Azahara Alonso
Gozo
Siruela
208 páginas
«Hay una clase de conocimiento frío y árido en las cimas de la ciencia formal y laboriosa, pero es simplemente mirando a tu alrededor como aprenderás los hechos cálidos y palpitantes de la vida. Mientras que otros abarrotan su memoria cargándola de palabras inservibles, la mitad de las cuales se les habrán olvidado antes de que acabe la semana, el que no asiste a clase puede aprender algún arte verdaderamente útil: tocar el violín, apreciar un buen cigarro puro o hablar con naturalidad y acierto a toda clase de personas», escribía Stevenson en su Defensa de los ociosos. Sus palabras suenan hoy algo ingenuas cuando abarrotar la memoria de conocimiento y erudición sigue siendo tan inútilmente útil como era entonces apreciar un buen cigarro. Porque hoy la utilidad reconocida es aquella que va asociada a la producción de capital, porque hoy, parafraseando a Nuccio Ordine, tiene más valor un martillo que se pueda vender que la más sublime de las sinfonías. La ética del capital se impone hasta el punto que, como señala Franco Berardi, los trabajadores no son más que las horas de trabajo productivo. De ahí la reivindicación de la ociosidad. No es algo nuevo, ya en De inmenso Giordano Bruno alertaba de los peligros de convertir el lucro en la vara de medir de casi todo. Azahara Alonso se inscribe en la tradición de Bruno, que es también la de Séneca, la de Stevenson, la de Bertrand Russell y la de Paul Lafargue. En Gozo, un libro que transita por los distintos géneros –del relato de viaje al texto autobiográfico; del ensayo poético a la escritura de fragmentos; del diario íntimo al manifiesto político-, la poeta explora la idea del gozo, indagando en las distintas connotaciones que tiene dicho concepto, que se materializa en la isla griega de mismo nombre en la que la autora recala a lo largo de un año. Esta estancia en la isla es el punto de partida de este libro que, a través del fragmento y la cita, se vuelve una forma de vagancia: «Me doy cuenta de que pasear es una manera contradictoria e impecable de no hacer nada. Por eso quiero saber a dónde puede llevarme un paseo, porque sabré con ello hasta dónde se extiende el albedrío que depende solo de mi cuerpo». La isla, espacio reducido y delimitado, pero que «contiene el horizonte por completo», es sinónimo de opulencia, de falta de límites.
La estancia allí es un intento de recuperar una vida solo accesible en vacaciones, de ahí la voluntad contestaría de la autora: romper con la ética del trabajo, con la autoexplotación de la que no somos conscientes y que nos hace creer que ser productivo es nuestra razón de ser. Pero, no es así: nos lleva a la condición alienante del no ser, sin ni tan siquiera salvarnos de la precariedad, realidad sobre la que Alonso hace hincapié de la misma manera que hace hincapié en toda esa productividad que no es merecedora de salario y que tiene que ver con el ámbito doméstico. «¿Y qué haremos con el trabajo doméstico?». La respuesta la hallamos en Paul Lafargue: «Es preciso que [el proletario] retorne a sus instintos naturales; que proclame los “Derechos de la pereza”, un millón de veces más nobles y sagrados que los tísicos “Derechos del hombre”». No hay ingenuidad en estos postulados. Alonso es consciente de que el libro de Lafargue tiene algo de utópico. Por ello, el elemento material está presente en todas las páginas de Gozo, cuyo carácter subversivo radica en convertir la pereza y la vagancia en una mirada distante capaz de sustraerse de los imperativos, en una mirada lúcida de reconocimiento de las lógicas de acumulación, de ese «afán insaciable de lucro que a todos nos infecta (…) y nos esclaviza», como diría el pseudo-Longino. Gozo es el relato de la construcción de una poética, de ahí que en las últimas páginas del libro la reflexión sobre la escritura adquiera particular importancia.
Escribir es, entre otras muchas cosas, saber decir, a la manera de Bartleby, «preferiría no hacerlo»; escribir, como lo hace Alonso, es mirar sustrayéndonos de las dinámicas impuestas por la infraestructura circundante, es observar más allá de lo previsible, es indagar en el lenguaje y explorarlo en su interminable potencia. Escribir es suspender el tiempo, a avanzar a tientas y sin «miedo a que detrás pudiera no venir el verano», como le dijo Rilke al joven poeta.