Séverine Auffret
La gran historia del feminismo. De la Antigüedad hasta nuestros días
Traducción de Silvia Kot
La Esfera de los Libros, Madrid, 2020
532 páginas, 26.90 €
Escritora y profesora de Filosofía, Séverine Auffret, autora de esta sugerente historia del feminismo que comentamos, apuesta con firmeza por un feminismo de la diferencia en la igualdad, al manifestarse hondamente convencida de que el amor y el goce puede ofrecer un poderoso modelo socioeconómico y político que supere el viejo humanismo hipócrita: el que sólo acepta al otro con la condición de que sea igual, e impone como único modelo al hombre blanco, varón, adulto, sano, rico y civilizado. «Este feminismo existencialista de la diferencia sexuada —escribe textualmente— debe llevar a una lucha contra toda dominación. Para que surja por fin no ese fantoche fantasmático y fanfarrón que es “el hombre”, sino “el ser humano” en su realidad múltiple y variada». A esta conclusión ha llegado después de muchos años de estudio e investigación que comenzaron a principios del presente siglo xxi en la Universidad Popular de Caen, junto a su director, Michel Onfray, y todo un equipo de trabajo que ha colaborado con talento y pasión en el desarrollo de este valioso trabajo.
Las ideas feministas han existido desde la Antigüedad y en todo el mundo. Valiéndose de datos, testimonios, anécdotas y textos literarios, la autora rastrea el desarrollo de diferentes ideas feministas desde sus primeras manifestaciones hasta nuestros días, desde el antiguo Egipto, pasando por la América precolombina, hasta las formulaciones más actuales. Casi las primeras doscientas páginas de este voluminoso libro están dedicadas a la «Arqueología del feminismo». No podemos olvidar que muchísimo antes del Renacimiento europeo, había mujeres (y hombres de ideas feministas) que escribían: Aspasia de Mileto, Eurípides de Salamina, Hipatia de Alejandría, Perpetua de Roma, místicos sufíes, trobairitz occitanas, poetas medievales debidamente apreciadas y celebradas por sus amantes-amigos, sabias abadesas, «Hermanas y Hermanos del Libre Espíritu», beguinas y begardos edenistas y a veces hedonistas, iluminadas mártires… Séverine Auffret puntualiza que esas mujeres y esos hombres defendían, aunque no siempre la formularan explícitamente, una afirmación plena de la mujer actuante, hablante, pensante, inventora y creadora, que participara de pleno derecho en todos los aspectos de la cultura humana. «La perspectiva feminista —insiste— no esperó al siglo xx, y ni siquiera al xix, para hacerse oír, y las mujeres no siempre constituyeron ese “segundo sexo” dócilmente sometido a un presunto “primer sexo”. No sólo escribieron y pensaron, sino que a menudo actuaron como agentes y sujetos de la historia, aunque la ciencia histórica oficial se ingenió para minimizar su papel o negarlo».
Para resumir esta primera y larga etapa de la arqueología del feminismo, la autora se sirve de la que denomina «metáfora de la guitarra». Consideremos una guitarra y su cuerda más baja. Esa cuerda grave es el cristianismo clerical. La nota que da es casi la misma desde los primeros concilios hasta el siglo xx y un poco más. Ejecuta siempre el mismo bajo continuo. «Esa cuerda dice y repite —concluye— la satanización de las mujeres y el odio fóbico hacia ellas». Las cuerdas agudas cambian de nota. Entre los siglos xii y xv europeos, las cuerdas altas ejecutan otras melodías, las de una feminización de la cultura, y en varios modos. La consecuencia es que la música ejecutada por todas las cuerdas de la guitarra es a menudo disonante. «La discordancia entre las cuerdas altas y la monótona cuerda baja —matiza— es muchas veces terrible». Las mujeres que representan mejor las expresiones de valor y poder (sabias, místicas y guerreras) asumirán el costo de la discordancia.
Con la llegada del Renacimiento entraron aires nuevos. La cuestión de las mujeres, hasta entonces oscura y confusa, entró en la claridad de un debate público: ensayos, panfletos, correspondencias epistolares, filosofías, teorías políticas que formulaban una problemática que mantuvo en vilo a la opinión pública durante siglos. La autora se siente orgullosa al señalar que, entre las regiones de Europa llevadas por ese Renacimiento a lo femenino, Francia tuvo la suerte de contar con cuatro figuras notables. La primera, «inmigrante» del foco italiano: Christine de Pisan. Las otras tres fueron Margarita de Navarra, Louise Labé y Marie de Gournay. A cada una de ellas dedica interesantes páginas.
Y con esta nueva etapa de la historia llegó la Reforma, que supuso para las mujeres una cierta apertura en cuanto a juego, audacia y esperanza. Pero pronto llegó también la Contrarreforma que, sobre el modelo del absolutismo político, restauró los marcos familiares autoritarios con una obsesión por la procreación que sacralizaba el matrimonio, la castidad y la fidelidad forzada. «Todo lo que salía de ese esquema —escribe S. Auffret— era arrojado a los márgenes amenazantes y amenazado. La vida femenina se veía relegada a la estricta alternativa entre el matrimonio o el claustro: doble encierro bajo el poder conjugado de la Iglesia y de la familia patriarcal».
La autora observa que desde Christine de Pisan y luego todas las mujeres pensantes y sabias de los siglos xvi y xvii vieron con claridad que la represión ejercida sobre las mujeres en el doble encierro de la familia y la religión sólo podía ser combatida por el acceso al conocimiento y a la instrucción. La reivindicación de una escuela para niñas se hacía urgente. Algunos pedagogos empezaron a pensar la educación de las niñas, entre ellos destaca el español Juan Luis Vives, cuyo objetivo era cristianizar a la mujer para obtener un mejor entendimiento en los matrimonios. Erasmo compartía esa actitud. Sólo un Rabelais utópico fue capaz de imaginar una instrucción igual de varones y mujeres libres. Lutero fundó muchas escuelas para los dos sexos, pero transmitía un modelo patriarcal de la familia que sometía a la mujer a la autoridad del marido. A partir del Concilio de Trento, el papado apoyó la creación de órdenes religiosas enseñantes, en ellas la separación de los sexos se convirtió en un objetivo primordial de la educación.
Este libro reserva un destacado espacio a las que considera verdaderas mujeres sabias de su tiempo —nos encontramos en el siglo xvii de esta gran historia—. Destacan los nombres de la holandesa Anna María van Schurman, Poullain de la Barre, Gabrielle Suchon, Anne Dacier y otras. También aquí trata de la complicada amistad hombre-mujer, como la de Montaigne con Marie de Gournay, y de las parejas místicas, como fueron las muy conocidas de santa Tesesa de Jesús y san Juan de la Cruz, la de Isabel de Bohemia y Descartes, y la de Madame Guyon y Fénelon, con su mística «pasiva» o quietismo. En cuanto a la filosofía de entonces, Séverine Auffret, como filósofa que es, destaca que, desde el Renacimiento hasta el final del Antiguo Régimen, ya no se encuentra en los profesionales la burda misoginia de los pensadores antiguos, la de Aristóteles, por ejemplo. Por otra parte, su misoginia, todavía existente, se diferenciaba de la misoginia, ferviente y militante, de los clérigos: buscaban razones, argumentos racionales y no míticos o dogmáticos como los que usaban los sacerdotes y los teólogos.
Tras dedicar un espacio al personaje del don Juan libertino y también a las mujeres libertinas, este gran relato llega al siglo xviii con cuatro personajes: Condorcet, Olympe de Gouges, Mary Wollstonecraft y Théroigne de Méricourt, figuras heroicas de la lucha feminista prerrevolucionaria y luego revolucionaria. Los cuatro, considerados en el orden cronológico de su nacimiento, tienen algo en común; nacieron en el Siglo de las Luces y murieron durante o después de la Revolución francesa, la acompañaron fervientemente y produjeron muchas ideas feministas.
La última parte de este libro está dedicada al denominado «feminismo histórico», que llegó al apogeo de su conciencia y de su espíritu combativo en todo Occidente en el paso del siglo xix al xx. Prensa, manifiestos, afiches, discursos, declaraciones públicas, mítines, manifestaciones callejeras, novelas, ensayos, obras de toda clase expresaron la nueva realidad de este movimiento colectivo que coordinaba las reivindicaciones femeninas. Todos estos medios permitían la difusión de esas ideas y de esos actos, una publicidad que aumentaba su fuerza. «Esta especificación de las mujeres —escribe Auffret— como autoras colectivas de acciones y de manifestaciones tiene el resultado inesperado de una astucia de la historia: la aparición de sujetos sexuados agrupados como tales en la acción hizo surgir las bases de lo que se convertiría, a lo largo de todo el siglo xix, en el feminismo histórico». La primera razón de este nacimiento anónimo del feminismo es que las reivindicaciones de las mujeres están específicamente ligadas a su género —reivindicaron en primer lugar el pan, los medios para alimentar y educar a sus hijos. Más tarde reivindicaron el trabajo y el salario, la instrucción y la paz—. La segunda razón de este nacimiento es que la coexistencia material de las mujeres, unas junto a otras a pesar de los antagonismos que podían atravesarlas —había jacobinas, girondinas, pero también masonas, utopistas, sufragistas…—, las sacaría del aislamiento en el que las mantenía el Antiguo Régimen.
Llegados al siglo xx, la autora nos habla de las «oscuras luces» del psicoanálisis y del surrealismo. Nos habla con las voces de la psicoanalista inglesa Juliet Mitchell, de Luce Irigaray y el movimiento Psychépo, y sin olvidar a poetas como Louise Labé. Un especial espacio está dedicado a Simone de Beauvoir y su mundialmente reconocida obra El segundo sexo. Séverine Auffret afirma que este libro, considerado por muchos hasta hoy como un trabajo emblemático del feminismo, de feminista tiene muy poco. Nos recuerda que la Beauvoir sólo se declaró feminista veinte años después de su publicación, en 1949, cuando tenía alrededor de sesenta años. «En sus memorias y en su correspondencia –escribe— confiesa que el tema del libro le fue sugerido por Sartre, que no fue una necesidad personal». Efectivamente, ni antes ni durante los veinte años posteriores a la aparición de su «segundo sexo» participó en ningún tipo de actividad militante. Su primera acción feminista data de 1971: fue una de las trescientas cuarenta y tres firmantes del manifiesto (llamado «de las 343 sinvergüenzas») que reclamaban la libertad de la anticoncepción y del aborto.
El año 1968 marcó al mismo tiempo la continuación del feminismo histórico y una ruptura drástica que inauguró el neofeminismo. Un reclamo radical de las mujeres sobre su propio cuerpo y su poder gestante, origen de todas las opresiones. Aparece por aquel entonces el MLF (Movimiento de Liberación de las Mujeres) para incluir las luchas de todo Occidente: Europa, América de norte a sur, y muchos otros lugares. A partir de entonces, han ido surgiendo multitud de grupos y subgrupos que derivan de tres grandes corrientes: un feminismo universalista, un feminismo de la igualdad y un feminismo diferencialista. En cada una de estas grandes corrientes van surgiendo grupos y subgrupos que apoyan y defienden o se oponen a temas de plena actualidad, como la reproducción asistida, la paridad, el lesbianismo, la maternidad subrogada, el útero artificial, la mixidad que reside en la heterogeneidad del género humano, etcétera. Séverine Auffret, tras largo profundizar en este inmenso mar, dice optar con fundado optimismo por un «feminismo existencialista de la diferencia sexuada» que debe llevar a una lucha contra toda dominación. No deja de ser una buena opción, y su Gran historia del feminismo, sin duda, un buen trabajo.