Fernando Vallejo
Escombros
Alfaguara
196 páginas
POR SANTOS SANZ VILLANUEVA

Fernando Vallejo haría bueno el parecer de quienes sostienen que un autor escribe siempre la misma obra. Una visión apocalíptica y nihilista atraviesa toda la literatura del narrador, memorialista y cineasta colombiano-mexicano. Y en toda ella recurre a un estilo acalorado y flamígero que lanza como escopetazos a la inteligencia y el corazón del lector. Su nueva novela, Escombros, prolonga esa ética y poética y el propio título sugiere un alcance metafórico: un compendio de un mundo en ruinas. El término tiene un valor denotativo y descriptivo —se refiere a los destrozos causados por un terremoto— pero carga también con ese otro sentido traslaticio que simboliza la humanidad degradada.

El terremoto que afecta al domicilio en México D.F. de Fernando Vallejo sirve de hilo conductor, soporte de un «discurso errático», a la mezcolanza de ingredientes que alimentan la narración global. Los destrozos materiales en la vivienda y los trastornos consiguientes ocupan buen espacio con puntillismo costumbrista, tanto que se da el exacto emplazamiento de la casa, Ámsterdam 122. Este sector anecdótico se reconstruye bajo el signo de una experiencia opresiva acuciada por la preocupación o el temor (a causa del depósito de agua y el tanque de gas de la azotea y por las cuitas de otros condóminos). En este ambiente se sitúa a los convivientes, el escenógrafo David, pareja real del autor, y la perra Brusca. La penosa situación, una vez abandonados también por la criada desde veinte años atrás, la resume con plástica pincelada: «Dos viejos con sus huesudos pies a un paso de la tumba quedaron en el desamparo, acompañados por una perra voluntariosa en un edificio en ruinas». El relato se hace desde un punto de vista retrospectivo, desde la ciudad natal de Vallejo, Medellín, el famoso centro del narco de Colombia («mi hijueputa país»), adonde don Fer se ha marchado, ya muerto David, llevando consigo a Brusca, lo cual propicia un emocionado tono elegíaco. 

Pero se trata solo de un hilo de la madeja narrativa en la que se trenzan otros varios, esperables en el autor. Uno, girones de unas memorias dispersas que marginan la ficción a favor de un autobiografismo explícito. Otro, idas y venidas del presente al pasado. Uno más, e hilo muy sólido, una pulsión ensayística que se manifiesta como un desparrame opinativo acerca de todo lo humano y lo divino, y no recurro a una frase hecha sino que solo describo el contenido.

Ya desde el arranque del relato deja Vallejo patente su cruda visión de la humanidad: «Cuando Dios hizo en el paraíso a nuestros primeros progenitores ni se imaginaba lo que le iban a resultar sus criaturitas: unas bestiezuelas proliferantes de una lujuria irrefrenable y con una marcada tendencia sexual al hacinamiento y a la creciente maldad». Asentado el rasgo dominante del «carnívoro puerco como el ser humano», despliega el autor sus invectivas, con una especie de fijación en el asunto religioso. En él declara un ateísmo casi militante y luce un énfasis blasfematorio contra las grandes creencias monoteístas, y una particular inclinación por el cristianismo. Lo cual convierte en obsesiva meta vital: en Escombros amplifica otros trabajos suyos que hizo «para refutar la más grande mentira de la humanidad, la de la existencia y la bondad de Cristo, y para “cantarle la tabla” […] a la Iglesia». Tal fin se concreta en provocaciones contra Jesús: «un loco que decía que era el Hijo de Dios», aunque nunca mostró la partida de nacimiento, un «loco barbudo de 33 años», el «nazareno loco que se hizo crucificar por obtuso», causante de los mayores males del mundo. Y contra la institución eclesiástica, encarnada en el papa Francisco, un «travesti come carne». 

Con el grueso calibre de estas ofensas apenas pueden competir otras. En el campo de las ciencias, una de las antañonas obsesiones vallejianas, el «gran bellaco», Einstein, «el más grande genio de la impostura». Y, en el de las letras, Octavio Paz, que murió «corroído por el rencor y la envidia». El «poetiso prosaico» mexicano solo dejó a la posteridad un doble legado: «en prosa, un ladrillo de setecientas páginas sobre sor Juana Inés de la Crus, que era otro; y en verso, una pedorrera de pólvora negra». 

Por llamativas que parezcan, y sean, estas invectivas, herederas de la tradición del libelo, forman parte de un fondo enjundioso que afronta una definición y una sentencia sobre la naturaleza humana. La base intelectual se condensa en un sentido puramente materialista de la de la vida. Imposible encontrar menos romanticismo que en las páginas de Vallejo, quien expone una visión demoledora del sexo, al que considera «una enfermedad neurológica que les daña la cabeza a quienes la padecen». En congruencia con semejante mirada, la descendencia le resulta un irreparable mal: «El desastre ecológico y moral que ha producido el hombre con su proliferación no tiene reversa». Y en lógico resultado, nada sino el fin de la especie puede desearse. Hay que acabar, sostiene, con la basura de la Evolución que es el hombre en sus dos versiones de pene y vagina. Por lo cual, el propio Vallejo diseña un programa Antigénesis donde propone medios para lograr un genocidio universal. Su meta última sería el exterminio de la especie. 

La base conceptual de Fernando Vallejo se halla en un descarnado existencialismo. La postura no parte de una pura especulación sino de datos vivenciales. El más relevante en Escombros es la atemorizante experiencia de la vejez, ese último tramo de la vida que siente en el demoledor trance que supone un emblemático cumpleaños: pasar de los 89 al estatus de nonagenario. Hecho que asocia con la Muerte, escrito con enfática mayúscula, a la que impreca y designa con generoso surtido de determinantes: «la Muerte, mi señora», «Misiá Muerte», la «doctora Muerte» o «Misiá Verraca». La consecuencia la formula con una lapidaria sentencia que bien podría servir de epitafio sepulcral: «Entonces seré la nada eterna de mí mismo». 

La vida como pasión inútil resuena en la novela entera y trasmite un mensaje brutal de desolación. ¿Y no habrá algo positivo en este mundo aciago?, invita Fernando Vallejo a preguntarse. Poco, pero no faltan algunos valores. El mayor de ellos es la piedad, que vemos espléndidamente representada en su paciente y altruista dedicación a su compañero David. Las abundantes páginas que dedica a su enfermedad constituyen un gran ejemplo de amorosa preocupación, de una emotividad intensa que suena auténticamente verdadera. No parece declamatoria su confesión: «yo de paso me morí con él». Piedad también destila el interés con que Vallejo atiende a unos desvalidos vecinos, inermes ante los destrozos causados por el terremoto. Y piedad asimismo manifiesta en la enternecedora preocupación por Brusca. Renunció a suicidarse porque no podía morirse dejando huérfana a la perra y esta es la razón única por la que sigue vivo. Ferviente animalista, los animales, sus «hermanos», son lo único positivo de nuestro mundo. Nada más que los animales reblandecen la coraza sentimental del autor. 

La literatura, en general, de Fernando Vallejo responde a la finalidad programática que declara en Escombros: «vivo para recordar, recuerdo para escribir, y escribo para joder y blasfemar». A tal fin sirve bien la retórica catilinaria de su prosa. La corrección política tan lastrante de nuestros días salta por los aires. La expresión se encrespa y llena de exclamaciones e interrogaciones. Su estilo, galvanizado por un fino oído para lo conversacional, resulta con frecuencia bronco. No hace el colombiano bella literatura. Él sigue en sus trece y llegados a estas alturas de su amplia obra —una docena de novelas y varios ensayos—, hay algo en este nuevo libro que resulta repetitivo. Sobre todo, sus opiniones atrabiliarias y el modo de comunicarlas han disminuido la capacidad de sorprender. Se nos hace ya un escritor previsible. Lo que no quiere decir que este epítome hispanoamericano del pesimismo no siga siendo una fiesta del libelo, de la libertad y de la iconoclastia.