José Luis Gómez Toré
Un corte que no sangra
Ed. Trea, Gijón, 2015
72 páginas, 12€
POR ÓSCAR CURIESES

Aunque la escritura de Gómez Toré en poemarios como Se oyen pájaros (Estruendomudo, 2003), He heredado la noche (Adonais, 2003), Fragmentos de un cantar de gesta (Pre-Textos, 2007) y Claroscuro del bosque (Amargord, 2011) se ha mantenido siempre próxima a la sencillez –no exenta de poeticidad ni de una profunda reflexión sobre la existencia del ser humano y su relación con el lenguaje–, en mi lectura de este último libro titulado Un corte que no sangra, ese rasgo me ha conmovido de modo singular, pues el lenguaje progresivamente se depura sin pretensión de esencialismo. Creo que Toré, conscientemente o no, ha llevado a cabo un ejercicio de disolución de elementos retóricos presentes en dos vertientes de la poesía española actual: las retóricas de la poesía de la conciencia –crítica o no– y las retóricas de la poesía del silencio. De hecho, parece como si el autor de Un corte que no sangra se hubiera propuesto reunir ambas tensándolas en su escritura a través de un despojamiento retórico que las estuviera reescribiendo y sintetizando simultáneamente. Todo ello, quizá, con una diferencia sustancial: la asunción e integración en su mirada del concepto de límite –individual, colectivo, sociopolítico, existencial, lingüístico, biológico– y la conciencia de ese mismo límite como experiencia posibilitadora de la belleza. En el texto en prosa/epílogo que cerraba He heredado la noche –finalista del premio Adonais en 2003– con el título de «Palabras (prescindibles) del autor», este señalaba: «No creo que la poesía sea un arma cargada de futuro. Si el arte puede hacerse mirada que cuestione lo existente, es necesario primero que la palabra poética reconozca sus límites». En mi lectura de Un corte que no sangra creo haber encontrado justamente eso, el reconocimiento y la asunción de esa frontera. El autor de estos poemas encuentra la belleza de un modo azaroso en el cauce de lo cotidiano a través de un caer en la cuenta en su existir. A pesar del dolor y lo poco racional de la existencia de los seres humanos, la belleza se aparece al autor de estos poemas como algo externo a él, pero que su conciencia recibe y percibe como un regalo. Así sucede, por ejemplo, en «Jaisalmer»: «En la tregua del amanecer,/ la ciudad se despierta / tan dulcemente impúdica / sobre las azoteas.// El desierto ha olvidado sus rutas.// La noche borró tu desnudez./ Abre bien la ventana. Caminamos / de un sueño hacia otro sueño».

No me parece a mí que su escritura busque conscientemente la trascendencia. Al contrario de lo que sucede en Valente, quien trabaja la trascendencia y el conocimiento desde los mitos y los símbolos, sobre todo en su última etapa, Toré encuentra todo lo anterior de forma casi accidental en la percepción detenida de escenas comunes. En sus poemas la vivencia de lo cotidiano se desautomatiza de manera milagrosa y moderadamente alucinada a través de la mirada; así sucede en el despertar de la ciudad y sus azoteas del poema «Jaisalmer». En ese proceso desautomatizador de la percepción, la realidad se expone desde otra perspectiva, más realista incluso, pues la realidad en esa mirada no es otra cosa que ella misma enriquecida. Ese proceder me hace pensar en ciertas semejanzas con cierta filosofía del haiku. El sujeto no interviene en la acción o la imagen que observa, solo es consciente con total plenitud de la misma. En su libro anterior Fragmentos de un cantar de gesta encontramos un poema titulado «Jardín sin nadie» que ilustra lo que trato de señalar: «Jardín sin nadie / duerme bajo la lluvia // No abras la verja». En Un corte que no sangra no se trataría de haikus en cuanto a la forma, pero sí quizá en cuanto a la percepción detenida y consciente de lo que sucede, muy semejante a las experiencias de la meditación. No sé si por ello en algunos de los textos que componen este libro me he encontrado o he querido encontrar una imagen o reflexión nuclear desarrollada en uno, dos, tres o cuatro versos que parece ser el detonante o la síntesis del resto del poema, que se hubiera expandido y diseminado en la página. Creo observar ese fenómeno en «Belleza» («Nadie / levantará su casa en la belleza»), «Dos años» («Aun sabe que yo es tú»), «Oración por Billie Holyday» («Maldita sea la música porque no existe.// Bendita sea / porque la casa tiene el tamaño de un pájaro y del mundo»), Guadarrama («Nacer es perturbar el agua») y otros tantos.

Gómez Toré nos hace partícipes de un mundo donde la naturaleza –los ríos, los árboles, los pájaros, etc.–, los seres humanos y el ámbito familiar –la mujer y los hijos–, lo cultural y la ciencia –Roger Bacon, Billie Holiday, Baruch Spinoza– simplemente suceden, discurren o se aparecen como rezaba la vieja sentencia de Anaximandro. Ni la existencia ni el lenguaje que la expresa necesitan ya de la retórica, que resulta muy moderada en este trabajo. La existencia se asume tal y como es; de ahí surge la belleza accidental. En esa toma de conciencia de que por el mero hecho de existir las cosas son bellas –no buenas o malas–, José Luis no excluye el dolor ni la destrucción. No hay que embellecer ni disociar los aspectos que menos nos agradan, al contrario, la muerte o el dolor son condiciones necesarias del existir y su asunción –insisto– posibilita la belleza. Se trata de asumir el instante, el corte que no sangra. Así ocurre en mi lectura de «El cristal de Spinoza» y en la de otros textos de este libro: «Con la paciencia del pulidor de lentes,/ hace suyo el invierno, fija su transparencia / el expulsado.// Porque no cuenta su nombre entre los justos,/ camina muy despacio. Cada paso / multiplica las páginas del libro.// Cuando callan los dioses, dialoga en solitario / todavía con nadie.// La soledad adelgaza sus pasos, / la sombra tan pequeña de su muerte».

Uno de los poemas nucleares del libro, y también el más extenso del conjunto, es Guadarrama. Este texto resulta para mí el cuadrado y la raíz cuadrada de todo su libro –la metáfora es de Benn o Staiger, cito de memoria–. Aquí, no obstante, encontramos una diferencia respecto al procedimiento perceptivo anterior. Encontramos una reunión entre el valor simbólico y el literal, pero la metáfora se amplía para dar cabida a un tercer elemento. El río y su cauce, no solo se podrían interpretar como la vida y su transcurso, sino como escritura y lenguaje. De ese modo el autor regresa a un lugar que siempre le ha interesado desde los inicios de su escritura: la relación entre el lenguaje que hablamos, la vida que habitamos y el fluir de ambos. Lenguaje como cauce de un río y río como cauce de la vida, por tanto. Dicho posicionamiento en Un corte que no sangra es otro de los asuntos que más me interesa: el lenguaje pertenece al ser humano, no al revés y, por tanto, resulta más humanista que logocéntrico. El logos ha perdido el estatus de dios –por fin– y eso mantiene el libro a cierta distancia de las poéticas más inmanentistas que se preguntan de manera única y casi exclusiva por el lenguaje. Toré, en mi opinión, lo reconduce hacia un humanismo reflexivo y cotidiano. Aquí el hombre es un animal que esencialmente se caracteriza por el lenguaje, que habla, pero que no resulta una mera excusa para el logos, pues la conciencia y la percepción desempeñan también un papel determinante.

La imagen del pájaro resulta, asimismo, recurrente en todo el libro –«Nieve y urracas», «Caligrafía», «Claustro de San Pedro», «El mirlo», «Casi una poética» o «Cetrería»– y abarca la casi totalidad de los poemas de la tercera sección. Este hecho no es nuevo, pues desde sus primeros libros ha trabajado con ese referente incorporándolo incluso al título de alguno de sus libros, como en Se oyen pájaros –primera colaboración con la artista plástica Marta Azparren, con quien volvería a trabajar en Claroscuro del bosque–. Sobre los pájaros, que metafóricamente suelen referirse al hecho de escribir o a la persona que escribe –aunque no siempre funciona así–, el poema que más me ha impresionado es Caligrafía: «Dos garabatos ágiles./ Mirlos que cantan en la nieve./ Ignoran el milagro / y por eso lo son.// Me acerco a la ventana./ Un aleteo oscuro./ Una página en blanco». En él ya damos por sentado que el pájaro y la voz o la escritura pueden ser la misma cosa, pero el modo en el que eso se produce resulta magistral. Tras reunir las dos primeras imágenes con «Ignoran el milagro y por eso lo son» se amplía el diálogo de esos elementos a través del montaje superpuesto de unas imágenes con otras: escritura / vuelo / pájaro y nieve / ventana / página en blanco.

La última sección del libro se ocupa de los límites de la vida, nacimiento y muerte, así como de la infancia y la mirada que el adulto –el padre, en la mayoría de los casos– esboza sobre esta. Lo certifica la cita de Juan Gelman que abre la cuarta sección del libro: «Porque morir es fácil / nacer no». Todos los poemas de esta última sección resultan magistrales en su ejecución despojada –«Dos años», «Programa largo», «Orillas», «Edad», «Helado de chocolate», «Latido e intervalo», «Abisal» y «No es la belleza»–, pues moderan el aura trágico de la muerte con un lenguaje suave y sencillo, y señalan una levedad o inquietud ralentizada ante la misma. Me gustaría destacar Helado de chocolate, poema que me ha recordado a algunos textos de William Carlos Williams por su transparencia, su misterio y su ironía, este resulta otro claro ejemplo de lo que intento decir: «Helado de chocolate / para honrar a los muertos.// La luz casi violenta de la tarde / pesa sobre los hombros,/ perturba con su olor / el olvido que empieza.// Ella comulga muy despacio un sabor./ La muerte nada sabe del frío./ Nunca fue tan intenso / tan lejano, el olor de las lilas». Que estas palabras mías sobre su libro sean lo que él mismo señala en uno de sus versos, Lo que sucede antes de la belleza, que estas palabras inviten al lector a sumergirse con atención en una obra que transita hacia nuevas formas de percepción y de conciencia en nuestra poesía más reciente.

Total
7
Shares