Roberto González Echevarría
Relecturas del cuento hispanoamericano
Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2017
108 páginas, 9.00 $
POR CARMEN  DE EUSEBIO

En 1997, el profesor y estudioso Roberto González Echevarría publicó The Oxford Book of Latin American Short Stories, con un extenso prólogo, «Tradición cuentística en América Latina», que ahora abre este pequeño pero valioso libro, completado con dos ensayos: «Historia y ficción: “Semejante a la noche”, de Alejo Carpentier» y «Borges en “El jardín de senderos que se bifurcan”». Los tres trabajos muestran el centro de la manera de trabajar de González Echevarría como crítico: amor por el rastreo de las fuentes y las citas, apoyado en una amplia cultura; y capacidad para analizar los procedimientos estéticos y la estructura de las obras. Se diría que es una aleación de historiador y filólogo que tiene siempre presente la relación autor/obra. Otros elementos aderezan enriqueciendo esta estructura, a lo que hay que sumar un amor grande por la literatura. Esto último que digo no está dicho al paso, porque creo que entre los profesores de letras se da, paradójicamente, un cierto odio a la literatura. Así que cuando se da un profesor (nuestro autor ha profesado durante muchos años como catedrático en Yale), a su vez en un estudioso, que ama la materia de su trabajo, estamos de enhorabuena.

No hay dudas al respecto, la literatura hispanoamericana es muy anterior al famoso y algo confuso boom de los años sesenta, ni siquiera lo es para la novela. González Echevarría lo señala recordándonos que en realidad ha tenido, desde el siglo xvi, una actividad literaria «afín a la de Occidente». También indica otro error: pensar que esa literatura es rural, «tanto respecto a su naturaleza, como de sus temáticas». En realidad, la vida social de las colonias españolas se desempeñó en grandes urbes, con cortes y cortesías, industrias, universidades e imprentas. Por eso la «literatura latinoamericana es predominantemente cosmopolita y sofisticada». Incluso, añade, ha sido cosmopolita hasta el exceso. ¿Por qué? Las razones son varias, y tienen que ver con la conformación de la clase dominante (españoles, criollos, mestizos educados en el mundo intelectual europeo), y también por la tendencia a mirar a París (desviando la vista de Madrid), como se hizo patente a finales del siglo xviii y sobre todo del xx. No se da de manera generalizada la actitud del escritor naïf, tan habitual en las letras norteamericanas. González Echevarría menciona a escritores tan eruditos y sofisticados como José Martí, Borges, Alejo Carpentier o el brasileño Guimarães Rosa. Todos políglotas, por cierto.

¿Cuándo comienza la literatura hispanoamericana? Es un tema difícil de expresar poniendo una raya, por ejemplo, a partir de las independencias de los países hispanoamericanos. La pregunta que se hace González Echevarría es relativa a la literatura «en tanto actividad consciente de sí misma», es decir, con unas determinadas características. Se da no sólo un cambio político, sino una voluntad de identidad estatal que se quiere emancipada en todos los sentidos de la corona española. Pero la lengua es la misma y, es más, se comienza a incidir decididamente en ella, produciéndose una verdadera «inmersión» lingüística. Por otro lado, la religión y las costumbres apenas cambian, pero sí, y mucho, la retórica y las orientaciones políticas. De la monarquía (monarca ausente, virreinato) a la república. La identidad, pues, de la literatura hispanoamericana es ambigua. ¿No lo son todas? Desde el comienzo, escritores mestizos o indígenas, como el cronista quechua Guamám Poma de Ayala, «anticipan el dilema de los autores latinoamericanos modernos: para diferenciarse de Occidente deben penar utilizando los fundamentos ideológicos y discursivos que les proporciona Occidente». También nos recuerda González Echevarría que la extensión rápida de la colonización cultural, además de la palabra hablada, de la disuasión religiosa, se debió a la imprenta. Ya en 1636 se produce la primera recopilación de relatos del Nuevo Mundo, El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle. Lo curioso de esta recopilación es que fue extraída de los relatos de los litigantes (asuntos de propiedades, problemas matrimoniales, etcétera) desechados de la audiencia de Bogotá. «Este Decamerón colonial —nos dice González Echevarría— es un libro delicioso, incluso levemente pornográfico. Es evidente que muchas de estas desventuras habrían de ser consignadas en los escritos eclesiásticos, la otra extensa y exhaustiva variante del archivo, en el que se registraba la vida privada, incluso íntima, de los colonizadores».

La antología de cuentos de nuestro erudito profesor no sólo recogía los cuentos escritos y publicados desde esa conciencia de género, sino algunos relatos extraídos de recopilaciones de historia (taínas, mayas, incas) tomadas por los frailes (en el Nuevo Mundo no había tradición escrita). Por ejemplo, los cuentos que recopilaron Anglería, Fray Ramón Pané o Fray Bernardino de Sahagún. Así pues, hay una suerte de lectura antropológica e histórica pero resuelta, finalmente, en un universo literario que se sustenta por sí mismo. En cierto sentido podríamos pensar en la antología Ómnibus de poesía mexicana, realizada por Gabriel Zaid en 1971. En este caso se recoge sólo la producción mexicana, desde la indígena y popular a la contemporánea. La mirada del autor cubano abarca no sólo la totalidad hispanoamericana, sino la brasileña, y, de hecho, encontramos la convivencia, no en la lengua sino en el imaginario de los escritores de lengua española de Hispanoamérica, con José M. de Alencar, el gran Machado de Assis o Guimarães Rosa. Tras la tensión a comienzos del xix entre «civilización y barbarie», cara a Sarmiento, con el modernismo, Hispanoamérica no sólo acentúa su independencia literaria, sino que influye en la peninsular. «Lo moderno —nos dice González Echevarría— era, en esencia, aquello que no era español, sino que, por el contrario, estaba relacionado con el mundo del comercio internacional de bienes e ideas». Junto a esta búsqueda de la modernidad apoyada en modelos europeos, también se dieron muchas obras regionalistas, en las que se acentuaban las problemáticas de interior, como Don Segundo Sombra, de Güiraldes, y diversas obras de Rómulo Gallegos y José Eustasio Rivera, por citar sólo a los más conocidos y leídos entonces. Lo mismo habría que decir de la vanguardia, presente en fecha muy temprana en Brasil.

¿Pero cuándo surge el cuento latinoamericano moderno? Nuestro autor parece coincidir con otras voces entendidas en que es en 1917 con los Cuentos de amor, de locura y de muerte, de Horacio Quiroga, influido sobre todo por Edgar Allan Poe. El siguiente momento, verdadero acontecimiento en la forma y en el imaginario, fue Ficciones, de Jorge Luis Borges. A partir de estos dos nombres, el cuento latinoamericano, con nombres como Guimarães Rosa, Onetti, Rulfo, Cortázar, García Márquez, Arreola, Cabrera Infante, Antonio Benítez Rojo, entre otros muchos, vinieron a dibujar uno de los universos (habría que decir, multiverso) no ya nacional sino internacional más valioso del siglo xx.

Los dos ensayos que cierran este libro son un buen ejemplo de la capacidad analítica de González Echevarría. El primero versa sobre el cuento «Semejante a la noche», del Alejo Carpentier (publicado en 1952); el segundo sobre «El jardín de senderos que se bifurcan» (1941), de Borges. No podemos aquí acompañar las peripecias eruditas de nuestro autor, los rastreos históricos, en el caso del primero, o el mundo de reflejos y alusiones, de pliegues y claves del segundo. Para nuestro autor, los cuentos de Carpentier, al que dedicó en 1977 un libro de gran importancia, «son como fragmentos de vastas narraciones épico-históricas que linda a veces con la alegoría. […] Las peripecias de los personajes siempre parecen estar hechas del molde de lo general o universal antes que de un destino individual». La elección de dicho relato es porque supone para él un ejemplo de los modos de operar en la totalidad de la obra de Carpentier, obsesionado siempre por tres temas: la decadencia de Occidente, la revolución, en su sentido amplio y profundo, y «la inmutabilidad del hombre a lo largo de la historia». Eso fue lo que confesó el escritor cubano a Claude Fell, que el hombre tiene «un comportamiento único en medio de circunstancias cambiantes». Esto supone una visión esencialista de la condición humana, sin duda muy discutible, pero se nos ocurre que es la misma de García Márquez, por ejemplo: en su célebre Cien años de soledad. Amor, en el caso de Carpentier, a la historia, y vaciamiento de la misma desde un ser que parece no ser historia.

A diferencia de Carpentier, Borges, salvo por su interés juvenil por el expresionismo, es ajeno al «substrato romántico de la vanguardia», y piensa González Echevarría que sus escritos tiene una estética clásica. El cuento, uno de los más conocido de su obra y, sin duda, mundialmente, está sintetizado con elegancia: «Toda la intriga de espionaje gira en torno a la comunicación de un nombre, la cual se logra no mediante la expresión oral o escrita, sino cometiendo un crimen que hace las veces de lenguaje». El maestro de la aporía es analizado, en este cuento que también es una clave de gran parte de su obra narrativa, con una pasión detectivesca.