Jérôme Ferrari
El principio
Traducción de Joan Riambau Moller
Literatura Random House, Barcelona, 2016
144 páginas, 17.90 € (ebook 9.99 €)
POR JULIO SERRANO

El principio, la última novela del francés Jérôme Ferrari (París, 1968), describe un tiempo desconcertante de la historia del siglo xx que aún no hemos llegado a asimilar ni comprender del todo. Es el momento en el que un conjunto de científicos que no temía a las nuevas ideas –Max Planck, Wolfgang Pauli, Werner Heisenberg o Niels Bohr, entre otros– se sumió en un intenso viaje desde las fronteras de la física hacia un «concentrado de sinsentido y herejía, un marjal donde se empantanaba la razón». Pioneros en arrojar certezas de incertidumbre acerca de nuestro mundo, un mundo que hasta hace no tanto creíamos comprender y que, a la luz de los hallazgos de la física cuántica, había –y hay– que aprender a ver de una forma nueva, más allá de las evidencias.

El título de la novela alude al célebre principio de incertidumbre formulado por Heisenberg en 1925 en el que afirmaba –en su formulación más simple– que no se pueden determinar, en términos de la física cuántica, la posición y el movimiento de una partícula elemental. La revolución conceptual que originó este enunciado fue probablemente aún mayor que la originada por la teoría de la relatividad. Insoportable para muchos, fue negado en su tiempo por el mismo Einstein, quien tampoco pudo aceptar la caja de pandora que se abrió con esta suerte de herejía: la mecánica cuántica. En el principio de incertidumbre está el límite donde termina la física clásica, con sus leyes deterministas, abriendo paso a la física de la incertidumbre, de la probabilidad y, quizá también, del caos.

«Tenía usted veintitrés años y allí, en ese desolado islote donde no crece ni una flor, disfrutó por primera vez de la ocasión de mirar por encima del hombro de Dios». Así comienza esta novela corta en extensión aunque densa en contenido que parte del momento en el que el joven físico alemán Werner Heisenberg, en la isla alemana de Helgoland en el mar del norte, dio el paso inicial para el desarrollo de una de las teorías más desconcertantes de la mecánica cuántica al formular su célebre principio. Evidencia con él que las leyes que rigen el universo, y, por ende, a nosotros mismos, funcionan en el mundo subatómico de otra manera y esa otra manera sigue patrones imprevisibles y aleatorios. Este principio acababa con la sensación de certeza, de determinismo, es decir, con el modo con el que los físicos habían explicado el mundo hasta la fecha. Por eso Ferrari habla de mirar por encima del hombro de Dios. Desde entonces sospechamos que Dios, si existe, es «insondable, caprichoso e inevitablemente probabilístico». Para Einstein, estas afirmaciones fueron inasumibles: «Dios no juega a los dados con el universo» es la célebre frase a la que Niels Bohr respondió pidiendo a Einstein que dejase de «decirle a Dios lo que tiene que hacer». Para Einstein, no era sólo una cuestión de fe, sino que se negaba a «renunciar a la esperanza de conseguir un día la descripción objetiva del fondo secreto de las cosas». Aceptar lo aleatorio parece contraponerse a una verdadera comprensión. Más tarde Stephen Hawking añadió otro velo de oscuridad a este desconcierto: «Dios no sólo juega a los dados con el Universo; sino que a veces los arroja donde no podemos verlos». Lo turbador es que la matemática cuántica nos afirma como real lo que nuestra newtoniana vivencia del mundo nos impide comprender. Desde entonces tenemos que aprender a convivir con unas afirmaciones aparentemente indiscutibles acerca de un mundo relativista y cuántico que no encajan en nuestra forma de imaginar. Es inconcebible y antiintuitivo. «Cualquiera que no esté impactado con la teoría cuántica no la ha entendido», decía Bohr, evidenciando el clima de magnética pesadilla que azuzó las mentes de estos científicos a comienzos del siglo xx. Richard Feynman negó incluso la posibilidad del entendimiento: «Si usted piensa que entiende a la mecánica cuántica… entonces usted no entiende la mecánica cuántica».

En una atmósfera cuasi febril, estos científicos se plegaron a aceptar lo azaroso, lo absurdo y lo contradictorio: «Lo contrario de una verdad profunda es otra verdad profunda», decía Bohr utilizando un lenguaje desconcertante para una mente lógica, lenguaje, por otra parte, que han usado de un modo en parte análogo algunos poetas y místicos. Octavio Paz dijo en un poema: «La luz es tiempo que se piensa»; el filósofo chino Lao Tse sentenció: «Si no cambias la dirección, puedes terminar donde has comenzado». ¿Son aproximaciones a una comprensión cuántica de nuestro mundo? Probablemente no, pero en sus voces se escuchan resonancias que parecen vincular ambos mundos. Ferrari sugiere en un momento dado el tronco común de físicos y poetas. Pero ¿contamos con un lenguaje capaz de precisar las certezas que arrojan las fórmulas cuánticas? ¿Puede la palabra poner luz en el caos al que nos precipita la mecánica cuántica? Ferrari señala dos caminos: la metáfora o el silencio. El lenguaje capaz de expresar el abismo cuántico quizá sea dominio del mundo de mañana. Por ahora habría quizá que reinventar lo que significa comprender.

De la brecha entre la concisión de la fórmula matemática y la torpeza del lenguaje para esclarecer este sindiós trata este libro, así como de la disolución de «un mundo que desaparece entero» ante nuestros ojos. El fin, un tema recurrente en la obra de Jérôme Ferrari (su galardonada novela con el Premio Goncourt, El sermón sobre la caída de Roma, versa sobre el fin de una civilización, un siglo y la vida de un hombre), aquí se desarrolla en torno al precipicio vertiginoso de la disolución de un mundo tal y como se entendía hasta un momento dado, así como en torno al gran fin que supuso el cénit de los hallazgos cuánticos en esos años: la creación de una bomba atómica. «El horror también puede convertirse en objeto de un irresistible deseo», dice Ferrari, describiendo con maestría cierta energía maligna enredada en la loable búsqueda del saber. Heisenberg estuvo implicado en el intento nazi de obtener un arma atómica. Oppenheimer lo logró antes. Durante muchos años subsistió la duda de si este proyecto fracasó por impericia de Heisenberg, Otto Hahn, Von Laue y el resto de los diez sabios alemanes implicados en el programa nuclear nazi o porque se dieron cuenta de lo que Hitler podría haber hecho con una bomba de estas características. Parece probable que estos científicos frenasen de manera más o menos consciente «la ebriedad de la desmesura que se adueña de los hombres al convertirse en dioses». La novela describe el clima de orgullo herido por la inconclusión de sus proyectos unido a una amarga satisfacción moral que en ningún caso les impedía ver que «los conocimientos que veneraban habían servido para poner a punto un arma tan poderosa que ya no era un arma, sino una figura sagrada del apocalipsis». ¿Hombres deleznables tratando de sacar beneficio moral de su propia nulidad o científicos que supieron dónde poner freno a su insaciable curiosidad?

Quien nos cuenta todo esto, el narrador de la novela, es un joven científico que sigue el rastro e interpela a la figura de Heisenberg invitándonos a un viaje por el temor que nos produce la incomprensión y por el nihilismo al que nos arroja el desdén hacia un Dios al que nos dice que ya no se le pueden atribuir valores morales sino azarosos y probabilísticos. Es, por tanto, un Dios al que no se puede amar, pero al que regresamos «como a un ídolo bárbaro, caprichoso y cruel, al que se le suplica que haga caer las bombas sobre los hijos de los demás»: terrible aunque dolorosamente veraz visión de la miseria moral del ser humano ante el terror de la guerra.

El principio es un viaje al fin de cierta inocencia, la que cree en el mundo tal y como informan los sentidos. Como si de una formulación cuántica se tratase, el avance de estos científicos hacia el conocimiento los sitúa en un terreno difícil de medir, puesto que, paradójicamente, avanzan hacia determinado tipo de ignorancia. La descripción de la madurez de estos científicos a los que les resultan incomprensibles las cosas más sencillas los ubica en el socrático pantano de los que saben que no saben. El axioma de Lao Tse «cuanto más lejos se va, menos se sabe» es una verdad en este viaje de Heisenberg hacia la semilla –en este caso hacia el interior del átomo–. Su mefistofélico empeño le supuso «un triunfo, una caída y una maldición», tal como lo narra un Jérôme Ferrari cuya fineza analítica y descriptiva agita al lector no iniciado en la mecánica cuántica, sacudiendo las certezas en las que nos habíamos acomodado pese a que ha trascurrido casi un siglo desde estos primeros zarandeos cuánticos.