Ariel Florencia Richards
Inacabada
Alfaguara
168 páginas
Para ir más allá hay que transcender, hay que transitar, hay que saberse consciente de que nada está dado desde el principio ni para siempre. Que nunca dejamos de estar en tránsito, en un estado permanente de cambio, de proceso constante y, por lo tanto, inconcluso. Inacabado. Aunque, eso sí, un estado que, por inacabado, no significa que esté imperfecto, pues esa idea de que sólo lo terminado es perfecto, cerrado, no deja de ser, de alguna manera, uno de los tantos mandatos impuestos por el patriarcado. Que nada quede abierto, supeditado al deseo, a esa búsqueda constante que nos atraviesa y nos devuelve, como reflejo, nuestra (inacabada) identidad.
Pero ¿qué es, en el fondo, transitar? Ésa parecer ser la pregunta que se plantea Inacabada, la nueva y tercera novela de la escritora chilena Ariel Florencia Richards (Santiago, 1981) que ya firmó dos novelas, Transatlántico (2015) y Las olas son las mismas (2016), con el nombre de Juan José Richards, en la cual la experiencia personal de la autora es la base para componer la historia de Juana, una mujer trans que intenta encontrar las palabras adecuadas y el momento indicado para explicarle a su madre sobre cómo se siente mientras transita de un sexo a otro, de un mundo a otro, tomando inhibidoras de testosterona y viéndose, plenamente, como una mujer.
Decirlo, sin embargo, decir «soy mujer» frente a su madre, es lo que Juana intenta pero no puede acabar de expresar. No por ella, sino porque el silencio de su madre, su manera de esquivar la situación, tiene más de punitivo que de confianza. Y todo, por otro lado, en medio de un viaje de placer que hacen juntas a Nueva York, donde, lejos de ser cómplices, se convierten en ajenas la una para la otra, en especial porque la madre tiene un dolor de muelas espantoso y no da lugar a la escucha atenta de las palabras de su hija. Hace lo que puede, de todos modos, en reconocerla ahora como hija y no ya como el hijo que tuvo al nacer.
En Inacabada, en todo caso, la autora consigue que la protagonista, a pesar de las dificultades para nombrar aquello que la identifica y poner fin no sólo a lo que fue sino al silencio que se ha instaurado entre ella y su madre, logre salir de sí misma más allá de las palabras, más allá de la incomodidad. En ese sentido, Juana comprende que no sólo necesita nombrar y expulsar sino también morir y volver a nacer en un tránsito que no concluye jamás. ¿O sí?
Quién sabe. La cuestión es que la protagonista, mientras intenta pausar la soledad que la habita, encuentra un refugio en las obras de arte inacabadas, obras de pintores como Cézanne o Picasso y con las cuales se identifica, en una clara y luminosa reflexión sobre lo inacabado, sobre lo que transita, que le vale de reflejo en su propio proceso de cambio de género.
¿En qué momento algo está finalizado? ¿Quién lo determina? ¿El autor? ¿El sistema? ¿No estamos, al fin y al cambio, siempre en tránsito, no sólo de sexo, sino también de formas de vida, de amores, de países?, se pregunta Juana en uno de sus paseos por Nueva York, una ciudad, por otro lado, en la que ya estuvo en otra época y que coincide con el tiempo de su segunda novela, donde el protagonista no emite palabra.
Inacabada, así, es una novela que busca habitar las distancias entre los actos y las palabras con una identidad que no termina jamás de transitarse. Habitarlas, de alguna manera, significaba nombrarlas, darle nombres a aquello que es pero también a aquello que no será jamás.
No es extraño que Inacabada, según palabras de la autora en un prólogo esclarecedor, recuerde que la novela que finalmente fue publicada fue escrita durante los tiempos de la pandemia y que pasó por un proceso de escritura en el que fue cambiando de títulos, de narradores, fue variando de estilo y borrando, ampliando y editando hasta darla por terminada. Aunque abierta a nuevas lecturas, a lecturas que se renuevan mientras se anda por ahí, en tránsito.