Johannes Fried
Dies Irae (El título del libro en español sería traducible como Dies Irae. Una historia del fin del mundo)
Eine Geschichte des Weltuntergangs
Edición bilingüe
Beck, Múnich, 2016 2017
352 páginas, 26.95 € (ebook 21.99 €)

 

POR BLAS MATAMORO

 

La dificultosa historia de la humanidad suele contener, desde tiempos inmemoriales, episodios de liquidación final del mundo. Este orbe donde ocurre nuestra vida es perecedero y su destrucción ha preocupado a sabios e iletrados, creyentes e incrédulos, a sensatos y a fantasiosos. Fried, medievalista de especialidad, se ha ocupado en recoger documentos de todas las épocas, observar sus coincidencias y variaciones, para concluir que se trata de una continuidad de significados religiosos convertidos en hábitos culturales, de modo que se acaban olvidando sus orígenes a la vez que sosteniendo sus constantes.

La escena conclusiva es el apocalipsis, tan afortunada en el decir cotidiano que el adjetivo «apocalíptico» es hoy un difuso significante que puede referirse a una guerra, una inundación, un concierto de rock, las ofertas de enero en los grandes almacenes o un atentado terrorista. No es inmerecida tal reputación porque el Apocalipsis sirve para ordenar la historia como un megarrelato en cuatro partes, obedeciendo al número mágico que suele señalar al cosmos, al mundo como orden: creación, caída, redención y apocalipsis. Así como el año tiene cuatro estaciones y cuatro son las edades de la vida humana, la historia del mundo también parece sumarse, desde el libro de los libros, a este cuatrivio.

El asunto no sólo tiene que ver con cierta necesidad del imaginario humano en cuanto a encontrar alguna estructura que permita razonar, desde la narración, el curso universal de las cosas. Se vincula, además, con la evidencia de que nuestro mundo es perentorio y las respuestas posibles a este radical interrogante de nuestra existencia. Algunas concepciones se apuntan a la aniquilación, es decir, a la conversión del todo en nada —los físicos teóricos se niegan, en general, a admitir que la nada exista en la realidad—, en tanto otras prefieren salvar la permanencia cósmica por un juego de ciclos. Fried halla sólo un ejemplo, por lo mismo excepcional, de concepción del mundo como eterno e inmutable: en el Egipto clásico, en efecto, el tribunal divino que pesa y juzga las almas de los muertos es eterno y hará sempiternamente lo que siempre hizo, de modo que el mundo que lo provee de materias primas y utillaje habrá de mantenerse monótonamente idéntico a sí mismo.

La fórmula más admitida para convertir lo perecedero en permanente es el ciclo de construcción, destrucción y reconstrucción que recogen numerosas cosmologías de variadísima procedencia. La más expresiva sea quizá la griega de Hesíodo, una serie también cuatripartita de metales sucesivamente devaluados: oro, plata (algún glosista prefiere el cobre), hierro y plomo. El decurso se invierte, de modo que la edad de oro —otro sintagma popularizado— juega tanto como memoria esplendorosa de un origen perdido y promesa de llegada a él en un futuro óptimo.

Los teólogos tradujeron, a su debido tiempo, lo cíclico en escatológico. Hubo excepciones: san Pablo no toca el tema. En cambio, san Agustín montó un relato que, valga lo que valiere, no carece de grandiosidad. Dios creó el mundo, es decir, la Ciudad Terrenal, con el mal incluido, para seleccionar a los elegidos y alojarlos en la inmarcesible Ciudad Celestial, convirtiendo el final en comienzo, el apocalipsis en recreación.

Lo vistoso y terrible del finiquito mundano y el consiguiente juicio final se prestó a leyendas, coplas y consejas. Cualquier anomalía natural se empezó a considerar un signo apocalíptico: el incendio de un bosque a causa de un rayo, una inundación, un terremoto, un granizo, una invasión de gente extraña como los turcos en Bizancio o los almohades en España, suma que sigue. Los falsos profetas hicieron auténticos negocios con el temor del fin, en especial acercándose al año 1000. Abundaron en todo tiempo gentes iluminadas que habían visto lluvias de fuego, escuadrones de ángeles, ensordecedoras trompetas surgiendo de las nubes, un cielo de negra insistencia sobre el resplandor y el vapor emergentes del infierno. Más allá de la superstición popular y la indudable seducción estética de estas visiones, parece haber una demanda no sólo de ellas como indicios, sino del hecho central: se acaba el mundo, lamentablemente, se acaba el mundo, por fin, gracias a Dios, se acaba el mundo. Insisto en lo estético, en su ambigüedad.

Visto a la distancia, el cuadro tiene un aire arcaico y de encantadora superstición. Lo advirtieron los mejores artistas plásticos. Sin embargo, aun cuando aceptemos que un proceso de modernización viene de la baja Edad Media, es probable que encontremos curiosas persistencias. Tanto el reformador Lutero como el papa León X se consideraron mutuamente como anticristos que anunciaban el fin de los tiempos. Hasta hubo repetidos cálculos modernamente precisos que fijaron la fecha: Navidad del año 5500. Esta certeza matemática se vio rubricada por razonamientos astrológicos de alta calidad, ya que, lejos de considerarse un rasgo de primitivismo intelectual, la astrología fue practicada por cabezas tan acicaladas como Copérnico, Kepler y Newton.

Desde luego, cuando llegó la Ilustración intentó poner las cosas en su lugar y, entre ellas, el fin del mundo, dado que, si había tenido principio, habría de tener conclusión. No era fácil la tarea ni lo es en nuestros días, herederos de las Luces. Von Kleist, en su conseguido relato sobre el terremoto en Santiago de Chile, hace una cumplida descripción «científica» de los acontecimientos, pero también nos presenta a un zapatero profeta, que hubo anunciado los hechos sin contar con aparatos sismológicos. Kant y Lessing, entre otros, aun cuando renunciaron a toda prognosis —léase: profecía—, echaron los esbozos de una suerte de biografía concreta de la Tierra. La antigüedad y el necesario óbito de nuestro ilustre peñasco podían ser objeto de la ciencia. Kant acierta en considerar que las constantes vitales del planeta irían debilitándose y nuestra especie iría también perdiendo capacidad de reproducirse y perdurar. Seremos débiles, apocados, escasos de tensiones vitales, en fin: decadentes y agónicos. Y habremos de desaparecer de nuestro querido peñasco.

Estas inquietudes salvaron para la ciencia una remota preocupación del animal humano: la antigüedad del mundo. Cuando no había otra fuente que los textos sacros, el Génesis daba para poco: desde la creación hasta el entonces hoy medieval, apenas seis mil años. En la otra punta, pues, cinco mil quinientos para el fin eran razonables, hasta simétricos. No faltó un calendario del siglo xvii que fijó la fecha: año, mes, día. Como para tomar seguros de vida. En el otro sentido, llegó a discutirse si Dios había creado el mundo un domingo o un lunes. Corrijo: el Domingo o el Lunes. Comento: el día del Sol, dedicado a la adoración de Dios, o el día de la Luna, el primero de una semana laboral.

Al margen de estas amenidades, insistir en el término lleva a un tema mayor: la estructura y el sentido de la historia humana, que incluye el conocimiento del entorno por medio de las ciencias naturales. ¿Por qué existe lo que existe? ¿De dónde proviene y hacia dónde se encamina? Si acaso no hay proveniencia ni destino, ¿qué sentido tiene su exploración? ¿No viven tan tranquilos un mono, una bacteria o un olivo sin inquietarse por semejantes minucias?

El hecho de que nuestro mundo, lento o veloz, a lo largo de muchos o escasos milenios, se encamine a su fin ha promovido muy diversas ideaciones. La más obvia y de menor interés actual es el arranque de ira del Creador respecto de su creación. El Día del Señor será el Día de la Divina Bronca, cuando Dios, irritado por la maldad reinante en el mundo por él inventado, decide destruir su producto y establecer la instancia inapelable del juicio universal.

Sin llegar tan alto, hay otras lecturas de eso que nunca ha ocurrido y que necesitamos imaginar y llenar de sentido. La muerte, sin ir más lejos. No la individual, sino la universal. Podemos pensar el final como un castigo divino y magistral a la mala conducta del discípulo humano, pero también como un suspiro de alivio, el del personaje de Joyce: quitarse de encima la pesadilla de la historia, el incordio de seguir viviéndola, haciéndola y soportándola. Y, de paso, que el final rompa el último velo que oculta la verdad de las verdades, para que sepamos, al fin, a qué juego hemos estado jugando y si los naipes eran incautos o estaban trucados.

El apocalipsis, en efecto, resulta familiar a las utopías, en tanto ambos funcionan como objetos de un saber profético. Entonces: un mundo ideal, donde sólo existan el bien, la justicia y la belleza, únicamente es posible si este mundo malvado, injusto y feo se va a la santísima porra. Los milenarismos recorren esta ruta. Fried, lamentablemente, ha pasado por alto la quizá mayor experiencia milenarista de los tiempos modernos: la guerra del fin del mundo —la fórmula es de quien la noveló, Mario Vargas Llosa— librada en el siglo xix en el Canudos brasileño. Se aniquila todo lo existente y aparece el Mesías asegurando mil años de próspera felicidad en un nuevo mundo regenerado: bueno, justo y bello.

Estas hipótesis se refieren, con matices, a un agente creador exterior al mundo. No tiene nombre. Llamémoslo Dios, por comodidad semántica. Pero ya sabemos que, hace poco, Dios ha muerto o, por mejor decir, se ha impuesto, en buena parte del mundo —cuidado: no en todo el mundo—, un sistema de vida que prescinde de cualquier Dios. Los dioses son otra cosa y hoy no toca. Las diosas, tampoco. La pregunta es: si Dios es prescindible como si hubiera muerto o no hubiese existido nunca, ¿qué hacemos con el hombre del humanismo, el Homo Dei, hecho a su imagen y semejanza o viceversa? ¿Lo damos, asimismo, por muerto, acaso porque nunca existió o es una antigualla antropológica, como quiere Foucault? ¿Lo borra del mapa la aparición de la inteligencia artificial? ¿No habrá empezado ya el apocalipsis y no nos habremos dado cuenta?

El arte, desde luego y como siempre, se ha adelantado al evento y ha representado la invención de san Juan en la isla de Patmos —isla: utopía— de multiformes maneras. Fried propone un catálogo. No lo reproduzco. Elijo, inevitable, al Shakespeare de La tempestad (otra isla y van unas cuantas). En música, sólo tres variedades: un oratorio de Spohr (contemporáneo de Beethoven), un amable diluvio de Saint-Saëns y el magnífico Réquiem de guerra, de Britten, porque incluye textos de Wilfred Owen, en cuya mochila de soldado en la guerra mundial de 1914, póstumo, apareció un cuaderno de poemas. Y esta guerra fue en sí misma una versión actualizada del apocalipsis, pues toda una civilización se vio ante la imagen de su propio final, con fuego real y cadáveres igualmente reales. Literatura, cine y artes plásticas abundaron en ella. Baste recordar la antología de la poesía expresionista de Kurt Pinthus (1919), donde tempranamente se hizo a la traducción poética el joven Borges. Quiero decir que la imagen apocalíptica había cruzado el océano.

Con esto llegamos a la almendra del libro, donde Fried se pregunta por qué, en este mundo moderno, transmoderno o posmoderno que incluye lo que vagamente él denomina el «Oeste» (¿Occidente?), la presencia apocalíptica sigue afectando a nuestro imaginario. Sea por la bomba de neutrones, por el pop y el rock, la novela policiaca o la meramente trivial, o sea, por incursiones a campos más restringidos y elevados.

John Richard Gott III (vaya nombre: Juan Ricardo Dios III) discurre sobre la pequeñez de la Tierra para contener a una creciente población, humana e inhumana, lo cual haría impensable la supervivencia de nuestros cercanos descendientes y su compañía. Acaso en otro planeta similar de una galaxia similar se podría efectuar la migración. Fried piensa que siempre cabe el hallazgo de nuevos refugios o nichos —impertinente palabra: un nicho suele contener un cadáver— donde prolongar la vida de las especies. Más ambiciosos, algunos físicos acuden, con científico utillaje, a las antiguas cosmologías cíclicas. Max Tegmark arriesga la hipótesis de que no hay un solo universo sino multiversos, con unos cosmos parecidos y/o distintos del nuestro que, por definición, es único por ser uno. Los posibles demás, repitiendo la figuración barroca de Spinoza, serían quizás infinitos, lo cual borra la posibilidad del apocalipsis. Paul Steinhardt, en cambio, prefiere pensar un universo sometido a la teoría de la fuga (una palabra musical, si se quiere, que da la razón a los pitagóricos). Su vida está asegurada por una sucesión infinita de estallidos y desvanecimientos. Se ve que la tentación de la infinitud permanece, rememorando la vacilación de Einstein: puede ser/no ser finito/infinito.

Las alternativas suenan, ante cualquier lector profano como quien suscribe, a literatura fantástica. Queda en pie una inmemorial inquietud del hombre: su vida, la nuestra, depende de la subsistencia del mundo. El futuro pende del escepticismo o la credulidad. Fried es creyente y espera, con paciencia y esperanza. Yo divago: si desaparecemos sobre una Tierra que siempre consideramos la nuestra, ¿quién contará la historia del final?

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