POR CRISTINA GUTIÉRREZ VALENCIA
El escritor y académico Javier García Rodríguez

Están de luto las palabras, y se yerguen, de la cursiva a la redonda, en el paso de La muerte del autor a la muerte del autor Javier García Rodríguez (Valladolid, 1965-Oviedo, 2025). La paradoja está en que fue él quien mejor estudió en España esta obra de Barthes y el asunto de la autoría desde la Teoría y Crítica literarias. Comenzó especializándose en los teóricos de la Escuela de Chicago, cuyos rasgos esenciales eran el Pluralismo y el Humanismo (doble check), hasta llegar a ser un teórico de altura, pero siempre al aire de su vuelo, no tenemos más que ojear algunos de sus títulos: Literatura con paradiña: hacia una crítica de la razón crítica, Mutatis mutandis. Hacia una hermenéutica transficcional de las narrativas mutantes: de Propp al afterpop (o «nocilla, qué merendilla») o «Narratología para dummies».

Javier García Rodríguez es marca registrada: JGR©. Su sello es un ethos autorial que se peina para cada ocasión, lo mismo podemos decir que está cortado a capas, o degradado (los estratos que van configurando la textura), o que lleva bisoñé: sus textos son muy conscientes de ser palimpsestos, casas de citas, la pizarra sampleadora donde se inscriben las palabras encontradas entre el nonsense. Su estilo es, por tanto, proteico (ya se sabe que el mirlo es un cantor versátil, capaz de variar su canto para adaptarse a cada situación), pero muy característico. Era un homo ludens cargado de ironía, de juegos de palabras, de agudeza, de un ingenio acelerado, un aspersor enloquecido de palabras, pero siempre con una idea entre los dientes. Hay que ser muy listo para ser tan gamberro. No diferencio aquí sus ficciones de su modo de leer («también los textos críticos aspiran a ser ficciones», escribió), porque son una misma cosa: glosas a su forma de mirar, de vivir. Como gran titulador de libros propios y ajenos acertó de pleno con su Mi vida es un poema. Su obra está plagada de apropiacionismo resemantizador, de poemas encontrados, de literatura-sin-querer, de la que era un gran antólogo, un ojeador, un hermeneuta de guardia. Era capaz de encontrar todo el ciclo artúrico en el catálogo del Leroy Merlin.

En un volumen sobre la relación entre Literatura y Teoría del que JGR© fue editor, un eminente lingüista plantea, desde la biología evolutiva del desarrollo, que lo literario es previo al lenguaje, no un uso marginal de este: el niño tiene desde bien pronto un «kit literario» cuyas herramientas principales son su percepción del ritmo (check) y su capacidad imaginativa y creativa para trascender lo que está a su alcance (check). Que la literatura tal y como la solemos entender (en los libros) es solo la forma (attention, please) que tenemos de trasladar a las palabras la Literatura ya nos lo enseñó JGR©, que era un hacedor, un Pierre Menard, las mismísimas ficciones («Javier García Rodríguez no es Borges [ni falta que le hace]»).

La importancia de llamarse García: los márgenes a propósito de Javier García Rodríguez son un posicionamiento en las afueras de los sistemas, categorías, géneros y estructuras, las de sus «Periféricos y consumibles», las de la lectura de suspicacias o sospechas que toma de Iris M. Zavala, en la que el crítico «busca la presencia o los trazos de los relatos silenciados, de las oposiciones, de los conflictos de sentido que se inscriben por medio de una alteridad que media entre el texto y el lector, y que opera desde los márgenes». JGR© representa la vanguardia de lo orillado, porque sabía que en el borde de los géneros literarios y en la hibridez estaba el filo realmente cortante, que la literatura más original hoy la están haciendo escritoras como Leila Guerriero, Mónica Ojeda, Raquel Taranilla o Sonia Dalton, que los clásicos son siempre modernos (Orfeo XXI, Nadie en suma, quien los probó lo sabe), que hay que publicar lo mejor, es decir, lo que nadie más quiere publicar (el mundo editorial es una cadena trófica con hambre insaciable), que todo lo bueno, lo bello, lo importante está en la libertad que da el no hacer pie.

Hay algunos leitmotivs en este ethos periférico que marcan una educación sentimental y literaria entre el núcleo duro castellano y el norteamericano. Como buen escolar brillante, como Profesor (oh capitán, etc.), era quien más sabía de novela de campus; como mirlo blanco cantaba él solo a varias voces el canon de Harold Bloom, lo mejor de la poesía contemporánea (poeta, esto es el colmo) y a Leonard Cohen y a Sabina; como autor autoconsciente, metaliterario, posmoderno, mezclaba siempre a mano (no le gustaba la literatura thermomix, la que se cocina rápidamente con una fórmula preestablecida) la alta y baja cultura sin inmutarse (mutatis mutandis); como escritor de su tiempo (y su tiempo era el presente continuo) tenía la diana en la literatura mutante, la Next Generation, el cine, la música, la resistencia a la teoría, la cultura pop, el análisis del discurso, de cualquier discurso. A él debemos las primeras y mejores inmersiones críticas en algunos de los grandes autores actuales: Lorrie Moore (el mirlo blanco está ya entre los Pájaros de América), sus puns y su inteligencia sensible; Percival Everett, a quien tradujo y editó (Glifo, y el quererlo explicar es Babilonia), y especialmente David Foster Wallace, un estribillo infinito, a quien caló como lo hacía con todo ser humano sobre la tierra: de él dijo, frente a otros críticos que señalaban su frialdad, que «Wallace es un sentimental. Todo el material que acumulan sus relatos, con sus detalles banales y su objetividad simulada, su verismo distanciado y su logos prescindible, es una excusa para hablar de las personas y de por qué son como son. […] La enfermedad es tomar conciencia de la imposibilidad de explicar(se), de narrar(se) en palabras sencillas y en construcciones tranquilizadoras. Narrar y cómo». Plantamos un espejo justo aquí, esto es exactamente lo que nos pasa con JGR©: frente al «barroco frío» con el que se ha etiquetado alguna vez su arquitectura estilística y su preciosa pirotecnia formal, la dificultad de describir, de narrar y cómo, a un autor que es pura emoción compleja. Nunca he tenido que escribir un texto tan difícil. Por suerte, Javier García Rodríguez fue un parresiastés (de parresía, en griego «decirlo todo»), alguien que habla con franqueza, valientemente y sin miedo, comprometiéndose con la verdad en el discurso y el comportamiento. Ahí tienen su obra, pero la literatura era él. Gracias, Maestro.