Patañjali
Yogasūtra. Los aforismos del yoga.
Edición de Óscar Pujol
Kairós, Barcelona, 2016
448 páginas, 18€
POR JUAN ARNAU

No sabemos qué es el tiempo, sólo sabemos que pasa. Bergson sostenía que el tiempo genuino, el tiempo interior, no era cuantificable. Lo que miden los relojes no es el tiempo, sino otros relojes. Un tiempo espacializado, degradado. Un tiempo que no pertenece a la vida sino a la sideración del astro. Dentro de ese marco general de incertidumbre, lo que llamamos tiempo histórico es una variante más de ese tiempo cronometrado que pasa sin apenas tocar el tiempo real de la vida, que es un tiempo no uniforme, un tiempo que no es la suma de los días sino heridas en la memoria y el corazón, heridas que cicatrizan antes en el joven que en el anciano (como mostró Lecomte Du Noüy). Desde esta perspectiva, el tiempo de la evolución histórica o biológica (Marx, Darwin) es un tiempo petrificado, agua pasada que no mueve molino. Y su culto es una de las formas de la idolatría.

Saber que el tiempo pasa es constitutivo de la condición humana; de hecho, es una de los dogmas del progreso, pero hubo pueblos arcaicos que pensaron que el tiempo podía detenerse y el libro que reseñamos es un buen ejemplo. Este antiguo tratado recoge toda una serie de reflexiones en torno a esa otra clase de tiempo que escapa a la medición: el tiempo mental. De ahí que la mente (y no las posturas) sea el tema fundamental de esta obra inmemorial. Pero no la mente como lugar, como espacio de almacenaje (i.e. el cerebro), sino la mente como transcurso, como devenir radical, en cuyo horizonte se perfila una posible detención.

Óscar Pujol se encarga de la edición, traducción y comentarios de esta nueva edición de los Yogasūtras. Doctor en sánscrito por la Universidad de Benarés y autor del primer diccionario de sánscrito publicado en España, y de un memorable libro sobre Śaṃkara (La ilusión fecunda, Pre-Textos 2015), Pujol goza de un reconocido prestigio internacional y es un buen ejemplo del provincianismo en el que vive nuestro sistema universitario, donde los tejemanejes de los padrinos siguen prevaleciendo sobre la excelencia investigadora. Los departamentos universitarios se parecen cada vez más a grupos organizados que tratan de defender sus intereses sin demasiados escrúpulos – guiados por el nepotismo intelectual y la uniformización del pensamiento– que a lugares de acogida de investigadores independientes y creativos. Si a ello añadimos que la indología (a diferencia de la sinología, por poner un ejemplo oriental) no es una disciplina de conocimiento en nuestro país, entonces ocurre que el mejor sanscritista que tenemos no pueda desarrollar su trabajo en instituciones de investigación financiadas por el Estado.

Pero vayamos a la obra. El original, compuesto entre el siglo segundo y quinto de nuestra era, es de una brevedad ejemplar: alrededor de mil doscientas palabras repartidas en cuatro secciones (la última probablemente no es de Patañjali, sino de Vyāsa, su principal comentarista), con un total de ciento noventa y cuatro aforismos, escritos en un estilo relajado y relativamente inteligible que trasgrede algunas de las estrictas normas de brevedad y economía lingüística de este tipo de literatura. La trasmisión del conocimiento en India antigua se hacía (y se hace) de forma oral y nemotécnica. Es decir, el discípulo memorizaba textos breves y en cierto sentido encriptados y el maestro le trasmitía de forma privada el significado de los mismos. Como apunta Pujol: «el maestro tiene que tirar literalmente del hilo del sūtra y tejer una explicación para que el aforismo sea del todo inteligible». A veces los comentarios tienen tanto éxito que pasan a considerarse canónicos. Este fue el caso del comentario de Vyāsa. De ahí que posteriormente se escribieran subcomentarios (comentarios al comentario), entre los que destacan el de Vācaspati Miśra (s. ix) y el de Vijñanabhikṣu (s. xvi), el primero más imparcial, no permitía que se filtraran sus propias opiniones, mientras que el segundo deja entrever su deseo de armonizar el sāmkhya y el vedānta.

Una de las principales novedades del enfoque de Pujol es que reconoce de un modo explícito la influencia del budismo en la obra clásica de Patañjali. Esto se sabía desde la época del gran budólogo belga Louis de La Vallée-Poussin, pero en general no se ha hecho un uso consistente de las fuentes budistas para leer el texto, a pesar de que mucha de la terminología de los Yogasūtras procede de fuentes theravāda (algo apenas reconocido). Otra de las novedades ya mencionadas es que la obra fundacional del yoga no es un manual de posturas sino un manual de meditación. Los aforismos recogen los resultados de la práctica sistemática de la reflexión sobre los procesos mentales (eso que hoy llamamos meditación y que en un contexto budista se denomina dhyāna). La diferencia fundamental entre este tipo de meditación y la budista es que el caso budista está destinada a mostrar la inexistencia del yo (entendido como sustancia: algo que se mueve por sí mismo y no necesita de otra cosa para existir) y la fugacidad de los estados mentales (y por tanto de todas las cosas, pues lo real tiene una naturaleza mental).

En su introducción, Pujol menciona un interesante libro de Mark Singleton que confirma que existe una gran diferencia entre el yoga de Patañjali y lo que hoy entendemos por yoga. El yoga de hoy puede considerarse una invención del siglo xix, que se remontaría al hathayoga descrito en los textos medievales. Mientras que el yoga de Patañjali es un yoga más mental que físico. De hecho, la palabra que designa la postura (āsana) sólo aparece una vez en el texto (2.46), y simplemente significa una postura cualquiera que sea cómoda y adecuada para la práctica de la meditación. Aunque en su comentario, el más acreditado y antiguo, Vyāsa menciona ya once posturas, parece acreditado que, en los círculos eruditos de la época, la práctica de las posturas se identificaba con faquires y ascetas extravagantes. Hay pues diferencias importantes entre el yoga de Patañjali y el yoga actual basado en las posturas y heredero de las propuestas de Desikachar, Iyengar y Pattabhi Jois. Otra diferencia fundamental es que la meditación de Patañjali se encontraba ligada a una cosmovisión y toda una serie de creencias mientras que el yoga moderno es un ejercicio físico transnacional que parece no necesitarlas. Una visión que, como dice Pujol, hubiera sorprendido al propio Patañjali y a sus comentaristas, para quienes las posturas ocupan un lugar muy secundario y no son necesarias para quienes tienen una mente tranquila y contemplativa.

La cosmovisión que se presupone aquí es la de un universo con muchos, innumerables espíritus y una sola materia primordial (cuya primera emanación es la inteligencia, que junto con el sentido del yo hacen a la mente). Los espíritus son testigos inmutables de todo lo que ven y nada en realidad les afecta, mientras que la materia es pura transformación. En ese juego entre lo estático y lo dinámico se decide la existencia. En sintonía con las cosmologías más antiguas, para que se produzca la creación hace falta que sobre la materia se pose la mirada del espíritu. Sin ese magnetismo, sin esa seducción, no hay creatividad posible y el mundo no existiría.

El mundo que vemos es resultado de la agitación creativa de tres energías básicas, ese proceso tripartito constituye el flujo mismo del devenir: estabilidad, actividad e inteligibilidad. El mundo perceptible, manifestación de la naturaleza primordial, tiene dos aspectos, uno físico y otro mental. Hay un paralelismo entre estas dos manifestaciones pero ambos son fenómenos materiales. Lo primero que se crea es una inteligencia universal y de ella surgen, por un lado, una creación propiamente material y física, y por el otro, una creación psicológica o mental que decanta el sentido del yo. Hay cabida aquí para el materialismo y el inmaterialismo. El mundo puede entenderse en función de sus elementos físicos y también en función de sus facultades mentales, pues ambas representaciones son el resultado de la interacción de las tres energías básicas mencionadas. En el primer caso (físico) hablaremos de ligereza, movilidad, pesadez y, en el segundo (mental), de dicha, inquietud y confusión. Pero hay una cierta jerarquía entre esos dos mundos paralelos. La creación material está consagrada a la experiencia consciente y, posteriormente, a la liberación de dicha experiencia. Primero se experimenta la diversidad material, luego se desprende de ésta. En este sentido, la conciencia es un fin en sí misma, mientras que la materia tiene su finalidad fuera de ella misma.

El objetivo final de este manual, el meollo del asunto, es la detención del tiempo (i. e. de los procesos mentales). La mente tiene una doble naturaleza, en su aspecto implícito está formada por inclinaciones latentes, en su aspecto explícito es pura actividad cognitiva y perceptiva. Lo implícito es imperceptible y sólo puede conocerse por sus efectos: los procesos mentales. Estos son cinco: conocimiento, error, conceptualización, sueño y memoria. Patañjali dedica varios aforismos a explicar la naturaleza de estos componentes. Nos detendremos en el sueño y la memoria. El sueño profundo es el reverso de la percepción, en él no se percibe nada, aunque eso no significa que no sea un proceso mental activo. Se percibe la oscuridad y al despertar sabemos que hemos dormido profundamente. En este sentido dicha experiencia es un obstáculo para la percepción yóguica: una vigilia permanente en la que la mente no se cansa, pues descansa en la percepción misma. La memoria, que depende de impresiones latentes activadas por la percepción, ocurre cuando no se tergiversa lo percibido. Pero en esas impresiones latentes hay contenido emocional: vimos un gato en el pasado, el gato pudo arañarnos o recostarse en nuestro regazo, verlo reactualizará aquella emoción (de ahí la importancia de la cultura mental).

La mente no se percibe, sino que es aquello a través de lo cual se percibe. Los comentarios utilizan la metáfora del diamante. Un diamante no brilla en la oscuridad, pero cuando lo atraviesa la luz blanca de la conciencia, ésta se diversifica en colores. El diamante, la mente, no brilla con luz propia, pero es capaz de reflejar la luz neutra de la conciencia, al tiempo que «ata» la conciencia libre a la materia contingente. Esa es la tensión esencial, ese el juego de seducciones que es la existencia. Por un lado, hace posible que la conciencia tenga la experiencia de la creatividad y la diversidad, y por el otro permite que esa conciencia se «libere» de la materia. Una necesidad aparente, un juego, pues la conciencia está ya de hecho liberada.

La mente no sólo no es el cerebro, tampoco es la conciencia. De hecho, muchos de nuestros problemas vienen de esas falsas identificaciones, de esas injustificadas apropiaciones. Vyāsa menciona cinco estados fundamentales de la mente. Tres de ellos son ordinarios: la mente dispersa (su estado natural), a merced de la experiencia sensible, la mente confusa (ebria, embotada o somnolienta) y la mente concentrada en una tarea. Los dos últimos niveles son el objetivo al que se dirige la obra: la mente contemplativa y la mente detenida. La primera es una búsqueda de estados elevados de contemplación en los que impere la inteligencia y la luminosidad, que es la materia primera de la mente. Patañjali habla de cuatro estados contemplativos (que se podrían asociar con los dhyāna del budismo) a los que se llega mediante una serie de ejercicios de la cultura mental. No se trata, como apunta Pujol, de «estados elevados de conciencia» porque la conciencia carece de estado por ser inmutable: «la conciencia sólo tiene un estado y es el de la autoconsciencia pura sin contenido», pero la mente sí los tiene y ahí es donde se puede ejercitar. Y su objetivo último es la llamada mente detenida. Un estado en el que desparece el devenir radical, esa duración que no miden los relojes, de la que hablábamos al principio. Un estado no cognitivo y sin apoyo externo que no tiene nada que ver con los estados inconscientes, que supone el cese de todo esfuerzo cognitivo y donde se produce la desidentificación definitiva entre mente y consciencia. Hubo espíritus que creyeron que el tiempo podía detenerse. Si lo lograron, están ahora entre nosotros.