Adalber Salas Hernández:
La ciencia de las despedidas
Valencia, Pre-Textos, 2018
100 páginas, 16.00 €
La obra de Adalber Salas (Caracas, 1987) —que incluye, entre otros títulos, Extranjero (2010), Suturas (2011), Heredar la tierra (2013), Salvoconducto (2015) y Río en blanco (2016)— constituye uno de los referentes fundamentales de la nueva poesía venezolana y cuenta ya con lectores y premios internacionales. Como la de numerosos compatriotas, su labor está signada por los choques entre el horizonte de la vida privada y experiencias públicas que a estas alturas del siglo no ocultan su índole traumática. Si hasta Heredar la tierra el decir de Salas se caracterizó por una negociación minuciosa entre los estímulos de un entorno deteriorado, enrarecido de violencia, y el eros o las lealtades familiares, a partir de ese momento un abordaje irónico de sus propios instrumentos expresivos le ha servido para replantear los temas previos con mayor osadía. Ello se evidencia en La ciencia de las despedidas, su poemario más reciente.
Desde el principio de su carrera, la suya ha sido una estética casi munchiana donde la angustia brota del espíritu logrando que lo íntimo o lo familiar adquieran perfiles turbadores. Ese hábito no ha cambiado, como lo indica el hecho de que el sujeto lírico nos anuncie, en el remate de uno de los poemas, su condición de difunto (p. 76); o como también lo corrobora la agónica figura materna de otra de las piezas: «Sus carcajadas eran una ventana rota […]. / Permanecía en la cama / el resto de la noche, su / cuerpo se estrechaba hasta volverse una figura / diminuta, una formación geológica trabajada / por años de espera» (p. 73).
La ciencia de las despedidas, no obstante, suma a la dolorosa intensidad un escrutinio social tenaz y éste, en diversos pasajes, roza lo esperpéntico. La sátira y la parodia, en efecto, se alternan, jamás camuflando el sarcasmo con que se asimila lo político: «Los muertos, ojerosos y dóciles, se han / congregado poco a poco desde entonces. Sin escatimar / esfuerzos o recursos, han conseguido conformar una / organización sin fines de lucro, la Agencia para la / Protección y el Desarrollo de los Cuerpos en / Descomposición, la aprodecud. A través de una / campaña de manifestaciones pacíficas y marchas, / pretenden lograr el reconocimiento oficial de sus / derechos civiles y el establecimiento de un escaño / permanente para ellos en la Asamblea Nacional. / El Ejecutivo se ha pronunciado favorablemente, / ordenando a toda prisa la creación del Ministerio del / Poder Popular para las Relaciones Póstumas» (pp. 61 y 62).
Ni siquiera el oficio de la escritura se libra de acérrima crítica, ya que el desengaño inculcado por los espejismos comunitarios se corresponde con la conciencia de que el lenguaje los posibilita. Al menos en su fase presente, Salas apuesta por un conocimiento dador de lejanía, que lo inclina a inspeccionar el mundo con sostenida frialdad —de allí la ciencia—. En ese desmontaje de lo preestablecido, de lo que otros supondrían imprescindible, hasta la poesía deja al descubierto su inhumanidad: «Trata de recordar un par de cosas. Tu poema de / amor no deshará ninguna injusticia, no educará / la sensibilidad de nadie, no dará de comer o beber / a nadie, ni revertirá ninguna condena a muerte. Tu / poema de amor no te conseguirá un céntimo de / amor; apenas servirá para que algún hijo de puta / convenza a su pareja de que no le volverá a / pegar. / (Todos los poemas de amor son cómplices / de la violencia). / O, si acaso, valdrá para que / otros compren un polvo rápido alguna noche —nada / más—. De todos modos, no te desanimes: el mercado de los / poemas de amor lleva décadas perdiendo terreno ante / el Viagra y otros fármacos basados en el citrato / de sildenafilo. Nunca es tarde para cambiarse de ramo» (p. 81).
Uno de los adioses que formula el libro se encamina al lirismo y se materializa con aproximaciones a lo narrativo, inusitadas en la producción de Salas. El tono, sin embargo, levanta el vuelo cuando el pathos lo exige, lo cual diferencia su proyecto de los hoy anticuados conversacionalismos y antipoesías. El resultado es una astuta corrosión de los tópicos que desemboca en la ausencia y presagia desilusiones. La poesía se convierte en nostálgica taxidermia: «Palabras simples: lluvia, sol, casa, árbol, calle, madre, / padre, hermano, risa, ahora, animal, miedo. Simples / y confiables como dedos. Palabras complejas: nombre, / número, golpe, grito, pregunta, bala, acusación, pasado, / futuro, paciencia, animal, miedo. Cuando era niño, solía / visitar a menudo el museo de ciencias naturales […]. / Había una sección dedicada / al reino animal. Encerrados tras vitrinas temblorosas, / especímenes de toda clase miraban a la gente pasar con / ojos de vidrio […]. / No he vuelto de adulto. / Esos animales amansados por los conservantes químicos me / dijeron lo que debían: el poema es un depredador / que ha sido cazado, desollado, macerado, cuya carne / se ha perdido y cuya piel cuelga, amenazante y ridícula, / sobre un esqueleto de palabras simples y palabras complejas» (pp. 77 y 78).
La imagen sugiere un barroco y tenebroso Wunderkammer lleno de alegorías benjaminianas —es decir, despojos del sentido—. O tal vez convendría hablar de posalegorías, si así decidimos nombrar la peculiar relación entre arte e interpretación entrevista por Hans-Georg Gadamer en obras como la de Kafka, el evento principal de la cual, nos asegura, es la destrucción de bases interpretativas comunes: «La expectativa de un significado o concepto descifrable se frustra para que el texto líricamente evoque lo alegórico sin abandonar los dominios de lo ambiguo» («Dichten und Deuten», Gesammelte Werke, 8, 21).
La génesis de La ciencia de las despedidas puede localizarse en el desencanto —común hoy entre escritores venezolanos— con una modernidad que ha incumplido sus promesas. Los recuerdos de modos de ser fenecidos, las ruinas metafísicas que insinúa esa abrumadora catástrofe tienen indudables ingredientes melancólicos. Nada lo prueba con mayor precisión que la entrega del poema a lo fragmentario, ya se conciba encarnado en la escritura, ya repita ésta los accidentes o las conductas del universo. La colección, de principio a fin, está articulada por una «Historia natural del escombro», seis piezas que trazan un cáustico repertorio de las variables de la desintegración física o moral, individual o colectiva: «Huesos» (p. 24), «Cabezas» (p. 44), «Riñones» (p. 57), «Lázaro» (p. 68), «Auschwitz-Birkenau» (p. 72), «Pompeya» (p. 85). A ellas, se agregan los poemas que se disfrazan de fragmentos de la Antigüedad, «Dubia et spuria» (pp. 50-56), con filológicos puntos suspensivos que recalcan frases extraviadas: «[…] de todos los oficios aprendidos / sólo […] desnudez» (sic, p. 55), o con discontinuidades de tiempo, espacio y registros: «Caronte fuma sentado en la orilla de acá / del río. A su alrededor se agolpan / los muertos, parados porque ya no recuerdan / cómo sentarse. El barquero se / niega a transportarlos, no acepta como / pago por sus servicios chapas de / botellas ni latas de cerveza vacías» (p. 52).
La fragmentariedad, dueña de la cosmovisión, no se exime de afectar a los cuerpos, objetos de feroces desmontajes, lo que se observa, por una parte, en la rememoración de infiernos históricos como el de la esclavitud: «[A] medio recorrido, el capitán empezó a sospechar que dos / esclavos, un hombre y una mujer, planeaban un motín. Para / curarse en salud, decidió hacer de ellos un ejemplo. Frente / a todo el barco, hizo que a ella le pelaran los miembros / a cuchilladas —murió con los huesos enronquecidos de / tanto gritar—. A él, después de tajearle el cuello, ordenó arrancarle / el corazón, el hígado, las vísceras para que fueran picados / en exactamente trescientos pedazos» (p. 42).
Y, por otra parte, se percibe en el convulso análisis del mal en sociedades contemporáneas como la venezolana, cuyos malestares, lo he anticipado, se recrean con grotescas fábulas de zombis animados por un impecable civismo: «Algunos politólogos eminentes han / voceado sus preocupaciones a través de la prensa: / cómo puede tener derechos un cuerpo cuya lengua se / ha podrido, cuyo pecho está mordido por gusanos» (p. 62).
De las ruinas a la invocación a quemarropa de la tristeza el trayecto es breve, y se constata en las alusiones a los exilios, las migraciones o la alienación de los lugares que antes nos pertenecían. Las remisiones a veces tienen resonancias míticas o literarias: «Odiseo no volvió a Ítaca. Pasó demasiados años / en el mar, masticado por esa mandíbula triste» (p. 16); a veces, íntimas: «Navegar hacia arriba: hacer / entonces un barco con la madera triste del cuerpo» (p. 35); e incluso exhiben la mezcla de abyección y rabia suscitada por un país que imprime en la subjetividad de quien lo contempla la huella de sucesivas derrotas: «Puede que sean fragmentos autobiográficos / […] o la historia anónima / de toda la comunidad, un relato que se estire desde la / creación del mundo hasta el fin de los tiempos, hasta / la última cocina sucia, el último bote de basura. O / quizás estos montoncitos de mierda tan / cuidadosamente alineados sean el / lamento / de una rata desesperada porque la carne / es triste y ya ha leído todos los libros» (p. 65).
Pese a lo anterior, conviene subrayar que las melancólicas despedidas de estos versos no bastan para extinguir el deseo de persistencia; el silencio, el asimbolismo de la depresión lejos están de imponerse: la verba es, más bien, mercurial; prolifera con un enérgico maniobrar entre guiños eruditos y retóricas trampas. Deberíamos concluir, por ello, que nos enfrentamos a los trabajos del duelo; el empecinado impulso, aun en las peores circunstancias, de quien sabe que la vida no tiene otra recompensa que su pura e incesante perpetuación. No habría de sorprendernos que el libro se cierre con un viaje que, desviándose de sus inicios perfectamente anodinos («Aquí tiene mi pasaporte. Sí, mi / visa está vigente. Tengo los papeles / que lo confirman. ¿Motivo del / viaje? Personal […]», p. 89), va cargándose de rasgos inquietantes: «¿Motivo del viaje? Porque yo ya no soy / yo ni mi casa es ya mi casa. Usted, con / sus insignias y su uniforme, su himno / y su juramento a la bandera, no termina / de entender que un país es un puñado / de palabras robadas» (p. 90); hasta que su talante onírico se nos revela sin reticencias: «¿Motivo del viaje? Desde hace / años sueño con una ballena que me traga, / me alberga durante meses detrás de sus dientes / de yeso, en la noche blanda de su estómago, / para finalmente escupirme en costas extrañas» (p. 91).
Luego de la postración y las pérdidas, en las cuales han cifrado su destino tantos pueblos —como queda patente en los horrores de la «Historia natural» esbozada por Salas—, acaso la poesía depare a quienes lo soliciten el modesto consuelo de un arraigo. Sospecho que esa terra incognita es la avizorada en la última línea de La ciencia de las despedidas. Y que en ella también podría alojarse, entre otras cosas, la esperanza.