POR EDUARDO LAPORTE

A la pregunta de qué son los diarios, cuestión no siempre del todo definida, cabría añadir la de qué papel ocupan en la producción de un autor. Esto nos ayudaría a entender qué importancia concede cada escritor o escritora a esa literatura íntima concebida, en la noche de los tiempos y desde la ortodoxia más radical, a ser escrita pero no publicada. Una literatura de corto recorrido en cuanto el destinatario final sería el propio ser que la escribe, y que encontraría un consuelo en esta escritura libre, de desahogo personal, sin tener en cuenta al otro. De ahí que haya quien defienda ese estadio original como el más puro, los diarios de Ana Frank, pensemos, como muestra más señera de la autenticidad del género, libre de las imposturas y los afeites que llegan cuando el autor sabe que lo escrito tendrá un destinatario.

Iñaki Uriarte (Nueva York, 1946) empezó así. Como uno de tantos lectores que confiesa que «a veces escribe», pero sólo para sí mismo, sin ninguna pretensión, textos que nacen en el escritorio y que no saldrán de allí. Hasta que salen. Entonces, claro, la escritura espontánea y libérrima se adultera, algo que el propio Uriarte sufre en sus propias carnes, como si se negara a ser un escritor profesional en el sentido de escribir para publicar, es decir, para llegar a un público, con el concurso de una editorial, una mínima promoción y la asunción de un cierto estatus de escritor.

Para ver si tenía aspecto de escritor, precisamente, en una anécdota que el propio Uriarte ha referido en alguna ocasión, me acerqué una tarde invierno de 2015 a la presentación del tercer volumen de sus diarios, en La Central de Callao, en Madrid. Tenía cara de escritor, rasgos de escritor, hablares de escritor, pero también de señor de Bilbao. Mihura podría haber titulado Ninette y un señor de Bilbao y el mundo seguiría girando. Porque Uriarte, a pesar de haber nacido en Nueva York y ser de San Sebastián, en un momento dado se convirtió en bilbaíno. Al menos en ese aspecto atemporal por no decir adscrito a una moda que no es la que rige, con unas tonalidades oscuras y verdes en su vestimenta, como un guiño a los montes circundantes al Botxo, como el Archanda, pero también al mundo británico que espera ría arriba como horizonte poético y geográfico. Porque mientras San Sebastián mira a la vecina Francia, Bilbao (y Santander) apuntan a lo inglés, a la acogedora estética cottage de moqueta de cuadros en las paredes. Y Uriarte, hombre de su tiempo, pero sobre todo de su ciudad, Bilbao, no es inmune a esa peculiar condición bilbaína, lo cual contrasta con un discurso que no casaría con lo que se le presupone a un señor de bien. Y esa es una de las razones de su particular éxito.

Hidalgo y precursor

También hay algo bilbaíno en ejercer de hidalgo moderno, es decir, de rentista que prefiere disfrutar su pequeño patrimonio que arriesgarse a triplicarlo con el riesgo de perderlo y, sobre todo, de invertir demasiado sacrificio. Y ese es otro de los encantos literarios de Iñaki Uriarte y una de las razones de que un señor de Bilbao con tal aspecto de burgués publique en una editorial tan combativa y activista como la riojana Pepitas de Calabaza, que incluye en su catálogo títulos como La abolición del trabajo (Bob Black, 2022) o ¡Abajo los jefes! (2023), que reúne los escritos libertarios de Joseph Déjacque, publicados a mediados del siglo XIX.

Porque si bien R. L. Stevenson, en su encomiable En defensa de los ociosos, hace un alegato a favor del tiempo no productivo como un modo de conocerse a uno mismo, sobre todo en la juventud, Uriarte va más allá. Él defiende la quietud como una filosofía de vida, pero no desde cierta superioridad moral, o trascendental, de los apologistas de la meditación, sino porque no hacer nada es siempre mejor, según el uriartismo, que trabajar. Que humillarse ante la dictadura de los horarios, de los micromaltratos de los superiores, de la rutina de oficina como una apisonadora del espíritu. Basta abrir al azar cualquiera de sus tomos, como el primero, el que comprende los años 1999-2003, para descubrir esa alabanza de ocio y menosprecio de hiperactividad: «Otro acto mínimo que casi no es ni acto, de los que a mí me gustan: tomar el sol».

Este elegante rechazo a los canales convencionales de ganarse el pan, de situarse en la vida, quizá suene hoy menos original, pero en su momento fue uno de los atractivos de la prosa diarística de Uriarte. Publicado ese primer tomo en 2010, aún no se había producido el fenómeno editorial de Biografía del silencio, de Pablo d’Ors, una sutil invitación a rebelarse contra la cultura de la acción, la acumulación y el exceso. Tampoco se había desprendido el alud de libros sobre el arte de caminar como vía de ascesis cotidiana, ni se había elevado a los altares al flâneur y sus discípulos (fenómeno que aún colea, como demuestra la reciente publicación de Caminantes, de Edgardo Scott, en Gatopardo, donde se analiza la figura de distintos paseantes célebres).

Uriarte no destaca, en sus páginas, por sentarse meditar bajo un alcornoque, ni por gastar suela a la manera de otros diaristas coetáneos (como el «Ostiz» que se cuela alguna vez en sus diarios y que en libros como Peatón de Madrid confiesa haber recorrido cientos de kilómetros en su calidad de robinsón urbano, por parafrasear al Muñoz Molina autor de Un andar solitario entre la gente). Uriarte, decimos, no presume de sus paseos ni de sus epifanías místicas al contemplar un clavo en la pared; él prefiere los viajes por el escritorio y, si acaso, el relato de unos pequeños éxtasis cotidianos que, bajo una fina capa de procacidad, resultan si cabe más poéticos, verdaderos.

Como una entrada del segundo volumen en la que confiesa que «es estupendo bañarse al atardecer después de haber ingerido un tepazepán». Un baño en Benidorm, no en una cala secreta de Cabo de Gata o de la Ibiza más inaccesible. Aunque también reconoce que quizá frecuentarían esos lugares si no tuvieran gato. La mascota (de nombre Borges) como atadura pedestre, como techo a la aventura. Puro Uriarte.

En cualquier caso, Uriarte y su mujer se conforman con Benidorm, a pesar de la demasiada gente durante el «verano profundo» y hacen de ese lugar tan inefable materia narrativa como lo harían después otros creadores. Allí están películas como Nieva en Benidorm, de Isabel Coixet o la novela Spanish Beauty que Esther García Llovet publicó en 2022 en Anagrama, con la ciudad alicantina como telón de fondo. O el entusiasmo que mostró Rafael Chirbes al hablar de esta ciudad costera, algo que subraya Aitor Romero Ortega en un ensayo titulado, precisamente, «Prosa de Benidorm», incluido en su reciente El arte de escribir de pie. Y, es, sin ir más lejos, en ese libro (otro canto al paseo), donde se cita a un Uriarte «bon vivant» que, al igual que Chirbes, con su amor por Benidorm, estaría «en el lado correcto de la historia».

Entendida esa afirmación con la debida dosis de ironía, lo cierto es que Iñaki Uriarte, como el Andrés Hurtado de Baroja, tiene algo de precursor. Como su propia figura, de resabios aristocráticos a ratos, o burgueses, cuando menos, de rentista venido a más, que se funde, en cambio, sin complejos con la masa amorfa del turismo benidormí.

Cómo salir en los diarios

En la presentación de su tercer tomo de diarios, el de 2008-2010, Uriarte confesó aquello de que se pone guapo en el diario, que practica cierta coquetería intelectual. Porque el diario, y la literatura en general, se escribe en la clandestinidad, con todo el aparato de documentación erudita a disposición de cada cual. Es tentador hacerse pasar por más culto de lo que uno es y ahí Uriarte es honesto al confesarse como «semiculto». Y quizá esa sea la condición que mantenga fresco el asombro, el deseo de salir a leer con el boli de subrayar, como quien caza citas en vez de mariposas.

Con un discurso fluido, pero bien aprendido de casa, Uriarte tiró entonces, en la última presentación hasta la fecha de un diario suyo (con la salvedad del Epílogo publicado en 2019), de unos apuntes en los que citó a menudo a uno de sus principales referentes, junto con Montaigne: Emil Cioran. Y habló de cómo un diario que valga la pena es el que tolera cierta coquetería superficial, pero que muestra también los lados menos buenos. Y ahí Rafael Chirbes merece mención especial, ya que su celebrada entrega de diario de A ratos perdidos empieza nada menos que con un desgarro anal, que es quizá la forma más canónica y digna de aplauso de comenzar unas páginas de este tipo.

Uriarte, como su admirado Cioran, es amigo de consignar ridiculeces propias en el diario. También a la hora de dedicar una semblanza (esto lo sabía bien Baroja): si no, dijo, no resulta creíble, porque nadie ha sido, en vida, sublime sin interrupción. ¿Y qué recomendaba Cioran a la hora de mostrarse a uno mismo? No solo consignar ridiculeces propias, sino no temer al ridículo, es más, exponerse a él. «Hace falta cierta firmeza de espíritu para eso. Los aventureros, en el sentido positivo y negativo de la palabra, dan sin duda muestra de ello», dice Cioran en sus cuadernos, esos diarios que Uriarte cita a menudo y que Tusquets reunió en un solo tomo en 2020, en una jugosa edición de más de mil páginas: Cuadernos (1957-1972). Era radical en esto, Cioran, aunque después en sus propios diarios no llegue, ni mucho menos, tan lejos. Para él, la idea del progreso personal tenía que ver con superar el miedo a ser «el hazmerreír de nuestros semejantes».

A propósito de esta exposición selectiva, Alberto Olmos comentó en una reseña que le chirriaba algo de los diarios de Uriarte: el tono progre. Como si no se pudiera ser progre (y a fe que es complicado) las veinticuatro horas del día, aunque ese tic sea común a cierta generación nacida en la mitad del siglo XX, hijos de perfiles poco progres muchos. Dicho esto, el diario también rompe esta tendencia con alguna confesión más arriesgada, como cuando se moja al criticar a los «fanáticos sin armas» que le rodean, en una época de asesinatos cotidianos por parte de ETA, y cuando ciertas críticas te podían colocar en el malhadado grupo de «los fachas». O cuando confiesa que no conoce a ningún antisemita radical, pero sí a muchos islamófobos. Y que, si tuviera que colocarse en un grupo, sería más bien en el de los segundos.

El Iñaki Uriarte que se muestra en sus diarios, pese al pellizco de Olmos, ofrece no obstante muchas caras, aunque la persona se oculte a menudo en el personaje, aunque la intimidad dé paso a reflexiones intelectuales y, en ocasiones, el lector añore algo que dejó caer en uno de los tres tomos: «A veces, pienso que no debería anotar aquí más que mis rarezas».

No obstante, entre reflexiones más o menos cultas, hay espacio para ese tono confesional que no puede faltar en un buen diario. Como las referencias al pasado noctámbulo, calavera, del Uriarte más joven y despreocupado. No olvidemos que esta serie de diarios arranca en 1999 (publicados en 2010 por Pepitas de Calabaza), cuando el autor ha cumplido 53 años. Se aprecian los jirones de esa fase más tarambana, cuando, lejos ya de esos excesos, el autor abraza una madurez que se prepara, con la resignación amable de quien ha vivido, para el ocaso: ese mar calmo que favorece la escritura.

Pero antes, como él mismo refiere, se dio la nocturnidad con su alevosía, «la frecuentación de antros turbios y aventurados, la asistencia a fiestas libertinas en las catacumbas», hasta granjearse una merecida fama de pendenciero. Tanto como para que su presencia a la luz del día resultara sorpresiva, casi incómoda. «Por favor, no pierdas nunca tu imagen de perdedor», le solicita una amiga que le sorprende en un bar elegante del centro de Bilbao, a media tarde. «Lo que me faltaba por perder», pensó el aludido. Puro Uriarte.

Diario de lecturas

Leer a Iñaki Uriarte, como a todo buen diarista, es leer también sus lecturas. El jugo de esas lecturas. De ahí que el diario sea también un género para los buenos lectores, y también para los malos, es decir, los desordenados, los que van saltando de autor en autor sin brújula ni mapa, guiados a menudo por una referencia, por una pista.

Aquella famosa frase de Borges de que se enorgullecía no tanto de lo que había escrito como de lo que había leído también se puede aplicar a Uriarte. Lector generoso, gusta de compartir sus hallazgos, muchos de ellos no de autores revelación, precisamente, sino fruto de una husma bibliófila que le puede llevar a nombres como el de Francis Galton, primo segundo de Darwin, famoso por su hipótesis de las aceitunas. Según ese experimento, si se pregunta a una muestra amplia de voluntarios cuántas aceitunas hay en un tarro, la media de sus respuestas, parafrasea Uriarte, se acercará más a la verdad que cualquiera de sus respuestas individuales. Bonita metáfora, incluida como una de las entradas de sus diarios, del valor de la democracia, tan puesta en entredicho por no pocos intelectuales que abogan por un retorno a fórmulas aristocratizantes de gobierno que pueden ser tan ingenuas como peligrosas.

Valga esta teoría de las aceitunas como muestra de ese Uriarte lector que ofrece, más que un diario íntimo, un diario de lecturas, un dietario de subrayados que, no obstante, guarda relación con el autor. Con su posición en el mundo. Porque un buen diario, decía el Pavese de El oficio de vivir, hace que afloren los filones de la existencia, entendiendo como filón esa franja natural rica en minerales, en ocasiones afortunados, incluso de oro. Así que esas entradas más intelectuales se pueden leer también como otra manera de manifestarse, de hacer política, en el sentido más amplio del término y, en última instancia, invitarnos a un viaje erudito nada cargado ni pretencioso.

Uriarte se muestra apegado, como se dijo, a sus autores de cabecera. Se cuela a menudo Cioran, pero también el Montaigne que quiere conocerse a sí mismo, «monstre et miracle», porque conocerse, escucharse a uno mismo, es conocer también a toda la humanidad. Reconoce, incluso, que sus Ensayos es el libro más importante de su vida y que, si no fuera porque existió un hombre como él, quizá no se hubiera atrevido a hacer muchas de las cosas que hizo. Y también se cuelan en la fiesta otros tantos autores, para disfrute del lector, valga la redundancia, letraherido. Y, claro, surgen perlas, pues Uriarte no lee cualquier cosa sino a los Cioran o Montaigne, pero también al James Boswell que escribe la considerada como primera biografía (La vida de Samuel Johnson, 1791) y que confiesa que, para abordar su famosa obra, quiso realizar «un retrato de estilo flamenco» de su biografiado. Sorprendente y moderna actitud a la hora de biografiar a una persona, más aún cuando hoy asistimos (doy fe) a comentarios peyorativos como «no es una biografía al uso» cuando un autor ofrece una biografía distinta al compendio habitual de hitos y fechas.

Los diarios de Ernst Jünger, los diarios de Pla («hay que escribir como se escribe una carta a la familia») y también diarios considerados el origen de los diarios (modernos), como los de Samuel Pepys, que un 13 de octubre de 1660 escribía sobre la pena de muerte como entretenimiento de una tarde cualquiera. Y refiere cómo al condenado «lo cortaron en pedazos, y su corazón y cabeza fueran exhibidos». Pero lo mejor viene a continuación, en el colofón a esa sádica entrada, cuando añade que se encuentra con dos amigos y «juntos nos dirigimos a comer ostras en la Taberna del Sol». Lo más veteranos lectores de diarios quizá encuentren un curioso eco con la famosa entrada del diario de Kafka, la del 2 de agosto de 1914: «Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar».

Y es que esa es una de las fortalezas del diario, que funciona como testimonio directo de la historia que se va haciendo, la que luego nutrirá los libros de Historia, pero también como testimonio de la vida propia, la que más tarde nutre las novelas, la literatura.

Diarista sin obra

Uriarte también ofrece esa mezcla entre historia a cámara lenta y particular inmersión personal en esa historia. Ese es su legado literario, la de un escritor que no se prodigó —hasta la fecha y no parece que vaya a ver sorpresas en ese sentido— en otros géneros y que incluso quiso detener sus publicaciones, al menos en vida, en esos tres tomos y el epílogo.

¿Habrá guardado, en un cajón oculto, toda una serie de novelas y ficciones? Cabe mencionar aquí, desde el mayor de los respetos, la novela de Teresa Uriarte, hermana del escritor de diarios, y que Tránsito Editorial acaba de publicar bajo el título El juez Aurelio. Abogada primero y periodista de Tribunales después, Teresa Uriarte había acumulado un amplio material literario cuyas hijas ordenaron tras su inesperado fallecimiento en 2022.

En el caso de Iñaki Uriarte, hay diarios, pero no se conocen novelas ni poemas, en un caso singular en la narrativa española. Pensemos en tantos autores y autoras que usaban el diario como apoyo, como desahogo, pero también como distensión tras la exigencia de la ficción. El diario como una voz amiga que te quiere como eres, el diario como afterwork de la escritura más profesional. Annie Ernaux, en su recientemente publicado La escritura como un cuchillo (Cabaret Voltaire), distingue entre los libros que comienza a escribir y su diario íntimo. En los primeros, dice, está todo por hacer, por decidir, mientras que en el diario el tiempo impone la estructura y, por tanto, es más limitado, menos libre. «No tengo la impresión de construir la realidad, solo de dejar una huella existencial, de depositar algo», dice la ganadora del Nobel de Literatura de 2022. Luego cita a Anaïs Nin, para quien el diario era el lugar del goce y los demás textos el espacio de la transformación. Y Ernaux reconoce que siente «más necesidad de transformar que de gozar».

Franz Kafka, Virginia Woolf, Rafael Chirbes, la Patricia Highsmith cuyos Diarios y cuadernos publicó, como un «acontecimiento literario», Anagrama en 2022 y un sinfín de escritores que cultivaron esa extensión de sus literaturas en los distintos géneros, como maneras, también, de transformarse a sí mismos. ¿Se limitó Iñaki Uriarte a gozar? Es probable. La lectura gozosa de sus diarios, entendidos como obra autónoma, es la mejor prueba de ello.