Manuel Alberca
La espada y la palabra. Vida de Valle-Inclán
XXVIII Premio Comillas
Tusquets, Barcelona, 2015
765 páginas, 26.90 € (ebook 13.99 €)
El 1 de febrero de 1892 Valle-Inclán publicó en el periódico El Globo un artículo titulado «En tranvía». Esta precisa ficha bibliográfica consta en una de las centenares y centenares de notas con las que Manuel Alberca ha blindado documentalmente su apabullante biografía del escritor modernista. Por entonces Valle tenía veinticinco años –como aclara, de manera definitiva, la partida de nacimiento (otro dato blindado, uno más)–, vivía sin penurias porque la suya era una familia más bien de posibles y definitivamente había aparcado la carrera de Derecho tras algunos años de desidia académica («Fue sin excusa posible un mal estudiante»). Había decidido ser literato, aún no podía vivir de lo que escribía, pero tenía claro cuál era el camino: su primera estación, Madrid. Y en Madrid se desarrollaba la escena que narraba en un artículo que Valle recicló al menos un par de ocasiones más. Resumamos con el profesor Alberca. Escrito en primera persona, en «En tranvía» Valle explica una escena vivida por él mismo durante su primer viaje a Madrid. Paseaba por la Puerta del Sol cuando una figura le avanzó andando rápido y al instante vio como subía a un tranvía en la calle Hortaleza. Valle lo siguió, subió también al tranvía y se puso a conversar con él. Seguro azar. Era José Zorrilla, icono viviente del parnaso literario español.
El buen biógrafo de un escritor debe empaparse, de entrada, de la obra completa del individuo que se ha propuesto imaginar. El corpus integral, sin distinciones, es su materia prima. Un artículo digamos que prehistórico como «En tranvía», por ejemplo. El biógrafo debe conocer las obras mayores y las menores. Los volúmenes clásicos, los artículos olvidados, las referencias desperdigadas, los papeles empolvados. Y si están a su alcance, en especial, debe hacer lo posible por acceder a las cartas cruzadas porque los epistolarios, como también los dietarios (si es que los hay), funcionan como aquella literatura de segundo grado que permite pensar con fundamento la esfera privada del sujeto biografiado. De este abanico de materiales textuales no es prioritario determinar la calidad literaria o su significación estética. Digamos que es una lectura más bien instrumental. La lectura del biógrafo de dichos materiales, de todos los posibles, no pretende tanto degustarlos como filtrarlos por el colador profesional con el afán de extraer de ellos el máximo de información posible. Y es a partir de esa información, primero, que puede elaborarse la cronología (lo más espesa posible, a poder ser) y, a partir de aquí, se puede pensar para luego optar por escribir un tipo de relato biográfico determinado u otro. Es esa elección la que determina, al fin, el estilo de biografía que acabaremos leyendo: o más narrativa o más ensayística, o más divulgativa o más erudita.
Así ha procedido Alberca. Lo ha leído todo. Lo ha husmeado todo. Metódicamente. Su meticulosidad, que ha sido galardonada con el Premio Comillas, no es una novedad inesperada porque algunos de los frutos de su trabajo ya eran conocidos: la biografía seminal que apareció en 2002 (y que ya pude reseñar aquí), el Epistolario inédito de 2008 o diversos estudios publicados en revistas especializadas. Y, al fin, tras una década larga de acumulación positivista de datos, ha optado por la biografía erudita –que vendría a ser el estilo prototípico del historiador–. ¿Era éste el mejor estilo para biografiar a Valle-Inclán? Sin duda, leído este libro, tal vez no sea el más atractivo (porque el dato pesa más que el relato) pero sí el más necesario.
Para centrarnos volvamos al artículo del tranvía. Ya sabemos por Alberca que Valle dijo que había compartido un trayecto casual charlando amigablemente con Zorrilla. Pero porque el biógrafo se ha documentado puede acometer una operación complementaria que se convertirá en su metodología a lo largo de la biografía: falseará, una y otra vez, una leyenda. Aquel artículo de 1892 menor, concebido para ser leído como un suceso acaecido realmente, será falseado por el biógrafo erudito. Falsearlo no implica restarle verdad literaria ni valor estético, de sobra sabemos que la literatura la nutre la verdad de las mentiras. El falseamiento en el plano biográfico se desarrolla en un plano distinto. Es una operación necesaria si el objetivo, como es el caso, es comprender al sujeto Valle e imaginar los motivos de su proceder a lo largo de su vida e identificar qué uso hizo de la ficción literaria para proyectar en la sociedad de su tiempo un determinado personaje público.
En el caso del tranvía, como en tantísimos otros, la realidad factual descuadra la impresión de realidad que su obra impone. La escena, para decirlo rápido, es falsa. Datos son datos. Cuando pudo producirse el encuentro, es decir, cuando Valle vivió durante unas semanas por vez primera en Madrid, Zorrilla no estaba en la ciudad y, en el caso de que pudiesen ensancharse fechas alternativas para cuadrar el relato con la realidad, lo cierto es que nuestro viejecito romántico ya estaba demasiado enfermo como para subirse por sí solo a un tranvía o para caminar por la calle Hortaleza a paso ligero o por cualquier otra. Valle inventó. Con esa información de contraste, pues, puede fijarse, primero, el género periodístico de aquella pieza: «una crónica ficción». Pero, más allá de fijar dicha adscripción genérica, lo que el biógrafo erudito extrae del cruce de los hechos con los textos es conocimiento biográfico: la reafirmación de que Valle deseaba ser escritor, transformar la dimensión pública de su figura en un personaje, y que usó sin parar, figurándose y desfigurándose, la ficcionalización de su yo real para cimentar una automitificación monumental. Un mito tan potente que el relato de su vida –el que él hizo, el que tantos ampliarían– podía contener todas las leyendas posibles, todos los dimes y diretes, mil y una variaciones de anécdotas, interpretaciones de conducta que podían ser contradictorias o adaptarse a los deseos de Valle mismo y de sus biógrafos.
A ese mito andante, a ese intérprete fascinante de la tertulia en el café, a ese hombre al que incluso sus propios personajes literarios acabaron por transferirle rasgos de identidad (feo, católico y sentimental, el carlista por estética), Alberca, sin que se note el cuidado, le ha clavado una estaca con la acumulación de datos, pruebas y aún más datos. Lo ejemplificaría, otra vez, el momento más mítico de la vida de Valle-Inclán: la reyerta que acabó con la pérdida del brazo. «Ni Bueno ni Valle contaron nunca la verdad de los hechos a la prensa, sino que la ocultaron con diferentes falsificaciones», afirma, «entre ambos construyeron un relato falaz del suceso». Pensando la información disponible, cruzando fuentes (incluso el certificado del médico que le operó tras la pelea), la conclusión del biógrafo es rotunda: otra vez Valle no contó la verdad, inventó otra vez. De algún modo, a lo largo de la biografía, Alberca parece proceder como un fiscal o como el aplicado miembro de una comisión de investigación empeñado en demostrar el ejercicio de autoficcionalización de su propia vida que Valle acometió. Y cuando no puede demostrar lo que pretende, se limita a constatar lo qué sabe sin atreverse a concluir. Frases como éstas son recurrentes, como confesión de honestidad, a lo largo del libro: «A decir verdad no sabríamos determinar de dónde sale el rumor ni quién lo auspicia, y todo puede ser una imple invención sin fundamento»; «¿Qué ocurrió realmente? Hay, al menos, dos versiones. Una desproporcionada a todas luces, y otra más veraz».
Optar por el estilo de la biografía erudita (en el polo opuesto a la también mítica de Gómez de la Serna) era necesario, pues, porque sólo con toneladas de datos podía ser falseado lo que acabó siendo una automitografía gigantesca. Ya podía proclamar Valle que nunca se había preocupado por la recepción de su obra, pero una temprana carta a Clarín, por ejemplo, demuestra que le suplicó la crítica al maestro; a la primera no lo logró, pero a la segunda tuvo palique y tomó nota. Ya podía asegurar que había dimitido de su cargo como profesor de Bellas Artes, pero allí está la documentación oficial que atestigua que siguió cobrando el sueldo del Estado. Actuaba y era visto como un dandi, y lo era, pero al mismo tiempo estaba perfectamente al tanto de los ingresos que obtenía con sus libros; en algunas páginas, en este sentido, Alberca acumula sumas y restas y el catedrático de Literatura más bien parece transformarse en un eficiente contable. Pero es que para él el dato lo es todo porque el biógrafo necesita mostrarle al lector el truco del biografiado. Ésta fue su estrategia, que en algún momento Alberca considera que se le escapó de las manos: «Su técnica de invención consistía en tomar un elemento biográfico real y agrandarlo o distorsionarlo al mezclarlo con datos ficticios». El mecanismo de automitificación ha quedado al descubierto y el mito, al fin, falseado está.
El paso siguiente es preguntarse, con las razones de Alberca, por el sentido y operatividad de dicha automitificación. Volvamos a nuestro modesto punto de arranque. ¿Por qué fabular una charla con Zorrilla en un tranvía de Madrid si esa escena no podía haber sucedido? Para otorgase un papel protagonista en la vida literaria, sin duda. Pero no era sólo una cuestión de egocentrismo y estrategia de mercado, que también. La fabulación seguramente era útil o necesaria porque el artista del modernismo, y Valle encarnó ese perfil de manera paradigmática en su dimensión pública (y por supuesto en su obra), escenificó su vida como la extensión de un arte que se pretendía militantemente subversivo. Así la estetificación de la propia existencia, que alejaba al creador de los patrones de conducta vulgares (el de las multitudes, en la expresión de la época), actuaba como una forma subsidiaria del afán de establecer distancias con la mediocridad de la moral y de la sociedad burguesa. Si la quiebra del lenguaje del realismo fue la forma modernista de articular una crítica de veras radical –una radicalidad estética antes que ideológica, pero que cuando era ideológica no era necesariamente progresista–, la pose del artista de ese movimiento transnacional (que en el caso español escupía, además, sobre el cartón piedra de la Restauración) debía estar acompasada con este propósito. La leyenda construida por Valle se incardinó en ese propósito, también su incuestionable militancia carlista (una apuesta por el reaccionarismo que casaba con su fascinación por un idealizado heroísmo), pero la leyenda fue tan descomunal que el personaje acabó devorando a la persona e incluso, en ocasiones, proyectando una sombra de desconfianza sobre su propia obra. Rescatar a esa persona, para humanizarla, es el sentido de esta biografía.