Coordinado por Valerie Miles

©Nina Subin, ©Pep Ávila y ©David Jiménez

VALERIE MILES

Queridos Jordi y Juan,

Mi propósito es explorar el tema de México y España en vuestra obra, el de la memoria, el de escribir ambientando narraciones en épocas históricas, pero situadas en lugares que conocéis personal y hasta íntimamente. Se requieren enormes esfuerzos de la imaginación para desplazarse en el tiempo y en el espacio de esta manera, y enfrentar el desafío de encontrar la estructura y la voz del narrador y/o los personajes para mantener el juego. Juan, siendo español, viviste una temporada en México y escribiste una novela ambientada allí (lo mismo que Hungría, por ejemplo, o Perú). Jordi, eres un escritor mexicano, aunque de origen en parte español, y ambientas tus novelas en España y México (aunque también en Irlanda). En los dos casos, de alguna manera, aunque sea tangencial o insinuada, os insertáis en las historias casi de forma fantasmal. Exploramos estos viajes literarios en el espacio cultural y en el tiempo y cómo el desplazamiento termina inspirando una obra literaria. ¿Por qué molestarse en escribir sobre épocas remotas en países lejanos si podéis «escribir desde lo que conocéis», el obstinado lema de los talleres de escritura creativa, y desde el yo? Otra correspondencia: los dos habéis dedicado novelas a las vidas y anécdotas de poetas fundamentales: en el caso de Jordi, Antonin Artaud, y en el caso de Juan, Juan Ramón Jiménez. Curioso, diría Borges.


Quizá el verdadero orden de mis días está en la novela que escribo, ese territorio que, como te decía, es más vasto, más estable, más confiable que cualquier región

JORDI SOLER

Querido Juan: yo empezaría por una obviedad: la única patria del escritor es la lengua en la que escribe y, desde esta perspectiva, me parece que el punto geográfico a partir del cual se espuman nuestras historias es una cuestión de atrezo. Estoy exagerando, desde luego, porque me parece que así puedo explicar mejor lo que trato de decirte. Claro que cada geografía tiene su historia, sus paisajes y sus costumbres, y que los personajes que la habitan tienen una psicología determinada, y una cosmogonía que has de saber transmitir porque, de otra forma, la novela no resultaría creíble y eso, como bien sabemos, sería la desgracia del novelista. En las obras de ficción no tiene que ser verdad todo lo que cuentas, pero si tiene que parecerlo. Una vez que el novelista ha determinado el plató, la perspectiva del narrador y el tono y el colorido, la música en general de la novela, su trabajo, me parece, consiste en batallar con esos elementos que tiene sobre su escritorio y en ese momento ya no importa que la historia suceda en México, en Irlanda o en España. Otra cosa es la magia, no encuentro otra forma de decirlo, que tiene para cada escritor una geografía determinada. A mí me pasa con la selva de Veracruz, que es la geografía de varias de mis novelas, seguramente porque nací y crecí ahí y esto me permite disponer de una paleta de inputs que no tengo en ningún otro lugar, pero, reitero, cuando voy novela adentro ya me da lo mismo que mis personajes estén en la sierra de Veracruz, o en Dublín o en Barcelona, porque ya estoy instalado en el territorio de la literatura, que es más vasto que cualquier región. Sobre la esquina del mundo desde donde escribe el escritor podría decir que en España trabajo mejor gracias a que no existe la sobremesa y las comidas terminan con una siesta, que es un reset perfecto para seguir trabajando en la tarde. En México, que es el país de las sobremesas que se convierten en cena y, con suerte, en desayuno, la escritura termina a la una y media, y luego se entrega uno a la inmensa alegría de pasar la tarde conversando, conspirando y vacilando con los amigos. Si tuviera mi escritorio en México sería poeta, los ritmos de la ciudad no me permitirían escribir la cantidad de horas al día que necesita una novela. En España echo de menos la sobremesa mexicana y en México me hace falta ese orden inamovible que tengo en España. Quizá el verdadero orden de mis días está en la novela que escribo, ese territorio que, como te decía, es más vasto, más estable, más confiable que cualquier región.

JUAN GÓMEZ BÁRCENA

Querido Jordi: Te escribo un sábado antes de la hora de la comida y su correspondiente siesta, que en mi caso no es un reseteo para seguir trabajando sino más bien un prólogo antes del verdadero trabajo, que llega con la tarde y sobre todo con la noche. Apenas llevo un rato despierto: espero que eso no le reste claridad a mis ideas.  

Coincido contigo en que a veces concedemos una importancia exagerada al espacio o al tiempo en que está ambientada una novela, cuando todos los escritores trabajamos en último término con lo humano que hay en nosotros y con ese territorio común que es la lengua. Sin embargo, me he preguntado muchas veces por qué en todas mis novelas he acabado buscando esas coordenadas espaciotemporales remotas. Si lo humano es tan expresable en nuestro tiempo como en el fin de la II Guerra Mundial, o en la evangelización de Nueva España, o en el Perú finisecular, ¿por qué he acabado dirigiéndome a esas épocas y esos escenarios?

Tal vez sea mi faceta de historiador, pero a veces me sucede que encuentro en el pasado una anécdota, una circunstancia o incluso un misterio que me llama de forma inexplicable, porque siento que en él está la clave de nuestras preocupaciones

Hoy mi sensación es que lo que busco inconscientemente es adquirir la distancia precisa para hablar, precisamente, de nuestro presente. Es una labor similar a la del antropólogo que para hablar de sí mismo se dedica a investigar comunidades remotas: en ellas, como en un espejo, puede descubrir rastros de sí mismo. Tal vez sea mi faceta de historiador, pero a veces me sucede que encuentro en el pasado una anécdota, una circunstancia o incluso un misterio que me llama de forma inexplicable, porque siento que en él está la clave de nuestras preocupaciones. Se trata de narrar el presente evitando la actualidad. No sé si tú has vivido una experiencia parecida, o el motor de tus viajes literarios obedece a otras lógicas.  

En ese sentido me siento lejos de las escrituras del yo y de la autoficción, que tanto abunda en nuestro tiempo. Sin embargo, me gustaría dejar claro que el género no me crea ningún tipo de rechazo, y te reconozco que incluso me ha tentado muchas veces. Me parece una forma de acercamiento a lo universal tan digna como cualquier otra, y como lector he constatado que con la buena autoficción pueden tocarse puntos y fibras que quizá son inaccesibles desde otros lugares. Lo único que me preocupa es que en ocasiones pueda abusarse del género. Diría que, en ciertos sectores y mercados, e incluso en ciertos nichos de edad, hoy se ha convertido casi en un imperativo. Y ésa es la idea contra la que a mi juicio deberíamos rebelarnos: que exista una hoja de ruta precisa que indique lo que supuestamente debemos pensar o escribir los escritores.  

Cuéntame cómo lo ves tú, y de paso cuéntame también algo sobre el papel de Antonin Artaud en Diles que son cadáveres, proyecto que me parece tiene algunas conexiones con mi propio trabajo.  

JORDI SOLER

Juan querido: Seguramente tienes razón, escribimos novelas que transcurren en otra época para ver la nuestra desde otra perspectiva. En el fondo somos la misma criatura ingenua y temerosa que se sentaba a pensar, a decodificar su entorno y su circunstancia, en los tiempos de Tales de Mileto. La sustancia ha cambiado, en realidad, poco, de ahí viene mi idea de que ese desplazamiento en el tiempo que hace el novelista tiene más que ver con el atrezo que con la transmigración de las almas.

Dicho esto, debo confesar que escribí Diles que son cadáveres no por el afán de hurgar en una época y en una geografía particular, sino por lo mucho que me ha interesado, desde que era yo muy joven, la poesía y la figura de Antonin Artaud. A esto se sumó que yo vivía entonces en Dublín y que recorría apasionadamente las calles y los sitios que el poeta había visitado casi setenta años antes. Lo mismo me habría dado que Artaud hubiera vivido en la Edad Media. Me parece que tú en El cielo de Lima hiciste algo similar con Juan Ramón Jiménez, otro poeta. Imagino que habrás echado mano de esa faceta de historiador que mencionas, de los rudimentos que aprendiste en la universidad, ¿fue así? Como yo carezco de esos rudimentos lo pregunto con auténtica curiosidad. Veo, por lo que me cuentas, que eres un novelista nocturno; yo soy de los diurnos, me levanto muy temprano, antes del amanecer y escribo hasta el medio día; me gusta trabajar a esa hora porque normalmente durante el sueño resuelvo algún nudo narrativo y amanezco ansioso por incorporar la modificación en el texto; a lo largo de la mañana sigo tirando del hilo onírico, nunca me ducho antes de terminar mi jornada porque tengo la impresión de que el agua rompe el hilo. Si llego a las seis de la tarde en pijama quiere decir que he tenido una jornada fastuosa. Y tú, ¿tienes alguna manía a la hora de sentarte a escribir?, ¿bebes cafés toda la noche como Balzac?, ¿whisky como Hemingway?

JUAN GÓMEZ BÁRCENA

Hola de nuevo, querido Jordi. Te confieso que no soy ningún experto en Artaud. Hace poco descubrí que actuaba en una de mis películas favoritas, la estremecedora La pasión de Juana de Arco de Dreyer. Ya entonces me comprometí a investigar un poco su figura: a ver si esta conversación me obliga de una vez a afrontar el reto.

Por mi parte, te contaré que efectivamente, yo también exploré la biografía de otro poeta -Juan Ramón Jiménez- en una de mis novelas, El cielo de Lima. Pero lo cierto es que Jiménez tiene una presencia más bien discreta en el libro. Lo que me interesó fue cierta anécdota que protagonizó en su juventud: por razones largas de explicar acabó enamorándose de una mujer que no existía, una tal Georgina Hübner, que ciertos aprendices de poeta peruanos inventaron para él. A mí mismo me interesó mucho más la figura de los bromistas que la figura del propio Juan Ramón, así que en la novela nunca adoptamos su punto de vista, y de hecho toda la trama transcurre en Perú. Para la recreación del Perú de principios de siglo XX sí necesité de mucha documentación, y supongo que también de esos rudimentos de historiador que mencionas, aunque tengo que reconocerte que la profesión de historiador no siempre concuerda bien con el oficio del escritor. Hay que luchar contra ese deseo, tan típico del historiador, de ser erudito y exhaustivo a la hora de presentar hechos del pasado, impulso que puede convertir su obra antes en un libro de Historia que en una novela.

Todo mi día es un perezoso prolegómeno del comienzo de la jornada de trabajo, que con frecuencia llega incluso después de la cena. Sólo cuando no hay peligro de distracciones y cuando he tenido la oportunidad de rumiar durante todo el día mi proyecto puedo sentarme a escribir

Siempre envidio a los escritores que, como tú, son capaces de lanzarse a la escritura casi según se despiertan. Mi caso es justo el contrario: todo mi día es un perezoso prolegómeno del comienzo de la jornada de trabajo, que con frecuencia llega incluso después de la cena. Sólo cuando no hay peligro de distracciones y cuando he tenido la oportunidad de rumiar durante todo el día mi proyecto puedo sentarme a escribir. Aunque por otra parte quién sabe a qué llamamos escribir: para mí escribir no es sólo el acto físico de martillear el teclado -algo que en realidad consume pocas horas e incluso pocos minutos de mi jornada de trabajo- sino todos los preparativos que eso lleva consigo -escuchar cierta música propiciatoria, ver fragmentos de películas o leer páginas sueltas de libros que podrían darme el tono de la novela, molestar un poco a mi gato mientras busco la palabra adecuada, etc. En todos esos ritos no hay, por desgracia, espacio para el whisky o el café: como mucho para apurar algunas latas de Sprite que dejo diseminadas por mi mesa de trabajo. Sé que como vicio el Sprite deja mucho que desear: ojalá pudiera compartirte algún detalle más canallesco. 

Me he quedado pensando en tu rutina de escritura y en la mía propia y me ha surgido una curiosidad que pocas veces satisfacen las entrevistas: de acuerdo, ésa es nuestra jornada «típica» de trabajo, pero ¿cuántos días al año eres capaz de desarrollar de hecho una jornada típica? Porque los escritores por desgracia no sólo tenemos que lidiar con las palabras: también con los números de las facturas, con las hipotecas, con los viajes de promoción y otros contratiempos similares. ¿Consigues encadenar largas temporadas de trabajo diario, o distracciones como ésas te lo impiden? Yo te confesaré que la mayoría de mis «jornadas típicas» de trabajo se acumulan en verano, durante las vacaciones académicas -ejerzo como profesor de talleres literarios durante el año-. Sueño, sin embargo, con un tiempo futuro en que mis novelas avancen tan rápido en verano como en cualquier otra estación.

Te envío un abrazo desde este mes de noviembre, en el que escribo tan poco y doy tantas clases.

JORDI SOLER

Es verdad, la escritura no es sólo escribir, también es el tiempo que pasas pensando en la cosa. Sentarse a pensar, como bien sabes, está penalizado socialmente en este milenio en el que se ha impuesto la idea de que toda actividad ha de producir algún rédito, y una persona pensando en su novela, cosa que yo hago todo el tiempo, es una persona que no está haciendo nada, que va a contrapelo, y de manera suicida, del time is money. El tiempo para nosotros es novela, no dinero. De otra forma no tendría sentido la morosidad con la que una y otra vez reescribes las páginas, ese empeño por dejar cada frase perfectamente afilada, que es la perfecta negación de la velocidad contemporánea. A diferencia de ti yo sí encadeno temporadas completas de escritura, mi jornada típica tiene lugar cada día, empieza, como te contaba, antes del amanecer y es por la tarde cuando hago el trabajo paraliterario que mantiene mis novelas y que es fundamentalmente escribir en periódicos. De hecho, llevo encadenando una novela detrás de otra desde que escribí la primera hace treinta años. En cuanto veo que voy a terminar la que estoy escribiendo, cuando el narrador grita ¡tierra a la vista!, empiezo la próxima porque me da vértigo quedarme sin historia que continuar al día siguiente. Durante el verano lo único que hago es trasladar mi escritorio, me llevo mis libretas al pueblo californiano al que vamos cada año, y compagino la historia que escribo con la vida de vacaciones que hacen Alexandra y mis hijos. ¿Libretas?, te estarás preguntando; pues sí, escribo mis novelas a mano, en una libreta voy desarrollando la línea general que alimento con las ideas, imágenes, figuras, delirios y alucinaciones que escribo en tarjetas. Tengo la impresión de que este circo de dos pistas, la libreta y las tarjetas, fija mejor mi atención que la pantalla del ordenador, que me parece poco seria. El orden y la perfección de la tipografía del texto en la pantalla crean la ilusión de que está bien escrito, mientras que el caos de la escritura a mano tiene el efecto contrario: el desorden y la imperfección de tu letra te obligan a escribir con más precisión. Me gusta tu régimen del Sprite, imagino tu escritorio sembrado de latas verdes, como un valle irlandés. Yo a lo largo de mi jornada de escritura voy bebiendo agua y café y a veces, cuando se encalla el engranaje, me bebo un vasito de vino blanco, de «electricidad» que diría James Joyce, y cuando el engranaje se encalla de manera dramática, me bebo un whisky, aunque sean las siete de la mañana. Te mando un abrazo, con un poco de mar Mediterráneo.

JUAN GÓMEZ BÁRCENA

Me encanta eso que dices sobre la ilusión de buena escritura» que genera todo texto mecanografiado. Nunca lo había pensado con esas palabras, pero sin duda es así: cuanto mejor sea la presentación de un texto, más enmascarados estarán sus defectos. Lo he venido observando sobre todo con el grupo de amigos lectores que me echan una mano con mis manuscritos inéditos.  Son algo así como siete u ocho excelentes lectores, que tienen la generosidad de dedicarme su tiempo antes de la publicación de un libro para proponerme mejoras y compartirme sus experiencias de lectura -no sé si tú buscas un apoyo similar, o te basta con la lectura de tus editores-. Pues bien, el caso es que me sorprendió descubrir que recibo muchas más sugerencias de cambio cuando el manuscrito es sólo un borrador negligentemente presentado que cuando ya está bien presentado y maquetado en las galeradas. Supongo que la razón es precisamente la que tú señalabas: algo en la perfección tipográfica de un texto nos ayuda a disculpar sus errores. Así que entiendo muy bien esa pulsión tuya en la escritura a mano, que te impide ser indulgente con los defectos de escritura.

Por mi parte siempre escribo a ordenador, salvo cuando se trata de documentarme o de programar la estructura de la novela. Para ese tipo de labores cuento, como tú, con libretas que me sirven como un banco de datos de ideas y referencias que no debo olvidar. Alguna vez he intentado llevar ese trabajo al ordenador, sin éxito: cuando se trata de planificar una obra necesito que todo sea visualmente claro y manipulable: debo poder tocar, manchar, anotar, rasgar si es preciso. Y sobre todo me funciona muy bien trabajar con pequeñas fichas de cartulina, cada una de las cuales representa un episodio del libro o un tema secundario que me interesa tratar. A continuación, dispongo todas las fichas por el suelo o en una corchera y juego a desordenarlas, a probar qué pasaría si el capítulo 7 se contara antes del 6 o si un personaje apareciera en la novela mucho más tarde de lo que aparece. Sólo así puedo sentir que la novela tiene una existencia física: que más allá de en la memoria de ordenador, algo de ese próximo libro hipotético va formando en el suelo de mi despacho.


Valerie Miles. Nacida en Estados Unidos y radicada en Barcelona, Valerie Miles es escritora, editora, y traductora. Dirige Granta en español desde 2003 y fundó la colección de clásicos contemporáneos en español de The New York Review of Books durante su periodo como subdirectora de Alfaguara. Es colaboradora de The New Yorker, The New York Times, El PaísThe Paris Review, y Fellow del Fondo Nacional de las Artes de Estados Unidos, por su traducción de Crematorio de Rafael Chirbes. Fue comisaria de la exposición Archivo Bolaño, 1977-2003, con el equipo del CCCB de Barcelona, fruto de una larga investigación en los archivos privados del escritor. Su primer libro, Mil bosques en una bellota, fue publicado con el título A Thousand Forests in One Acorn en inglés. 

Jordi Soler. La Portuguesa, Veracruz, México, 1963. Es autor de diez novelas, traducidas a varias lenguas, y de libros de cuentos, de ensayo y de poesía. Desde Bocafloja, su primera novela, se convirtió en una de las voces literarias más importantes de su generación. La Casa de las Culturas del Mundo (Haus der Kulturen der Welt) en Berlín, elaboró un perfil sobre su obra donde dice: “Más que cualquier otro de los escritores de su generación, Soler ha conseguido un estilo propio, altamente visual, en su prosa y su poesía”. Durante los últimos diez años del siglo XX, de manera paralela a su trabajo de escritor, hizo programas de música y literatura en dos de las estaciones de radio más influyentes de México. Luego fue diplomático en Irlanda y ahora vive en Barcelona, la ciudad que abandonó su familia después de la Guerra Civil, donde trabaja en su siguiente novela y en artículos que publica en diarios y revistas. Es caballero de la irlandesa Orden del Finnegans y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.

Juan Gómez Bárcena. (Santander, 1984) ha publicado Los que duermen (Salto de Página, 2012 / Sexto Piso, 2019), Premio Tormenta al Mejor Autor Revelación; El cielo de Lima (Salto de Página, 2014), Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014 y Premio Ciudad de Alcalá de Narrativa 2015; Kanada (Sexto Piso, 2017), Premio Ciudad de Santander 2017, Premio Cálamo Otra Mirada 2017, y primer finalista del Premio internacional Tigre Juan 2017; y Ni siquiera los muertos (Sexto Piso, 2020), finalista del premio que el Gremio de Libreros de Madrid. Su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán, portugués, holandés y griego. Ha recibido becas de diferentes instituciones, como la Academia de España en Roma, la Fundación Antonio Gala, la Fundación BBVA, el FONCA en México o The International Writers’ House en Graz. 

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