Jaime Rosales:
El lápiz y la cámara
Madrid, La Huerta Grande, 2017
168 páginas, 12.00 € (ebook 5.99 €)
POR CARLOS BARBÁCHANO 

 

No es ninguna novedad señalar que Jaime Rosales es uno de nuestros cineastas más interesantes. No sólo por la calidad de sus películas, sino por su afán experimental, que lo lleva a no repetirse a sí mismo y hacer de cada uno de sus proyectos una experiencia nueva, muy diferente a la anterior, como lo confirma su filmografía: de Las horas del día (2003) a Petra (2017), pasando por las galardonadas La soledad (2007), Tiro en la cabeza (2008) o Hermosa juventud (2014). Es, sin embargo, una novedad —y más en nuestros lares— que haya decidido, justamente en el proceso de producción de su última película, redactar una serie de reflexiones sobre su oficio que presenta ahora en cuidada edición la editorial La Huerta Grande en su colección de ensayo.

El lápiz y la cámara se articula en torno a siete capítulos: cuatro de ellos bajo el genérico de bloque de notas y tres monográficos titulados «Cuestiones de puesta en escena y de puesta en cuadro», «Del hombre anestesiado al hombre emancipado» y «El artista y el artesano». Tras las dedicatorias y agradecimientos, Rosales nos dice en una nota liminar que su ensayo es el resultado de la experiencia acumulada en sus quince años de oficio como cineasta y en sus treinta y cinco años de beneficio —se diría— como apasionado cinéfilo. Para ser más precisos, quizá hubiera sido mejor invertir el orden y anteponer su cinefilia a su trabajo como director y guionista. Rosales es valiente y cierra esa nota preliminar advirtiéndonos que no es posible vivir sin contradicciones y que espera caer en varias incoherencias, con lo que, como persona inteligente que es, añade la prudencia a la valentía.

Nada más iniciar su primer bloque de notas, afirma que la condición de cineasta es un estado existencial, es decir: se es cineasta en cada momento de la vida, esté uno o no inmerso en el proceso creativo de una película. En consecuencia, el guionista no es un escritor, es un cineasta. Los personajes que sustentan la trama deben ser multidimensionales, plenos de contradicciones internas. Una cosa es lo que un personaje dice y otra lo que hace; por ello, el espectador debe buscar en la mirada del actor el subtexto, la verdadera guía de su comportamiento. Uno de los escasos peros del ensayo surge en el momento de hablar de los personajes femeninos, según él, emocionalmente inestables, en tanto que a los masculinos los considera Rosales más consistentes. Extraña caída en el tópico en un cineasta tan poco propenso a las generalizaciones. Es bien consciente, sin embargo, de que vivimos en una época de esclavismo ideológico, donde las ideas dominantes se imponen sin violencia a través de la tecnología; «una época especialmente cínica» en la que el cineasta sólo tiene dos opciones: resistir o colaborar. Los resistentes, entre los que como podemos suponer se encuentra, son los que actúan contra el poder.

La mentada complejidad del personaje se hermana con la multiplicidad de ángulos y puntos de vista que alimentan la riqueza temática de una obra. La diversidad temática desorienta al espectador, basta con un solo tema adecuadamente tratado. La idea original importa menos que la carpintería del guión. La obra maestra es aquella que no diferencia lo accesorio de lo fundamental: todo en ella es fundamental, orgánico. Un buen guión se caracteriza por la tensión psicológica interna, encaminada al logro del valor último de un buen film: la emoción, «que se transmite mejor desde la sobriedad y la contención que desde la exageración y la ostentación». Virtudes que, como en varias ocasiones comprobaremos, son las que más aprecia en el trabajo actoral.

Ya en las primeras opiniones y sugerencias percibimos la enorme densidad del ensayo, breve en extensión pero enormemente rico en contenido. Densidad que estará siempre presente en la calidad del plano: los planos ligeros se los lleva el viento. Esa densidad del plano, que se logra mucho más con el celuloide que con la digitalización, reposa en la pericia de la puesta en escena y la mirada de la puesta en cuadro, es decir, en el punto de vista narrativo. Lo que da paso al segundo capítulo, monografía muy didáctica, como casi todo el libro, centrada justo en las cuestiones que atañen a la «puesta en escena» y a la «puesta en cuadro».

Estupenda síntesis: la puesta en escena determina qué se va a filmar, cómo se va a filmar es la puesta en cuadro. Ambas constituyen el núcleo duro de la labor del director: crear una ilusión de realidad y dotar a la imagen de fuerza plástica. Para Rosales el cine moderno, más complejo, prioriza la puesta en escena, en tanto que el cine clásico, más transparente, se centra más en la puesta en cuadro, en el plano. Opta por la normalidad, que proporciona el objetivo de 50 mm, frente a las angulaciones forzadas (gran angular). En cuanto a formatos, lo ideal para él es poder combinar el formato academia (propio del cine clásico) con el cinemascope: el primero se centra en el ser humano y en el segundo prima el espacio. Hasta su cuarta película, como admirador aplicado de Ozu, no se atreve a mover la cámara. Para Godard, un travelling era una cuestión moral, metafísica. La subjetividad que conlleva el movimiento de la cámara, afirma Rosales, debe estar al servicio de la tensión dramática: «Es una constante anticipación de peligro o de emoción».

Puesta en escena y puesta en cuadro nos llevan, inevitablemente, al actor, la materia viva más compleja en manos del cineasta. El realizador debe ocuparse de los tres aspectos generales que afectan a la dirección de actores y que rigen los ensayos: el estilo —más o menos naturalista—; el tono —más o menos ligero—; y el ritmo —más o menos pausado—. En el rodaje, el director deberá ocuparse de la posición de los actores en la escena y de sus movimientos, lo que en la jerga técnica se denomina blocking: «La materialización física de la escena en el espacio», «el puente entre la puesta en escena y la puesta en cuadro». La operación más difícil —sentencia— de la puesta en escena. El éxito dependerá de la gracia con que se sitúe y se mueva a los actores en el espacio.

Las localizaciones son tan importantes para Rosales como los actores, «si no más». Localizar un espacio depende tanto del cerebro como de las emociones. El espacio debe sentirse. El acierto de un espacio escénico dependerá de su elocuencia espacial o mayor abarcabilidad («mejor un espacio amplio que uno angosto»); de su claridad plástica o «grado de simplicidad a nivel cromático»; de su riqueza atmosférica: mejor cuanto más singular y verosímil sea. Los personajes, a su vez, deben estar en el espacio elegido haciendo siempre algo. La acción del personaje, no lo que dice, es lo que dará sentido a la escena.

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