Pilar Adón
La vida sumergida
Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018
160 páginas, 17.90 € (ebook 11.99 €)
Algunos de los cuentos del último libro de Pilar Adón (Madrid, 1971) inquietan ya desde el mismo título, no sólo por el misterio que pueden sugerir («Las jaulas», «La invitación», «Un mundo muy pequeño», «Gravedad»), sino también porque invitan a espacios morales no siempre cómodos o incluso con frecuencia hostiles, a los que el posible lector no siempre puede estar predispuesto a adentrarse («Virtus», «Fides», «Pietas»). Y si merece la pena detenerse en los títulos es porque funcionan a modo de algo así como una alerta disuasoria para aquellos a quienes no les interese una literatura indagatoria. Pueden leerse también como una suerte de preparación previa al ejercicio de adentrarse en un territorio cargado de significados cuya fuerza puede arrastrar o zarandear al visitante, que corre el consiguiente riesgo de no atender a los sucesos verdaderamente importantes.
Se ha destacado la narrativa de Pilar Adón por su admirable capacidad para crear atmósferas que reflejan el atormentado interior de personajes que bien pueden simbolizar o representar al ser humano contemporáneo. A veces esas atmósferas son como capas o velos que envuelven a los desconcertados personajes y que se instalan como una barrera de neblina entre ellos —mayoritariamente encontramos personajes femeninos, aunque no exclusivamente— y los objetos o demás sujetos que conforman la realidad. La nebulosa les protege a la vez que los aísla, y ahí se presenta como una clave para entender su desnortado comportamiento. El título del volumen, La vida sumergida, también hace referencia a esa especie de envoltorio o líquido amniótico en el que mujeres y hombres tratan de aprender a respirar mientras constatan si realmente hay alguien o algo al otro lado de su cordón umbilical o si ya está definitivamente cortado.
La respiración y otros movimientos del cuerpo son acciones en las que recae la atención de los personajes y la narración. Cualquier detalle es importante en lo que se nos describe, ya sea acerca de los objetos o ya sea de los gestos y reacciones de los personajes. Y precisamente en esa escritura detenida, casi preciosista, que la escritora conforma con esos detalles se intuye y se teme la amenaza, porque de repente todo puede suponer una complicación. Por las dificultades que experimentan los protagonistas para manejar los objetos y para entender el funcionamiento de cualquier rudimento, así como por los obstáculos que surgen al moverse por el espacio, el lector acaba por sentir el peso de esa atmósfera sobre la propia piel. La protagonista de «Vida en colonias», a quien su hermano llama Pequeña Leo, está convencida de que «todo iba a chocar contra ella». Por ese motivo le cree cuando le asegura que la llevará a un lugar donde sea posible «alejarse de todo lo que pudiera representar una falta de significado», donde los rezos «no consistían en pedir ayuda ni en solicitar favores, sino en dar. En ofrecer y repartir devoción sin exigir nada a cambio».
El deseo y los esfuerzos de los personajes por intentar mantener bajo control las posibles amenazas se traducen para el lector en tensión inquietante. Según como se mire, todas esas dificultades también pueden llegar a ser interpretadas como una enfermedad, una incapacidad o incluso una tara incomprensible para quienes no han sentido nunca que, de pronto, en cualquier momento, el suelo puede abrirse a sus pies. Se trata de buscar medidas más o menos desesperadas para resistir, como la de la protagonista de «Recaptación», para quien «darían con la medida adecuada de su dosis y ella podría presentarse en el exterior sabiendo qué bolso llevar, qué color preferir, qué impulsos obedecer a la hora de elegir plato en un restaurante y qué tono de voz sería el más adecuado cada vez que alguien se dirigiera a ella». O la voz narradora de «Plantas aéreas», ofuscada por «toda esa perorata sobre la personalidad y el ánimo, y tantas, tantas palabras, tantos argumentos y suposiciones», hasta el punto de que decide «sonreír como si todo lo que el destino me hubiera preparado fuera una inmensa y duradera felicidad, y repetirme que si estoy aquí es por algo. Por algo importante que no debo olvidar jamás».
La incapacidad de los seres representados por Pilar Adón para identificar la realidad, para moverse entre las actividades, las construcciones y demás convenciones que forman la sociedad es uno de los aspectos más atractivos de su escritura. Son criaturas inadaptadas porque entre ellas y el mundo se extiende una capa aislante. Es decir, están encerradas. Los cuentos se desarrollan en interiores de casas claustrofóbicas: residencias, una abadía, una cabaña invadida de pájaros, o salones y alas de edificios señoriales. Hay, por tanto, una densidad en el ambiente que refuerza la sensación de aislamiento de los inadaptados. De la misma manera que se busca aire limpio para respirar, se busca algo de liviandad capaz de hacernos elevar por encima de la insatisfacción. En algunas ocasiones se echa de menos un poco de luz que, aunque no pueda guiar hacia la salida, sí que ilumine algo un camino del que, pese a todo, no queremos abandonar. La buscan los personajes y también el lector, como quien sube a la superficie a tomar una bocanada antes de volver a sumergirse para seguir la exploración y disfrutarla con el oxígeno necesario.
Hombres y mujeres añoran la naturaleza en un doble deseo: por un lado, como vía de escape para salir de su encierro; pero por otro, porque son conscientes de que la materia que les conforma es la misma que modela a piedras, tierra, árboles, hojas o animales. Se da aquí, en Pilar Adón, un deseo también presente en otros autores y autoras de volver la vista hacia lo rural. De nuevo, en «Vida en colonias», se nos dice que el hermano de Leo «le había hablado de lo esencial que sería aquel regreso a lo básico. A lo primitivo y lo original»; el protagonista de «Un mundo muy pequeño» se instala en una colonia tolstoiana «que el propio Lev Nikoláievich había aprobado antes de morir, donde se dedicaría al estudio y a la contemplación».
En la naturaleza y la cultura (hay en las narraciones muchos libros, música y artes plásticas) se encuentran las posibilidades de huida y redención de los personajes de Pilar Adón. Sus referencias a la literatura y a la estética funcionan a modo de trampantojo, es decir, resultan decorativas para contribuir a la creación de su característica atmósfera y de una cierta filiación cultural, pero a la vez amplían los muros y las propias fronteras de la narración así como el territorio imaginativo en el que se desarrolla la narración y conducir hacia algunos rincones de los otros territorios extendidos por los creadores mencionados.
Es comprensible pensar que la destacada labor de Pilar Adón como traductora (de John Fowles, Penélope Fitzgerald, Joan Lindsay, Edith Wharton o Henry James) le ha obligado a un trabajo cuidadoso con el lenguaje, a un disciplinado acercamiento a las palabras, sus trampas y sus epifanías. Un trabajo similar al que también ha debido de realizar para su poesía. Sus cuentos no deben leerse con precipitación, ni siquiera con descuidado relajamiento. Estamos hablando de literatura indagatoria, de la que construye, que solicita al posible lector compañía en los descubrimientos a cambio de aprender, de entender algo más del engranaje en el que fuimos encajados al nacer y, sobre todo, de expandir los límites que dábamos por inamovibles. Por todo ello, sus cuentos han sido incluidos en numerosas antologías y ha recibido premios como «El ojo crítico» de RNE.
La literatura de Pilar Adón comparte muchos rasgos con Berta Vias, también traductora (de Joseph Roth, Stefan Zweig o Arthur Schnitzler) y cultivadora de una narrativa exigente que, como Eloísa, la protagonista del cuento «Dulce Desdémona» del libro de Adón, reclama para sí la pertenencia a un linaje privilegiado, europeo y cosmopolita. Las dos autoras han sabido anclarse a una estirpe que las sitúa lejos de cualquier tentación de actualidad o inmediatez. Especialmente en el caso de Adón, sus narraciones se sitúan en coordenadas de espacio y tiempo poco detalladas, pero perfectamente reconocibles, porque su objetivo apunta hacia lo que la esencia tiene de invariable. Sin embargo, no se produce una desconexión total de la realidad, sino que en los cuentos «Gravedad» y «Dulce Desdémona» la presencia del padre de las protagonistas, asesino de su esposa, la madre de ellas, se encuentra una amarga referencia a cómo las mujeres asesinadas acaban convirtiéndose en una cifra que se maneja y manosea en los medios de comunicación: «Ante ella estaba el hombre que había matado a su madre y que había hecho de su madre la víctima número treinta y tres de un año medido por las estadísticas». La autora otorga a una de las hijas el poder de la venganza, que ella no lo declinará, porque muchos de los seres que habitan estos cuentos están esperando su momento para, si no vengarse, sí hacerse oír: «Cuando su padre de sangre se atrevió a pronunciar el término referido a la niñez, a los pocos años, al poco cuerpo y a la mucha dependencia, Eloísa, joven aspirante a la dinastía Vallet, liberó su brutalidad acumulada y se convirtió en una salvaje».
En su encierro, estos hombres y mujeres aislados han estado observando minuciosamente cuán extraña es a veces la existencia, como esas hormigas que se desplazan de un lado a otro e invaden la cama de Eloísa, han soportado los agravios y la angustia que supone no entender nada; por lo que, en muchas ocasiones, su respuesta es violenta, como lo es en el cuento que quizá expresa más claramente la amenaza exterior que acecha a los protagonistas, «La primera casa de la aldea»: «Ese tono servicial y complaciente me exaspera. Lo destroza todo. Los seres salvajes no han nacido para ser felices y se lo repito cada vez que me suplica que no cierre la puerta. También sé que debo controlar la rabia y el odio, las pasiones destructivas e improductivas que se apoderan de mí cada vez que le veo, a pesar de que parezca que hemos pactado una tregua y a pesar de que parezca que hemos aceptado las condiciones que deben darse a nuestro alrededor para estar tranquilos». Finalmente, en la mayoría de ocasiones, los personajes acaban aprendiendo a hacerse oír, sea con los resultados que sea, y, gracias a la poderosa literatura de Pilar Adón, sentimos que nos concierne directamente todo cuanto nos dicen.