terrario del caracol, a modo de bosque primigenio, le conducen a un tiempo germen en el que caracol y ser humano compartieron origen evolutivo. Una experiencia hacia atrás no sólo imaginada, sino padecida desde el cuerpo. El resto de la habitación, una suerte de mapa a mundos lejanos (la librería o el baño como espacios demasiado distantes; espacios de nostalgia, de cuando era de nuestra especie).
Es un libro que va de la experiencia corporal a la mente. No al revés. Primero se hace caracol, luego escribe. El taoísmo y el zen han apuntado a esta comunión, a esta mística. Ella no llega por ese camino, sino por el de la enfermedad y el azar. Tras un año cara a tentáculo con el caracol, la simbiosis kafkiana se va operando y el lector pasea por ese puente que es el libro hacia el mundo de los moluscos. Un libro de interés para el amante de la ficción (puede ser escéptico y leerlo de ese modo, como un cuento extraordinario), pero también para el campo de las humanidades médicas e incluso, llevando el libro más lejos de lo que él mismo propone, para un gasterópodo esoterismo. Por lo visto también se está utilizando en entornos educativos por su potencial edificante, inspirador.
A medida que la autora se fue recuperando, la ventana comunicativa hacia los caracoles se fue cerrando. Leyó y se interesó por ellos durante décadas, pero dejó de compartir la lentitud necesaria para la relación personal. En su diario dejó escrito: «Siempre hay mucho que hacer, independientemente de la velocidad a la que lo haga. Debo recordar al caracol. Acuérdate siempre del caracol».